1. La dimensión sacrificial de la Santa Misa
1.1. ¿En qué sentido la Santa Misa es sacrificio? La Santa Misa es sacrificio en un sentido propio y singular, "nuevo" respecto a los sacrificios de las religiones naturales y a los sacrificios rituales del Antiguo Testamento: es sacrificio porque la Santa Misa re-presenta (= hace presente), en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia, el único sacrificio de nuestra redención, porque es su memorial y aplica su fruto (cfr. Catecismo, 1362-1367).
La Iglesia cada vez que celebra la Eucaristía está llamada a acoger el don que Cristo le ofrece y, por tanto, a participar en el sacrificio de su Señor, ofreciéndose con Él al Padre por la salvación del mundo. Se puede, por tanto, afirmar que la Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia.
Veamos con más detenimiento estos dos aspectos del Misterio Eucarístico.
1.2. La Eucaristía, presencia sacramental del sacrificio redentor de Jesucristo
Como apenas hemos dicho, la Santa Misa es verdadero y propio sacrificio por su relación directa -de identidad sacramental- con el sacrificio único, perfecto y definitivo de la Cruz[1]. Esta relación fue instituida por Jesucristo en la Última Cena, cuando entregó a los Apóstoles, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo ofrecido en sacrificio y su Sangre derramada en remisión de los pecados, anticipando en el rito memorial lo que aconteció históricamente, poco tiempo después, sobre el Gólgota. Desde entonces la Iglesia, bajo la guía y la virtud del Espíritu Santo, no cesa de cumplir el mandato de reiteración que Jesucristo dio a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía [como memorial mío]» (Lc 22,19; 1 Co 11,24-25). De este modo "anuncia" (hace presente con la palabra y el sacramento) "la muerte del Señor" (es decir, su sacrificio: cfr. Ef 5,2; Hb 9,26), "hasta que El vuelva" (por tanto, su resurrección y ascensión gloriosa) (cfr. 1 Co 11,26).
Este anuncio, esta proclamación sacramental del Misterio Pascual del Señor, es de una particular eficacia, pues no sólo se representa in signo, o in figura, el sacrificio redentor de Cristo, sino también se hace verdaderamente presente: se presencializa su Persona y el evento salvífico conmemorado. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa del siguiente modo: «La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo» (Catecismo, 1362).
Por tanto, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, por la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, se hace presente la misma Víctima del Gólgota, ahora gloriosa; el mismo Sacerdote, Jesucristo; el mismo acto de oferta sacrificial (la oferta primordial de la Cruz) inseparablemente unido a la presencia sacramental de Cristo; oferta siempre actual en Cristo resucitado y glorioso[2]. Sólo cambia la manifestación externa de esta entrega: en el Calvario, mediante la pasión y muerte de Cruz; en la Misa, a través del memorial-sacramento: la doble consagración del pan y del vino en el contexto de la Plegaria Eucarística (imagen sacramental de la inmolación de la Cruz)[3].
En conclusión: la Última Cena, el sacrificio del Calvario y la Eucaristía están estrechamente relacionados: la Última Cena fue la anticipación sacramental del sacrificio de la Cruz; la Eucaristía, que entonces instituyó Jesucristo, perpetúa (hace presente) a lo largo de los tiempos, allí donde se celebra sacramentalmente, el único sacrificio redentor del Señor, para que todas las generaciones puedan entrar en contacto con Cristo y acoger la salvación que Él ofrece a la entera humanidad[4].
1.3. La Eucaristía, sacrificio de Cristo y de la Iglesia La Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia, porque cada vez que se celebra el Misterio Eucarístico, ella, la Iglesia, participa en el sacrificio de su Señor, entrando en comunión con Él -con su oferta sacrificial al Padre- y con los bienes de la redención que Él nos ha obtenido. Toda la Iglesia ofrece y es ofrecida en Cristo al Padre por el Espíritu Santo. Así lo afirma la tradición viva de la Iglesia, tanto en los textos de la liturgia como en las enseñanzas de los Padres y del Magisterio[5]. El fundamento de esta doctrina se encuentra en el principio de unión y cooperación entre Cristo y los miembros de su Cuerpo, claramente expuesto por el Concilio Vaticano II: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia»[6].
