viernes, 27 de septiembre de 2013

Carta a los cenobitas

 


Estimado hermano/a en Cristo Jesús.
 
Antes que nada, quiero darte las gracias por estar aquí, compartiendo esta experiencia. Sin tu presencia, estos días no tendrían la misma riqueza, esa holgura que da la diversidad de formas y que nos muestra la unidad de una búsqueda, el anhelo de la unión con Dios, el Amado de nuestra vida.
Porque… ¿qué otra cosa hemos buscado siempre?
 
Aun sin saberlo, confundidos con diferentes objetos de deseo, detrás de todo movimiento realizado, más allá de todo proyecto emprendido y hasta escondido en cada fracaso, alentaba el mismo signo: la respuesta a un llamado que secretamente se había formulado desde nuestro mismo origen.
 
Te pido que recuerdes aquellos abrazos de tu madre, alguna complicidad con tu padre, la alegría de despertar para iniciar un día repleto de juegos y de amistad. Evoca brevemente aquel amor de juventud, el entusiasmo de tu primer emprendimiento… la emoción del canto, del viaje, de la madrugada junto al fuego… un momento de encendido fervor en ese rincón de la capilla.
 
Tu vida, como la mía y la de todos, es un sinfín de colores, de gestos varios, un despliegue sorprendente del misterio de la existencia. ¿Qué hemos buscado en cada cosa sino Su rostro?
Hemos corrido tras la certeza, nuestras ansias solo disfrazaban el afán de lo eterno, la íntima esperanza de que la muerte no existiera… hemos soñado con una vida que tuviera significado y con días que no fueran grises.
 
En lo profundo de la historia Cristo yace colgado, es la figura del fracaso absoluto, del dolor sin atenuantes. Su resurrección a veces parece un mito. Esto sucede cuando no encontramos en el corazón las señales de Su victoria.
 
¿Cómo podría manifestarse la pascua gloriosa en nuestra vida sin vivir el Evangelio? ¿Cómo pretender Su triunfo sin recorrer Su camino? Deseamos la paz del corazón sin entregarlo, queremos resucitar sin crucificar un solo apetito, hacemos de nuestra voluntad personal un ídolo sagrado.
Y ¿cómo cambiar nuestro enraizado egoísmo sin la ayuda fraterna?
 
Pero recordemos, no podemos tener otra regla más importante que los Evangelios. Leídos con atención constituyen la norma más completa y perfecta para la vida fraterna.
 
 
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
San Mateo 22, 36, 38
«Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos, en esto consiste la Ley y los Profetas».
San Mateo 7, 12
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Cistercienses de la estricta observancia

-Los Trapenses-

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