martes, 27 de septiembre de 2011

Algunos ejercicios de piedad recomendados por el Magisterio



No es cuestión de hacer aquí un elenco de todos los ejercicios de piedad recomendados por el Magisterio. Sin embargo, se recuerdan algunos que merecen especial atención, para ofrecer algunas indicaciones sobre su desarrollo y sugerir, si fuera preciso, alguna corrección.

Escucha orante de la Palabra de Dios

La indicación conciliar de promover la «sagrada celebración de la palabra de Dios» en algunos momentos significativos del Año litúrgico puede encontrar, también, una aplicación válida en las manifestaciones de culto en honor de la Madre del Verbo encarnado. Esto se corresponde perfectamente con la tendencia general de la piedad cristiana, y refleja la convicción de que actuar como ella ante la Palabra de Dios es ya un obsequio excelente a la Virgen (cfr. Lc 2,19.51). Del mismo modo que en las celebraciones litúrgicas, también en los ejercicios de piedad los fieles deben escuchar con fe la Palabra, debe acogerla con amor y conservarla en el corazón; meditarla en su espíritu y proclamarla con sus labios; ponerla en práctica fielmente y conformar con ella toda su vida.

«Las celebraciones de la Palabra, por las posibilidades temáticas y estructurales que permiten, ofrecen múltiples elementos para encuentros de culto que sean a la vez expresiones de auténtica piedad y momento adecuado para desarrollar una catequesis sistemática sobre la Virgen. Sin embargo, la experiencia nos enseña que las celebraciones de la Palabra no pueden tener un carácter predominantemente intelectual o exclusivamente didáctico; por el contrario, deben dar lugar – en los cantos, en los textos de oración, en el modo de participar de los fieles – a formas de expresión sencillas y familiares, de la piedad popular, que hablan de modo inmediato al corazón del hombre».

El "Ángelus Domini"

El Ángelus Domini es la oración tradicional con que los fieles, tres veces al día, esto es, al alba, a mediodía y a la puesta del sol, conmemoran el anuncio del ángel Gabriel a María. El Ángelus es, pues, un recuerdo del acontecimiento salvífico por el que, según el designio del Padre, el Verbo, por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en las entrañas de la Virgen María.
La recitación del Ángelus está profundamente arraigada en la piedad del pueblo cristiano y es alentada por el ejemplo de los Romanos Pontífices. En algunos ambientes, las nuevas condiciones de nuestros días no favorecen la recitación del Ángelus, pero en otros muchos las dificultades son menores, por lo cual se debe procurar por todos los medios que se mantenga viva y se difunda esta devota costumbre, sugiriendo al menos la recitación de tres avemarías. La oración del Ángelus, por «su sencilla estructura, su carácter bíblico,... su ritmo casi litúrgico, que santifica diversos momentos de la jornada, su apertura al misterio pascual,... a través de los siglos conserva intacto su valor y su frescura.»

«Incluso es deseable que, en algunas ocasiones, sobre todo en las comunidades religiosas, en los santuarios dedicados a la Virgen, durante la celebración de algunos encuentros, el Ángelus Domini... sea solemnizado, por ejemplo, mediante el canto del Avemaría, la proclamación del Evangelio de la Anunciación» y el toque de campanas.

El «Regina caeli»

Durante el tiempo pascual, por disposición del Papa Benedicto XIV (20 de Abril de 1742), en lugar del Ángelus Domini se recita la célebre antífona Regina caeli. Esta antífona, que se remonta probablemente al siglo X-XI, asocia de una manera feliz el misterio de la encarnación del Verbo (el Señor, a quien has merecido llevar) con el acontecimiento pascual (resucitó, según su palabra), mientras que la «invitación a la alegría»(Alégrate) que la comunidad eclesial dirige a la Madre por la resurrección del Hijo, remite y depende de la «invitación a la alegría» («légrate, llena de gracia»: Lc 1,28) que Gabriel dirigió a la humilde Sierva del Señor, llamada a ser la madre del Mesías salvador.

Como se ha sugerido para el Ángelus, será conveniente a veces solemnizar el Regina caeli, además de con el canto de la antífona, mediante la proclamación del evangelio de la Resurrección.

El Rosario

El Rosario o Salterio de la Virgen es una de las oraciones más excelsas a la Madre del Señor. Por eso, «los Sumos Pontífices han exhortado repetidamente a los fieles a la recitación frecuente del santo Rosario, oración de impronta bíblica, centrada en la contemplación de los acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo, a quien estuvo asociada estrechamente la Virgen Madre. Son numerosos los testimonios de los Pastores y de hombres de vida santa sobre el valor y eficacia de esta oración».