La Iglesia ofrece con Cristo
La participación de la Iglesia -el Pueblo de Dios, jerárquicamente estructurado- en la oferta del sacrificio eucarístico está legitimada por el mandato de Jesús: «haced esto en conmemoración mía [como memorial mío]», y se refleja en la fórmula litúrgica «memores... offerimus... [tibi Pater]... gratias agentes... hoc sacrificium», frecuentemente utilizada en las Plegarias Eucarísticas de la Iglesia Antigua[7], e igualmente presente en las actuales Plegarias Eucarísticas[8].
Como testimonian los textos de la liturgia eucarística, los fieles no son simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante; todos ellos pueden y deben participar en la oferta del sacrificio eucarístico, porque en virtud del bautismo han sido incorporados a Cristo y forman parte de la «estirpe elegida, del sacerdocio real, de la nación santa, del Pueblo que Dios ha adquirido» (1 P 2,9); es decir, del nuevo Pueblo de Dios en Cristo, que Él mismo sigue reuniendo en torno a sí, para que de un confín al otro de la tierra ofrezca a su nombre un sacrificio perfecto (cfr. Mal 1,10-11). Ofrecen no sólo el culto espiritual del sacrificio de las propias obras y de su entera existencia, sino también -en Cristo y con Cristo- la Víctima pura, santa e inmaculada. Todo esto comporta el ejercicio del sacerdocio común de los fieles en la Eucaristía.
Entre la oferta de la Iglesia y la de Cristo no hay yuxtaposición sino identificación. Los fieles no ofrecen un sacrificio diverso del de Cristo, pues al unirse a Él hacen posible que incorpore la oblación de la Iglesia a la suya, de modo tal que la oferta de la Iglesia llegue a ser la oferta misma de Cristo. Y es Él, Jesucristo, quien ofrece el sacrificio espiritual de los fieles incorporado al suyo. La relación entre estos dos aspectos no puede caracterizarse como yuxtaposición ni como sucesión, sino como presencia de uno en el otro.
La Iglesia es ofrecida con Cristo
La Iglesia, en unión con Cristo, no sólo ofrece el sacrificio eucarístico, sino también es ofrecida en Él, pues como Cuerpo y Esposa está inseparablemente unida a su Cabeza y a su Esposo.
La enseñanza de los Padres es muy clara a este respecto. Para san Cipriano la Iglesia ofrecida (la oblación invisible de los fieles) está simbolizada en la oferta litúrgica de los dones del pan y del vino mezclado con unas gotas de agua, como materia del Sacrificio del Altar[9]. Para san Agustín es claro que en el Sacrifico del Altar toda la Iglesia es ofrecida con su Señor, y que esto se manifiesta en la misma celebración sacramental: «Esta ciudad plenamente redimida, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, se ofreció por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza... Tal es el sacrificio de los cristianos: "siendo muchos, no formamos más que un solo Cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). La Iglesia celebra este misterio en el sacramento del altar, bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma»[10]. Para san Gregorio Magno la celebración de la Eucaristía es un estímulo para que imitemos el ejemplo del Señor, ofreciendo nuestra vida al Padre como hizo Jesús; de este modo llegará a nosotros la salvación que proviene de la Cruz del Señor: «Es necesario que cuando celebramos este sacrificio eucarístico nos ofrezcamos a Dios con contrición de corazón, porque quienes celebramos los misterios de la pasión del Señor debemos imitar aquello que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias a nosotros mismos»[11].
