El Estado laico y los derechos sexuales y reproductivos están ligados intrínsecamente por diversas razones. La principal es por la obligación del Estado moderno de preservar la libertad de conciencia, frente a cualquier amenaza que atente contra su libertad. Esta obligación surge de la convicción de que nadie puede ser obligado a creer en algo por la fuerza, siendo entonces necesario respetar las creencias de cada quien.
Lo anterior es resultado, entre otras cuestiones, del proceso de pluralidad religiosa y de la necesidad de construir un Estado que garantice a todos los ciudadanos la posibilidad de creer o no creer. La consecuencia de ello es que, en la medida que no se afecten ni el orden ni la moral pública (regresaré luego sobre este punto), ni los derechos de terceros, también se convierte en obligación del Estado garantizar el derecho de todos, incluidas las minorías, de vivir y practicar las acciones de acuerdo con sus creencias. Esto generará ciertamente muchos debates acerca de cuáles son los derechos humanos que se deben respetar y garantizar por el Estado y al mismo tiempo constituirá la plataforma sobre la cual pueden desarrollar su labor las organizaciones de defensa de los derechos sexuales y reproductivos.
La segunda razón, es que la libertad de conciencia genera inevitablemente una pluralidad de creencias, las cuales pueden ser o no religiosas, pero que obligan a la relativización de cada una de las creencias en el ámbito público y a la generación de normas morales y de conducta aceptables a todos, ajenas a una doctrina religiosa específica y por lo tanto seculares o laicas.
Los estadounidenses llaman a esto la “religión cívica”, herramienta mediante la cual todos los políticos hacen referencia a un Dios, sin por ello acudir a elementos confesionales de una sola Iglesia o religión. En México o en Francia, la solución que se le ha dado, por ejemplo en la escuela pública, es a mantenerla libre de toda influencia religiosa y a construir en ella una serie de valores comunes universales (democracia, tolerancia, respeto a la diversidad, libertad de conciencia, etc.) que permitan a los ciudadanos un ideal común, independientemente de las creencias religiosas o de convicción de cada quien. El respeto a la libertad de conciencia y la inevitable pluralidad de creencias ha conducido entonces a la formación de un espacio público secularizado (recordemos el registro de nacimientos y el matrimonio civil), en principio ajeno a la influencia de las doctrinas religiosas y basado en una moral pública decidida por la voluntad popular en función del interés público.
La tercera razón por la que el Estado laico está ligado a las libertades civiles en general y a los derechos sexuales y reproductivos en particular es porque la fuente de legitimidad del Estado ha cambiado. Luego entonces, las agrupaciones religiosas no son ya las que pueden influir sobre la conformación de las leyes o definir las políticas públicas. Éstas por el contrario son definidas por el pueblo, a través de sus formas de representación, particularmente las parlamentarias.
La soberanía popular es la única que puede definir, a partir de un cierto momento, lo que es válido de lo que no lo es, lo que es permitido de lo que es prohibido. Los derechos sexuales y reproductivos, más allá de su existencia innata, pueden ser reconocidos, defendidos y garantizados, en la medida que la voluntad popular así lo decide. Es en este punto donde encontramos la cuestión de la moral pública y su definición, siempre dinámica, en la medida que las costumbres de los pueblos se modifican y varían con el tiempo. Muchas cuestiones que antes eran prohibidas (un beso en la calle, el desnudo público, la convivencia entre homosexuales) ahora se permiten, porque precisamente la moral pública ha cambiado.
Ciertamente, la moral pública no puede estar totalmente secularizada, en la medida que las religiones forman parte esencial de la cultura de los pueblos y, por lo tanto, es imposible que no influyan en sus concepciones morales, sobre lo que es correcto o incorrecto, sobre lo que es bueno o malo. Los legisladores y los funcionarios públicos están influidos en su visión del mundo por sus respectivas religiones o cosmovisiones.
Pero hay dos aspectos que modifican completamente la definición de esta moral pública en una sociedad secularizada y en un Estado laico: en primer lugar, en virtud del creciente papel de la libertad de conciencia, es decir de la facultad de decidir lo que es bueno y malo a partir de una relación directa con Dios y ya no necesariamente a través de la intermediación eclesial, la moral pública ya no puede estar definida por una jerarquía y su interpretación de la doctrina.
La segunda razón es que los legisladores y funcionarios públicos, si bien tienen todos sus creencias personales (religiosas o de otro tipo), no deben ni pueden imponerlas al conjunto de la población. Legisladores y funcionarios deben responder esencialmente al interés público, que puede ser distinto a sus creencias personales. Así por ejemplo, un legislador puede no estar de acuerdo con el uso del condón, pero está obligado a emitir leyes que permitan y promocionen incluso el uso del mismo, para evitar que el Sida se convierta en una epidemia y por lo tanto en una problema de salud pública.
De la misma manera, un legislador puede en lo personal no estar de acuerdo en el aborto bajo ciertas circunstancias, pero la salud pública obliga a que el Estado atienda un problema existente, como es el de los abortos que se hacen clandestinamente y en condiciones de insalubridad que provocan muertes entre las mujeres que lo practican.
En suma, legisladores y funcionarios públicos no están en sus puestos a título personal, por lo que, si bien tienen el derecho a tener sus convicciones propias, en sus funciones deben responder ante todo al interés público, es decir el de todos.
Quienes defienden los derechos sexuales y reproductivos tienen por lo tanto la obligación de recordarles de manera permanente a legisladores y funcionarios públicos que su papel no es el de imponer políticas públicas a partir de sus creencias personales, sino el de llevar a cabo sus funciones de acuerdo con el interés público, definido por la voluntad popular mayoritaria, sin excluir los derechos de las minorías.
Por este conjunto de razones, se vuelve evidente que la defensa del Estado laico es central para la defensa de libertades civiles y dentro de éstas, de los derechos sexuales y reproductivos. |
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