jueves, 16 de febrero de 2012

Santos Elías, Jeremías, Isaías y nueve compañeros, mártires

fecha: 16 de febrero

fecha en el calendario anterior: 1 de junio
†: 309 - país: Israel

canonización: pre-congregación

En Cesarea de Palestina, santos mártires Elías, Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel, cristianos egipcios, que, por haber servido a los confesores condenados a las minas, fueron apresados por el prefecto Firmiliano, en tiempo de Galerio Maximiano, y, después de duros tormentos, perecieron decapitados. Tras ellos fueron martirizados Pánfilo, presbítero, Valente, diácono de Jerusalén, y Pablo, oriundo de la ciudad de lamnia, que habían permanecido dos años en la cárcel, así como Porfirio, siervo de Pánfilo, además de Seleuco, capadocio que ostentaba un grado en la milicia, y Teódulo, anciano servidor del prefecto Firmiliano. Finalmente, el capadocio Julián, llegado como peregrino en aquel momento, fue denunciado como cristiano por haber besado los cuerpos de los mártires, y por orden del prefecto lo quemaron a fuego lento.
refieren a este santo: Santos Ares, Promo y Elías

En la sección de la «Historia Eclesiástica» dedicada a los confesores de Palestina, Eusebio de Cesarea describe a su maestro Pánfilo como al «más ilustre mártir de su época, por sus vastos conocimientos filosóficos y por todas las virtudes que le adornaban». Esta vez no se trata de un mero panegírico convencional, porque hay un inconfundible tono de sinceridad en las palabras que utiliza el historiador cuando habla de «su señor Pánfilo», puesto que siempre hace esta aclaración: «no sería conveniente que yo mencionara el nombre de ese santo y bendito hombre, sin darle el título de 'mi señor'». Con agradecida veneración, se auto-impuso lo que él llama «un nombre triplemente amado para mí», y firmaba Eusebius Pamphili (Eusebio [discípulo] de Pánfilo) al escribir la biografía de su héroe, en tres volúmenes que conoció san Jerónimo, pero que ya no existen.


Pánfilo, vástago de una familia rica y honorable, nació en Berytus (Beirut), en Fenicia. Tras distinguirse en todas las ramas de la enseñanza secular que se impartía en su ciudad natal, tan renombrada como centro del saber, se fue a Alejandría para estudiar en la famosa escuela catequética, donde estuvo bajo la influencia de Pierio, el discípulo de Orígenes. El resto de su vida lo pasó en Cesarea, que por entonces era la capital de Palestina. Allí fue ordenado sacerdote. También allí formó una magnífica biblioteca que se conservó hasta el siglo VII, cuando fue destruida por los árabes. Pánfilo fue el más notable estudioso de la Biblia en su época y el fundador de una escuela de literatura sagrada. Después de salvar infinitas dificultades, de revisar y corregir miles de manuscritos, hizo una traducción de las Sagradas Escrituras más correcta que cualquiera de las que circulaban hasta entonces. Toda la versión fue transcrita por su mano y distribuida por medio de copias que hizo sacar a los alumnos más dignos de confianza de su escuela. La mayoría de las veces, entregó su trabajo gratuitamente puesto que, a más de ser un hombre muy generoso, estaba ansioso por alentar los estudios sagrados.

Como trabajador infatigable, llevó una existencia muy austera y fue notable por su humildad. A sus criados y empleados los trataba como hermanos; entre sus parientes, amigos y particularmente, entre los pobres, distribuyó las riquezas heredadas de su padre. Una vida tan ejemplar tuvo su merecida culminación en el martirio. En el año 308, Urbano, el gobernador de Palestina, lo mandó aprehender, lo sometió a crueles torturas y lo encerró en prisión, por negarse a sacrificar ante los dioses. Durante su cautiverio, colaboró con Eusebio, que tal vez fuera su compañero de prisión, para escribir una «Apología de Orígenes», cuyas obras había copiado y admiraba grandemente.

Dos años después de haber sido detenido, Pánfilo fue llevado ante el gobernador Firmiliano, sucesor de Urbano, para un examen de su causa y un nuevo juicio. En esa ocasión le acompañaban Pablo de Jamnia, hombre de gran fervor, y Valente, un anciano diácono de Jerusalén que tenía en su crédito haberse aprendido toda la Biblia de memoria. Encontrando a los tres acusados enteramente firmes en su fe, Firmiliano dictó contra ellos la sentencia de muerte. Tan pronto como se dio a conocer el veredicto, Porfirio, un estudiante joven e inteligente a quien Pánfilo amaba como a un hijo, abordó resueltamente al juez para pedirle permiso de recoger y sepultar los restos de su maestro. Firmiliano inquirió si también él era cristiano y, al recibir una respuesta afirmativa, mandó que se le diera tormento. A pesar de que sus carnes fueron desgarradas hasta mostrar los huesos y las entrañas, Porfirio no lanzó ni un lamento. Para matarlo, lo quemaron a fuego lento, mientras él invocaba el nombre de Jesús.

Al mismo tiempo, un capadocio llamado Seleuco, que proclamó en voz alta el triunfo de Porfirio y alabó su constancia, fue condenado a morir decapitado con todos los demás. El tirano estaba enfurecido, que ni siquiera la servidumbre de su casa escapó a su cólera; por un simple informe de que el anciano Teódulo, su criado favorito, era cristiano, puesto que había besado el cadáver de uno de los mártires, Firmiliano lo mandó crucificar inmediatamente. El mismo día, en la tarde, por una ofensa similar, un catecúmeno llamado Juliano fue quemado a fuego lento. Los otros confesores, Pánfilo, Pablo, Valente y Seleuco murieron decapitados. Sus cadáveres, arrojados por los verdugos en las afueras de la ciudad, fueron respetados por las aves de rapiña y las fieras salvajes, de manera que los cristianos pudieron recogerlos intactos y darles sepultura.

Corría el año 309, y mientras estos martirios ocurrían, cinco egipcios fueron a visitar a los confesores de la fe, condenados a trabajos forzados en las minas de Cilicia. A su regreso les detuvieron los guardias a las puertas de Cesarea. Los cinco confesaron al punto que eran cristianos y declararon el motivo de su viaje. Al día siguiente, comparecieron ante el gobernador Firmiliano. El juez, según su costumbre, ordenó que los cinco egipcios fuesen torturados en el potro, antes de ser juzgados. Después de que habían sufrido ya muchos suplicios, el gobernador preguntó al que hacía cabeza, su nombre y su nacionalidad. El mártir respondió que su nombre de bautismo era Elías, y que sus compañeros se llamaban Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel. Como Firmiliano le preguntase nuevamente por su nacionalidad, Elías contestó que eran ciudadanos de Jerusalén, refiriéndose a la Jerusalén celestial, verdadera patria de todos los cristianos. El gobernador ordenó a los verdugos que torturasen a Elías, quien fue azotado con las manos atadas a la espalda y los pies brutalmente aplastados en yugos de madera. Después el gobernador mandó que los cinco fuesen decapitados. La orden se ejecutó inmediatamente.

La historia de todos estos santos es de gran interés para todos los especialistas de hagiografía cristiana, por venir narrada de primera mano, por un testigo de la calidad de Eusebio, padre de la historia eclesiástica.

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