La misma liturgia eucarística no deja de expresar la participación de la Iglesia, bajo el influjo del Espíritu Santo, en el sacrificio de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente...»[12]. De modo semejante se pide en la Plegaria Eucarística IV: «Dirige tu mirada sobre esta Víctima que Tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este Pan y este Cáliz, que, congregados en un solo Cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo Víctima viva para alabanza de tu gloria».
La participación de los fieles consiste ante todo en unirse interiormente al sacrificio de Cristo, hecho presente sobre el altar gracias al ministerio del sacerdote celebrante. No puede decirse en modo alguno que los fieles "concelebren" con el sacerdote[13], ya que sólo él actúa in persona Christi Capitis. Pero si que concurren a la celebración del sacrificio, por el sacerdocio común recibido en el bautismo. Esta participación interior se ha de manifestar en la participación exterior: en la comunión (en estado de gracia), en las respuestas y en las oraciones que los fieles rezan con el sacerdote; en las posturas; y también, a veces, en la realización de algunos ritos, como la proclamación de las lecturas o la oración de los fieles.
Por lo que respecta al Magisterio contemporáneo, baste citar ahora este texto del Catecismo de la Iglesia Católica: «La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda» (Catecismo, 1368).
La doctrina apenas enunciada tiene una importancia fundamental para la vida cristiana. Todos los fieles están llamados a participar en la Santa Misa poniendo en ejercicio su sacerdocio real, es decir, con la intención de ofrecer la propia vida sin mancha de pecado al Padre, con Cristo, Víctima inmaculada, en sacrificio espiritual-existencial, restituyéndole con amor filial y en acción de gracias todo lo que de Él han recibido. De este modo la caridad divina -la corriente de amor trinitario, operante en la celebración de la Eucaristía- transformará su entera existencia.
Los fieles deben procurar que la Santa Misa sea realmente centro y raíz de su vida interior[14], ordenando hacia ella todo su día, el trabajo y todas sus acciones. Esta es una manifestación capital del "alma sacerdotal". En esta línea san Josemaría nos exhorta: «Lucha por conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente-, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...»[15].
Las Misas sin participación de pueblo, tienen también carácter público y social. Sus efectos se extienden a todo lugar y tiempo. De ahí la gran conveniencia de que los sacerdotes celebren todos los días, aun cuando no pueda haber participación de fieles[16].
2. Fines y frutos de la Santa Misa La Santa Misa, en cuanto es re-presentación sacramental del sacrificio de Cristo, tiene los mismos fines que el sacrificio de la Cruz[17]. Estos fines son: el fin latréutico (alabar y adorar a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo); el fin eucarístico (dar gracias a Dios por la creación y la redención); el propiciatorio (desagraviar a Dios por nuestros pecados); y el impetratorio (pedir a Dios sus dones y sus gracias). Esto se expresa en las diversas oraciones que forman parte de la celebración litúrgica de la Eucaristía, especialmente en el Gloria, en el Credo, en las diversas partes de la Anáfora o Plegaria Eucarística (Prefacio, Sanctus, Epíclesis, Anámnesis, Intercesiones, Doxología final), en el Padre Nuestro, y en las oraciones propias de cada Misa: Oración Colecta, Oración sobre las ofrendas, Oración después de la Comunión.
Por frutos de la Misa se entienden los efectos que la virtud salvífica de la Cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, genera en los hombres cuando la acogen libremente, con fe, esperanza y amor al Redentor. Estos frutos comportan esencialmente un crecimiento en la gracia santificante y una más intensa conformación existencial con Cristo, según el modo específico que la Eucaristía nos ofrece.
Tales frutos de santidad no se determinan idénticamente en todos los que participan en el sacrificio eucarístico; serán mayores o menores según la inserción de cada uno en la celebración litúrgica y en la medida de su fe y devoción. Por tanto, participan de manera diversa de los frutos de la Santa Misa: toda la Iglesia; el sacerdote que celebra y los que, unidos con él, concurren a la celebración eucarística; los que, sin participar a la Misa, se unen espiritualmente al sacerdote que celebra; y aquellos por quienes la Misa se aplica, que pueden ser vivos o difuntos[18].