El Rosario es una oración esencialmente contemplativa, cuya recitación «exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezcan, en quien ora, la meditación de los misterios de la vida del Señor». Está expresamente recomendado en la formación y en la vida espiritual de los clérigos y de los religiosos.

La Iglesia muestra su estima por la oración del santo Rosario al proponer un rito para la Bendición de los rosarios. Este rito subraya el carácter comunitario de la oración del rosario; la bendición de los rosarios se acompaña de la bendición a los que meditan los misterios de la vida, muerte y resurrección del Señor, para que «puedan establecer una armonía perfecta entre la oración y la vida».

Por otra parte, sería recomendable realizar la bendición de los rosarios, tal como sugiere el Bendicional, «con la participación del pueblo», durante las peregrinaciones a santuarios marianos, en las fiestas de la Virgen María, en especial la del Rosario, o al final del mes de Octubre.

A continuación se presentan algunas sugerencias que, conservando la naturaleza propia del Rosario, pueden hacer que su recitación sea más provechosa.

En algunas ocasiones la recitación de Rosario podría adquirir un tono celebrativo: «mediante la proclamación de lecturas bíblicas referidas a cada misterio, con el canto de algunas partes, mediante una distribución prudente de las diferentes funciones, con la solemnización de los momentos de inicio y conclusión de la oración».

Para los que recitan una tercera parte del Rosario, la costumbre distribuye los misterios según los días de la semana: gozosos (lunes y jueves), dolorosos (martes y viernes), gloriosos (miércoles, sábado y domingo).

Esta distribución, si se mantiene con demasiada rigidez, puede dar lugar a una oposición entre el contenido de los misterios y el contenido litúrgico del día: se pueden pensar, por ejemplo, en la recitación de los misterios dolorosos en el día de Navidad, cuando sea viernes. En estos casos se puede mantener que «la característica litúrgica de un determinado día debe prevalecer sobre su situación en la semana; pues no resulta ajeno a la naturaleza del Rosario realizar, según los días del Año litúrgico, oportunas sustituciones de los misterios, que permitan armonizar ulteriormente el ejercicio de piedad con el tiempo litúrgico».


Así, por ejemplo, actúan correctamente los fieles que el 6 de Enero, solemnidad de la Epifanía, recitan los misterios gozosos y como «quinto misterio» contemplan la adoración de los Magos, en lugar del episodio de Jesús perdido y hallado en el templo de Jerusalén. Obviamente, este tipo de sustituciones se debe realizar con ponderación, fidelidad a la Escritura y corrección litúrgica

Para favorecer la contemplación y para que la mente concuerde con la voz, los Pastores y los estudiosos han sugerido en muchas ocasiones restaurar el uso de la cláusula, una antigua estructura del Rosario que sin embargo nunca desapareció del todo.

La cláusula, que se adapta bien a la naturaleza repetitiva y meditativa del Rosario, consiste en una oración de relativo que sigue al nombre de Jesús y que recuerda el misterio enunciado. Una cláusula correcta, fija para cada decena, breve en su enunciado, fiel a la Escritura y a la Liturgia, puede resultar una valiosa ayuda para la recitación meditativa del santo Rosario.

«Al ilustrar a los fieles sobre el valor y belleza del Rosario se deben evitar expresiones que rebajen otras formas de piedad también excelentes o no tengan en cuenta la existencia de otras coronas marianas, también aprobadas por la Iglesia», o que puedan crear un sentimiento de culpa en quien no lo recita habitualmente: «el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo».


Las Letanías de la Virgen

Entre las formas de oración a la Virgen, recomendadas por el Magisterio, están las Letanías. Consisten en una prolongada serie de invocaciones dirigidas a la Virgen, que, al sucederse una a otra de manera uniforme, crean un flujo de oración caracterizado por una insistente alabanza-súplica. Las invocaciones, generalmente muy breves, constan de dos partes: la primera de alabanza («Virgo Clemens»), la segunda de súplica («ora pro nobis»).

En los libros litúrgicos del Rito Romano hay dos formularios de letanías: Las Letanías lauretanas, por las que los Romanos Pontífices han mostrado siempre su estima; las Letanías para el rito de coronación de una imagen de la Virgen María, que en algunas ocasiones pueden constituir una alternativa válida al formulario lauretano.

No sería útil, desde el punto de vista pastoral, una proliferación de formularios de letanías; por otra parte, una limitación excesiva no tendría suficientemente en cuenta las riquezas de algunas Iglesias locales o familias religiosas. Por ello, la Congregación para el Culto Divino ha exhortado a «tomar en consideración otros formularios antiguos o nuevos en uso en las Iglesias locales o Institutos religiosos, que resulten notables por su solidez estructural y la belleza de sus invocaciones».

