I
«A los seis meses Dios envió al ángel Gabriel donde una joven virgen que vivía en una ciudad de Galilea llamada Nazaret, y que era prometida de José, de la familia de David. La virgen se llamaba María.
Entró el ángel en su casa y le dijo: “Alégrate tú, la Amada y Favorecida; el Señor está contigo.” Estas palabras la impresionaron y se preguntaba qué quería decir aquel saludo.
Pero el ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Vas a quedar embarazada y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande, lo llamarán Hijo del Altísimo y Dios le dará el trono de David, su antepasado; reinará sobre el pueblo de Jacob por siempre y su reino no terminará jamás.”
María dijo entonces al ángel: “¿Cómo podré ser madre, si no tengo relación con ningún hombre?”
Contestó el ángel: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será santo y lo llamarán Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel: a su vejez ha quedado esperando un hijo, y la que no podía tener familia se encuentra ya en el sexto mes de embarazo; porque para Dios nada es imposible”.
Dijo María: “Yo soy la esclava del Señor; que se haga en mí lo que has dicho”. Después de estas palabras el ángel se retiró»[1].
Nazaret es el lugar donde Dios decide hacerse hombre, a través de una mujer, María. Ella nos da a Jesús de Nazaret, un hombre real, no virtual. Es el hombre de Dios que da sentido a la gratuidad, porque Dios no tiene estrategias con los hombres: no proporciona un proceso educativo, ni social, ni virtual. Él es puro Amor, un Amor de veinticuatro quilates, cien por cien puro, sin conservantes ni colorantes, sin condenas y sin premios de consolación.
El amor de Dios pasa por Nazaret para quedarse, para habitar en las entrañas de una virgen. El fruto de todo ello es Santo, es Hijo del Altísimo, es Hijo de Dios. Aquí Dios no se esconde: Dios habita entre nosotros, en el silencio y en la Palabra hecha carne.
María en Nazaret pasa sin hacer ruido. Las intuiciones de Carlos de Foucauld en su estancia en Nazaret nacen también en el silencio y en el servicio humilde, sencillo, no reconocible socialmente. Para María, para el hermano Carlos, Nazaret es un lugar y un momento contemplativo: el lugar y el momento que convertirán a otras situaciones y etapas de sus vidas en espacios contemplativos. Aprenden en Nazaret a vivir ese día a día con amor hacia lo pequeño y hacia los pequeños.
En Nazaret enseña María a Jesús, y en Nazaret el hermano Carlos es enseñado por Jesús.
Nosotros estamos llamados a vivir como Jesús, no a aparentar que vivimos como Jesús, convirtiendo en sólo virtual el sentido de Dios (cómo lo experimentamos, cómo lo adoramos, cómo lo amamos, cómo lo transmitimos) Es nuestra vida la que tiene que evangelizar, no nuestras palabras. La palabra adoctrina; la vida convence. Dejarnos enseñar en Nazaret, dejarnos trabajar, dejarnos crecer.
Nada de esto es posible si no vamos por la vida, por nuestras reuniones, por nuestras visitas, por nuestras celebraciones con una actitud contemplativa. Nos podemos convertir en ejecutores de una liturgia sin corazón, mantenedores fieles de una tradición y olvidar a quien nos llamó, a quien nos enamoró, a quien anunciamos.
Ser contemplativos en el día a día de nuestro trabajo y dedicación pastoral no nos evade de la realidad. “Debéis estar impregnados del Evangelio de Jesús hasta el punto de ser capaces, con toda independencia, de afirmar frente a las potencias y a las ideologías de este mundo los valores que son verdaderamente indispensables para garantizar la trascendencia y los derechos esenciales de la persona humana. No podéis callar a lo hombres lo que Cristo les diría si él pudiese expresarse por vuestra boca y testimoniar por vuestras actitudes. Para eso os ha escogido y llamado”[2]. Necesitamos volver a Nazaret como la gran intuición del hermano Carlos: volver al evangelio, allí donde nace la esperanza de Dios depositada en María. Una esperanza de Dios que verá su luz en Belén.