Cuando un sacerdote recibe una oferta para que aplique los frutos de la Misa por una intención, queda gravemente obligado a hacerlo[19].
EDICIÓN: FEBRERO 2013
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1356-1372.
Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 11-20.
Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, 6-15; 34-65.
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 25-III-2004, 36-47; 48-79.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, 83-94.
J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida. Dios está cerca de nosotros, Edicep, Valencia 2003, pp. 29-44; 45-60; 61-80.
J. Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid 2005, pp. 49-80;153-240.
A. García Ibáñez, La Santa Misa, centro y raíz de la vida del cristiano, «Romana» 28 (1999), pp. 148-165.
J.R. Villar - F.M. Arocena - L. Touze, Eucaristía, en C. Izquierdo (dir.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 358-360.
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[1] El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así: «El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio» (Catecismo, 1367).
[2] En esta línea el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su Misterio Pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el Misterio Pascual. Cuando llegó su hora (cfr. Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El Misterio Pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempo y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» (Catecismo, 1085).
[3] El signo sacramental de la Eucaristía no causa de nuevo, no produce ni reproduce la realidad hecha presente (no vuelve a renovar el sacrificio cruento de la cruz, pues Cristo ha resucitado y «la muerte no tiene ya dominio sobre Él» (Rm 6,9), ni causa en Cristo nada que no posea ya plena y definitivamente: no exige nuevos actos de inmolación y de oferta sacrificial en Cristo glorioso). La Eucaristía simplemente hace presente una realidad preexistente: la Persona de Cristo -el Verbo encarnado, que fue crucificado y ha resucitado- y, en Él, del acto sacrificial de nuestra redención. El signo sólo le ofrece un nuevo modo de presencia, sacramental, permitiendo, como veremos a continuación, la participación de la Iglesia en el sacrificio del Señor.
[4] En este sentido afirma il Concilio Vaticano II: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, "que es nuestra Pascua, ha sido inmmolado" (1 Co 5,7)» (Const. Lumen gentium, 3).
[5] Cfr. Catecismo, 1368-1370.
[6] Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7.
[7] Cfr. Plegaria Eucarística de la Tradición Apostólica de san Hipólito; Anáfora de Addai y Mari; Anáfora de san Marcos.
[8] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I (Unde et memores y Supra quae); Plegaria Eucarística III (Memores igitur; Respice, quaesumus e Ipse nos tibi); expresiones semejantes se encuentran en las Plegarias II y IV.
[9] Cfr. San Cipriano, Ep. 63,13: CSEL 3,71.
[10] San Agustín, De civ. Dei, 10,6: CCL 47,279.
[11] San Gregorio Magno, Dialog., 4,61,1: SChr 265,202.
[12] Misal Romano, Plegaria Eucarística III: Respice, quaesumus e Ipse nos tibi.
[13] Cfr. Pío XII, Carta Encíclica Mediator Dei: DS 3850; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 42.
[14] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 87.
[15] San Josemaría, Forja, 69.
[16] Cfr. Concilio de Trento, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, cap. 6: DS 1747; Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 13; Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 31; Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis, 80.
[17] Esta identidad de fines se basa no sólo en la intención de la Iglesia celebrante, sino sobre todo en la presencia sacramental del mismo Jesucristo: en Él aún son actuales y operativos los fines por los que ofreció su vida al Padre (cfr. Rm 8,34; Hb 7,25).
[18] La aplicación de la que hablamos -se trata de una especial oración de intercesión- no comporta ningún automatismo en la salvación; a dichos fieles la gracia no llega de modo mecánico, sino en la medida de su unión con Dios por la fe, la esperanza y el amor.
[19] Cfr. CIC, 945-958. Con esta aplicación particular, el sacerdote celebrante no excluye de las bendiciones del sacrificio eucarístico a los otros miembros de la Iglesia, ni a la entera humanidad; simplemente incluye a algunos fieles de un modo especial.
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