viernes, 23 de septiembre de 2011

Las tentaciones


¿Permite Dios las tentaciones? ¿Es algo que podemos evitar?
Conoce el origen y las causas de las tentaciones para luchar efectivamente contra ellas.

No todas las tentaciones nos vienen del demonio; muchas nos vienen del mundo que nos rodea, incluso de amigos y conocidos. Otras provienen de fuerzas interiores, profundamente arraigadas en nosotros, qué llamamos pasiones, fuerzas imperfectamente controladas y, a menudo, rebeldes, que son resultado del pecado original. Pero, sea cual fuere el origen de la tentación, sabemos que, si queremos, siempre podremos vencerla: "fiel es Dios, dice San Pablo, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas" (I Cor. 10,13).

¿Cuál es entonces el motivo por el que Dios permite que seamos tentados? Porque precisamente venciendo la tentación adquirimos méritos delante de Él; porque las tentaciones encontradas y vencidas nos llevan a crecer en santidad. La frase de San Pablo que acabamos de citar termina así: "sino que de la misma tentación Dios os hará sacar provecho" (ib). Tendría poco mérito ser bueno si fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin tentaciones; en la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron venciéndolas.

Es claro que no podemos ganar en estas batallas nosotros solos. Contamos con la ayuda de Dios para reforzar nuestra debilitada voluntad. "Sin Mí, no podéis hacer nada" nos dice el Señor.

Su ayuda, su gracia, está a nuestra disposición en ilimitada abundancia, si la deseamos, si la buscamos. La confesión frecuente, la comunión y la oración habituales (especialmente a la hora de la tentación) nos harán inmunes a la tentación, si ponemos lo que está de nuestra parte. Sin embargo, sería tentar a Dios esperar que Él lo haga todo. Si no evitamos peligros innecesarios si, en la medida que podamos, no evitamos las circunstancias - las personas, lugares o cosas que puedan inducirnos a tentación -, no estamos cumpliendo por nuestra parte. Imprudentemente nos ponemos en peligro.

El demonio no sólo trata de dañarnos con las tentaciones, a veces pretende causar estragos con la posesión diabólica. En los últimos años se ha puesto de moda en argumentos cinematográficos el tema de la posesión diabólica que ciertamente existe, como queda de manifiesto en la Biblia y en la continua experiencia de la Iglesia. En ella, el diablo penetra en el cuerpo de una persona y controla sus actividades físicas: su palabra, sus movimientos, sus acciones. Pero el diablo no puede controlar su alma; la libertad del alma humana queda inviolada, y ni todos los demonios del infierno pueden forzarla. En la posesión diabólica el individuo pierde el control de sus acciones físicas, que pasan a un poder más fuerte, el del diablo. Lo que el cuerpo haga, lo hace el diablo, no ese individuo.

La Liturgia prescribe un rito especial para expulsar un demonio de una persona posesa, al cual se llama exorcismo. En ese rito el Cuerpo Místico de Cristo acude a su Cabeza, Jesús mismo, para que rompa la influencia del demonio sobre dicha persona. La función de exorcista es propia de todo sacerdote, pero no puede ejercerla oficialmente a no ser con permiso oficial del obispo, y siempre que una cuidadosa investigación haya demostrado que es un caso auténtico de posesión y no una simple enfermedad mental. El obispo debe seleccionar para este delicado Oficio a un sacerdote especialmente docto y santo, y ayudarlo de cerca con numerosas cautelas. No se puede jugar con el diablo, ni tomárselo a broma, ni buscar "emociones fuertes" cerca de su presencia. Es demasiado triste -y demasiado peligrosa- su realidad y su acción. Por eso, tampoco es prudente escuchar discos de música diabólica, ver películas u obras teatrales que se refieran a temas satánicos. Existe la obligación de no tomar parte ni como espectador ni como escucha; si al diablo, imprudentemente y con ligereza, se le invoca, seguramente por ahí andará.

La Guardia Personal

Siempre ha sido bueno para un hombre verse acompañado de quienes aspiran a los más nobles ideales y tienen gran talento. Su papel en la vida se empobrece si sólo trata a gente igual o inferior a él. Se enriquece, en cambio, si se relaciona con aquellos de quienes puede aprender alguna cosa, imitar en algo, emular en algo. Por ello, si no frecuenta la compañía de los ángeles, ha prescindido de una relación que podía haberle trasmitido esperanza, hacerle sentir orgulloso de pertenecer a la gran familia de los seres inteligentes, de la cual es el más modesto miembro, y darle confianza en sus esfuerzos, haciéndole saber que no está sólo.

Tal vez sea este el secreto del universal atractivo que los ángeles han ejercido siempre sobre el hombre. En el mundo angélico, el alma humana se siente a gusto, en su casa, como no lo puede estar en un mundo inferior; allí encuentra el común Lenguaje del espíritu, la rápida comprensión, la fácil simpatía e incuestionable ayuda que le permite ser él mismo y sentirse relajado y tranquilo. Porque lo mejor del hombre reside en el mundo del espíritu.

Que cada hombre tiene un ángel de la guarda personal no es materia de fe, pero sí algo creído comúnmente por todos los católicos. Aun cuando esta verdad no se encuentra explícitamente definida en la Escritura, y la Iglesia no la ha definido como dogma, la sostiene toda ella, tanto en el Magisterio como en el sentido universal de los fieles, que se apoya en la misma Escritura tal como ha sido entendida por la Tradición de la Iglesia.

Santo Tomás de Aquino aporta junto a otros muchos datos de conveniencia, dos de enorme sentido común. ¿Quién necesita guardia o protección?, preguntan. Por una parte, el que está débil o enfermo. Por otra, quien tiene enemigos más poderosos que Él. Luego del pecado, nuestra naturaleza humana quedó enferma y débil para la práctica del bien. Necesitamos, pues, quien nos cuide. Y tenemos (como cada día lo constatamos más claro en la sociedad moderna) la tremenda presencia de seres superiores que, con inteligencia preclara, están empeñados en dar muerte a nuestras almas.

Sí, en el mundo de los hombres, en su corazón, hay espacio suficiente para unos seres que no ocupan lugar.

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