Nazaret es hablar poco de uno mismo y más de Dios con nuestra vida, con nuestras cosas, con nuestras casas, con nuestras pertenencias, con nuestros proyectos.“Toda nuestra vida, por muda que sea, la vida de Nazaret, la vida del desierto, tanto como la vida pública, deben ser una predicación del evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona debe respirar Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida debe gritar que nosotros somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica; todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, un perfume de Jesús, que hace ver a Jesús, que brilla como una imagen de Jesús…”[3] Para el hermano Carlos es Jesús el centro de su vida y nos invita a ello desde la contemplación. Él habla de tres maneras de contemplar a Dios: en los momentos y la vida de Jesús, en la Sagrada Eucaristía y en los misterios de su vida[4], cuando no encontramos los porqués y sí muchos para qué. Sus intuiciones han dado a la Iglesia de Jesús un medio de encontrarse con él, con el propio Dios, en medio del silencio y tantas veces entre los ruidos de nuestro Nazaret cotidiano. Intuiciones que nos ayudan a ser testigos de Dios sin hacer proselitismos, sin forzar situaciones, sin usar los sentimientos de la gente y, sobre todo, sin hacer ruido en beneficio de nuestro ego.
Nazaret no es nunca una huida o esconderse de la realidad. Nazaret es dar la cara por Jesús y por los últimos. “Como puede resultar un contrasentido “vida oculta”, se puede también comprender mal la expresión “predicar el evangelio en silencio”. En sus mismas cartas donde el hermano Carlos emplea estas expresiones él habla de relaciones de amistad, de contactos. ¿Hay entonces que callarse? Sobre esta cuestión dice Antoine Chatelard que hay que responder a la vez sí y no. No, pues Nazaret es el lugar de la comunicación, de la escucha, del compartir y de la amistad, el lugar donde la Palabra se transmite en las conversaciones ordinarias con los hombres. Sí, pues Nazaret es el silencio, porque Nazaret es gritar la buena nueva desde los tejados, callándose, sin predicar, amando”[5]. Como sacerdotes de la Fraternidad tenemos todo un reto si no hemos hecho un camino, tanto en el plano espiritual como en el psicológico, del cual estemos convencidos que conduce a un encuentro auténtico con el Señor, en la contemplación y en la adoración, y en nuestras entregas y servicios al Pueblo de Dios y a la sociedad. Nuestro ministerio sacerdotal no es una forma monástica ni conventual: somos hombres en medio del mundo. Cuando Nazaret nos convence, deja de ser una idea, algo virtual o un anexo, y nos hace crecer con nuestros vecinos, pared con pared, nuestras comunidades, nuestros hermanos de fraternidad. Nazaret nunca puede ser estático en nuestras vidas, pues sería sinónimo de instalación o acomodación. Jesús, dado por María, es en Nazaret vecino, cohabita, convive, está junto a su gente, es ciudadano. No trata sólo con ellos, está con ellos. Y esta actitud le hará estar luego siempre con los últimos; le hará mirar sin juzgar, mirar para ayudar y ser útil, escuchando a los hombres y mujeres y escuchando a su Padre.
Nazaret nos ayuda a convivir sin juzgar, a vivir en contemplación con nuestros espacios personales y los espacios de los demás: su corazón, sus ilusiones, su vida. El espíritu Nazaret, pues, nos insta a revisar la vida contemplándola, para amar la vida propia y la de los demás como el gran regalo amoroso de Dios, cuando experimentamos la gratuidad. Sólo estamos en Nazaret cuando lo desidealizamos y aceptamos a Jesús por vecino o compañero de nuestro hogar, de nuestras horas y de nuestro futuro, como copiloto de nuestro vehículo o acompañante en nuestras visitas o nuestras reuniones.
II
NAZARET: LUGAR PARA LA FAMILIA Y EL COMPARTIR. NAZARET, LA PUERTA DEL DESIERTO DE JESÚS
“Una vez que cumplieron todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía, se desarrollaba y se hacía cada día más sabio; y la gracia de Dios estaba con él”[6].
Nazaret es el lugar de crecimiento de Jesús, de desarrollo personal, de ganar en sabiduría, de presencia y experiencia de Dios, de aceptar su gracia. Todo esto lo irá viviendo Jesús hasta su paso por el desierto.
En nuestra actitud como sacerdotes de la Fraternidad, cuando nos sentimos de pleno en Nazaret, descubrimos que Dios está entre los hombres, tanto la gente que nos rodea, como nuestros propios hermanos de Fraternidad, como en el acontecimiento o situación en las cuales los hombres y mujeres actúan construyendo el Reino o mostrándonos dónde está la verdad y la justicia.
No es difícil situarnos en Nazaret como creyentes, como ciudadanos o seres humanos. La prueba está cuando nos descubrimos fuera de Nazaret, con el corazón en otro lado o las ideas no muy claras. Nuestras faltas de fe, esperanza o de caridad nos alejan de ese espíritu que el hermano Carlos quería dar a su vida cuando descubrió que Jesús le había salvado, que nació y murió por él, que le amó hasta el extremo y lo hizo para sí el gran amor de su vida. Esta amistad con Jesús le lleva a vivir la caridad como un valor del compartir, de generar una familia desde sus intuiciones, de sentir a sus vecinos como sus hermanos. ¿Qué habría pasado en el hermano Carlos si él tuviera a otros hermanos junto a él y con ellos hiciera comunidad? Desde aquí, tal es nuestro caso, nosotros participamos de lleno en la vida de los demás, y los demás en la nuestra. “Hay un obstáculo constante en nuestra caridad fraterna, obstáculo que se encuentra en cada momento en nosotros mismos y que conocéis bien: nuestra terquedad congénita y casi inexplicable a juzgarlo todo y entenderlo desde nuestro punto de vista y en función de nuestro temperamento y prejuicios; la estrechez constantemente renovada de nuestros juicios, y la vista mezquina de las cosas”[7]. La realidad es que no hemos sido llamados a formar una familia de padres e hijos, sino a dar sentido a nuestra entrega de amor a través de la convivencia, el servicio y, como sacerdotes de la Fraternidad, compartir la vida en la revisión y el amor fraterno, estemos cerca o lejos los unos de los otros. A veces, por no crear conflicto, por huir de él o esquivarlo, ni ayudamos ni nos ayudamos a madurar ¿Nos dejamos situar en Nazaret por los demás? ¿Aceptamos que alguien “nos ponga en nuestro sitio”?
“A través de lo que vive la gente y le presenta la vida, Carlos de Foucauld va aprendiendo lo que Dios quiere de él. Nazaret no es para él un molde cerrado; es un camino abierto donde avanza con su Maestro, siempre atento a lo que el Señor le va pidiendo. Así, progresivamente, y a través de su vida, nos explicita su intuición nazarena. Allí, en las calles e Nazaret, percibe cómo, al adoptar la condición social de los insignificantes, Jesús nos revela el rostro del Padre: un Dios fraternal, hermano de los últimos”[8]. Por eso el hermano Carlos es un auténtico anunciador, sin adoctrinar; un auténtico hermano universal que respeta a cada miembro de su círculo de amistades, que está, como Jesús, con los últimos, los que él consideraba en su tiempo y espacio como los más desfavorecidos (lejos de Occidente, en un país pobre, colonizado, etc.) Para nosotros, ¿quiénes son los últimos? ¿Cómo nos enseñan a estar en Nazaret? Nuestro actuar y estar con los últimos, ¿se reduce a un consultorio o un dispensario donde los demás vienen a buscar ayuda, o es donde nosotros encontramos la ayuda para caminar los caminos que no hemos elegido, las situaciones que no hemos creado, los tiempos que no hemos programado?
Nazaret nos enseña a ser familia, a hacer familia, a tener en común con las personas algo más que un idioma, una ideología o unas características sociales. Nazaret nos invita a bajar de nuestro escaño para ser parte de la mesa de los pobres. “Seamos tan pequeños como Jesús. Jesús nos dice que le sigamos, sigámosle, compartamos su vida, sus trabajos, sus ocupaciones, sus humillaciones, su pobreza, su abajamiento”[9].
“En la vida pública de Jesús, existe también este aspecto de misterio, de secreto, de no-visibilidad, de rechazo a lo espectacular, que no puede ser desdeñado. En toda su vida, hasta su muerte, sigue siendo Jesús de Nazaret. El hermano Carlos ha dado valor a este aspecto insistiendo sobre la oscuridad, el incógnito del Verbo Encarnado, que durante los treinta años de Nazaret fue a los ojos de todos uno de tantos. Lo oculto de su vida era su relación única con el Padre, su ser divino, es decir, lo esencial. A pesar de las apariencias, Carlos de Foucauld siguió siendo fiel a esta intuición hasta su muerte, en todos los lugares y actividades, en el alejamiento o la cercanía a los hombres”[10].
De Nazaret sale Jesús para el desierto. Todos conocemos bien el sentido bíblico del mismo y la situación de Jesús ante él. De Nazaret sale buscando y con deseo de escuchar al Padre. No explica sus razones ni intenta convencer a nadie. Ni siquiera después, en la vida pública, hará una invitación al mismo a sus discípulos. Pero sí les animará a hablar al Padre en lo escondido, a orar para no caer en la tentación, a no dormirse, a escuchar su voz como las ovejas escuchan la de su pastor. Curiosamente, en el hermano Carlos se da una situación semejante. “Nazaret sigue siendo el motivo que le ha introducido a entrar en la Trapa y, más tarde, a salir de ella. Para ser conforme a Jesús de Nazaret, abraza el sacerdocio; y por el mismo motivo abandona su amada Palestina para marchar al desierto del Sáhara”[11].
¿Sabemos salir de lo establecido –mi parroquia, mi diócesis, mis organigramas- para encontrarnos ante lo desconocido –el desierto donde me encuentro solo, el miedo a enfrentarme conmigo mismo, a reconocer cómo soy-? ¿Adónde van las llamadas al desierto que recibimos, dónde terminan? ¿En el archivo de nuestra memoria, en un bonito día de excursión, en una autocomplacencia? ¿En la aceptación de qué es hoy la voluntad del Padre sobre nosotros al escucharle en el silencio del corazón?
Carlos de Foucauld, como Jesús, no huye al desierto: sigue la voz de su corazón e intenta que esté en armonía con la voz de Dios. No esquiva los vaivenes de su vida: es consciente de sus limitaciones, de su pasado, y del gran amor que Jesús es para él. Acabo con esta reflexión de Willigis Jáger: “¿Qué ocurre cuando alguien se adentra honestamente en el desierto? Jesús estaba entre los animales, nos dice la Escritura en el relato de los cuarenta días del desierto de Jesús. Quien entra en el desierto no encontrará ninguna puesta del sol romántica. Se enfrentará a sus propias bestias. Se encontrará consigo mismo. Se encontrará con todos los problemas sin resolver, con su sombra; dicho en la terminología cristiana, con los demonios y el diablo. Y no se trata de rechazarlo todo y resistirse, sino mirarlo cara a cara, tal como nos lo muestra Jesús en su estancia en el desierto, cuando fue tentado. El desierto, la soledad, nos obliga a mirarnos y aceptarnos. Ni siquiera debemos echar al demonio; es nuestro hermano y quiere ser tratado como tal. El demonio tampoco es el montón de basura donde echar nuestra porquería”[12]. Por eso es bueno ser conscientes de que no debemos culpar a nadie de nuestras situaciones, que Nazaret está donde hay vida, donde nos movemos, donde nos abandonamos, donde reímos y donde lloramos, donde trabajamos y donde descansamos. Si creemos en el espíritu de Nazaret, seguro que nos llamará el desierto, aunque éste nos asuste. Tenemos pleno derecho a ello, a dudar, a guardar las distancias, a ser confortados desde la misericordia de Dios y a abandonarnos en él.
¿Qué “comodidades” e “incomodidades” experimentamos en Nazaret? ¿Y en el desierto? ¿Nos sentimos vivos en ellos? ¿Nazaret es “para un momento”, sólo a ratos?
Para Orar y Revisar
1. ¿Tratamos de vivir Nazaret o sólo es una referencia ocasional en nuestros encuentros de fraternidad? ¿Creo y valoro en mi vida esa clave de identidad en la espiritualidad del hermano Carlos?
2. ¿Salimos de nuestro yo para escuchar al “ángel” que nos saca de nuestras lecturas, de nuestra televisión, de nuestro descanso, de nuestro tiempo libre y que nos anuncia con sus problemas o impertinencias que Dios nos está llamando?
3. ¿Olemos a Jesús u olemos a incienso, a populismo, a cultivo de imagen, a ortodoxia para no ser señalados?
4. ¿Cómo nos rodeamos de comodidades? ¿Nos dejamos arropar por Dios, por los demás, como en la casa de Nazaret?
5. ¿Cómo miramos a nuestros hermanos sacerdotes? ¿Nos creemos más pobres, más simpáticos, más progresistas, más fieles, mejores pastores u oradores, intelectualmente más sólidos, más simpáticos o con mejor don de gentes? ¿Hacemos juicios internos?
[1] Lc 2,26-38
[2] René Voillaume, Evangelio, Política y Violencia, Málaga, 1973, 22.
[3] Carlos de Foucauld, Obras Espirituales. Antología de Textos. 59, San Pablo, Madrid, 1998
[4] Cfr. Ibídem, 62
[5] Michel Lafon, Vivre Nazareth aujourd’hui, Fayard, 1985, 27.
[6] Lc 2,39-40
[7] René Voillaume, Hermano de todos, Narcea, Madrid, 1978, 56-57,
[8] Federico Carrasquilla en Yo soy tu hermano. En las huellas de Nazaret, Benito Cassiers, Santiago de Chile, 2007, 75.
[9] Carlos de Foucauld, Obras espirituales. Antología de textos, 51, San Pablo, Madrid, 1998
[10] Antoine Chatelard, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanrasset, San Pablo, Madrid, 2003, 286.
[11] Luigi Borriello, El mensaje espiritual de Carlos de Foucauld, Sal Terrae, Santander, 1981, 48.
[12] Willigis Jäger, Adonde nos lleva nuestro anhelo. La mística del siglo XXI, DDB, Bilbao, 2005, 164.
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