Esta exhortación se refiere, evidentemente, a ámbitos locales o comunitarios bien precisos.

Como consecuencia de la prescripción del Papa León XIII de concluir, durante el mes de Octubre, la recitación del Rosario con el canto de las Letanías lauretanas, se creó en muchos fieles la convicción errónea de que las Letanías eran como una especie de apéndice del Rosario. En realidad, las Letanías son un acto de culto por sí mismas: pueden ser el elemento fundamental de un homenaje a la Virgen, pueden ser un canto procesional, formar parte de una celebración de la Palabra de Dios o de otras estructuras cultuales.

La consagración-entrega a María

A lo largo de la historia de la piedad aparecen diversas experiencias, personales y colectivas, de «consagración-entrega-dedicación a la Virgen» (oblatio, servitus, commendatio, dedicatio). Estas fórmulas aparecen en los devocionarios y en los estatutos de asociaciones marianas, en los cuales encontramos fórmulas de «consagración» y oraciones para la misma o en recuerdo de ella.

Respecto a la práctica piadosa de la «consagración a María» no son infrecuentes las expresiones de aprecio de los Romanos Pontífices y son conocidas las fórmulas que ellos han recitado públicamente.

Un conocido maestro de la espiritualidad que presenta dicha práctica es san Luis María Grignion de Montfort, «el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo».


A la luz del testamento de Cristo (cfr. Jn 19,25-27), el acto de «consagración» es el reconocimiento consciente del puesto singular que ocupa María de Nazaret en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, del valor ejemplar y universal de su testimonio evangélico, de la confianza en su intercesión y la eficacia de su patrocinio, de la multiforme función materna que desempeña, como verdadera madre en el orden de la gracia, a favor de todos y de cada uno de sus hijos.

Hay que notar, sin embargo, que el término «consagración» se usa con cierta amplitud e impropiedad: «se dice, por ejemplo "consagrar los niños a la Virgen", cuando en realidad sólo se pretende poner a los pequeños bajo la protección de la Virgen y pedir para ellos su bendición maternal».


Se entiende así la sugerencia de bastantes, de sustituir el término «consagración» por otros, como «entrega», «donación». De hecho, en nuestros días, los avances de la teología litúrgica y la exigencia consiguiente de un uso riguroso de los términos, sugieren que se reserve el término consagración a la ofrenda de uno mismo que tiene como término a Dios, como características la totalidad y la perpetuidad, como garantía la intervención de la Iglesia, como fundamento los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

En cualquier caso, con respecto a esta práctica es necesario instruir a los fieles sobre su naturaleza. Aunque tenga las características de una ofrenda total y perenne: es sólo analógica respecto a la «consagración a Dios»; debe ser fruto no de una emoción pasajera, sino una decisión personal, libre, madurada en el ámbito de una visión precisa del dinamismo de la gracia; se debe expresar de modo correcto, en una línea, por así decir, litúrgica: al Padre por Cristo en el Espíritu Santo, implorando la intercesión gloriosa de María, a la cual se confía totalmente, para guardar con fidelidad los compromisos bautismales y vivir en una actitud filial con respecto a ella; se debe realizar fuera del Sacrificio eucarístico, pues se trata de un acto de devoción que no se puede asimilar a la Liturgia: la entrega a María se distingue sustancialmente de otras formas de consagración litúrgica.

El escapulario del Carmen y otros escapularios

En la historia de la piedad mariana aparece la «devoción» a diversos escapularios, entre los que destaca el de la Virgen del Carmen. Su difusión es verdaderamente universal y sin duda se le aplican las palabras conciliares sobre las prácticas y ejercicios de piedad «recomendados a lo largo de los siglos por el Magisterio».

El escapulario del Carmen es una forma reducida del hábito religioso de la Orden de Hermanos de la bienaventurada Virgen del Monte Carmelo: se ha convertido en una devoción muy extendida e incluso más allá de la vinculación a la vida y espiritualidad de la familia carmelitana, el escapulario conserva una especie de sintonía con la misma.

El escapulario es un signo exterior de la relación especial, filial y confiada, que se establece entre la Virgen, Reina y Madre del Carmelo, y los devotos que se confían a ella con total entrega y recurren con toda confianza a su intercesión maternal; recuerda la primacía de la vida espiritual y la necesidad de la oración.

El escapulario se impone con un rito particular de la Iglesia, en el que se declara que «recuerda el propósito bautismal de revestirse de Cristo, con la ayuda de la Virgen Madre, solícita de nuestra conformación con el Verbo hecho hombre, para alabanza de la Trinidad, para que llevando el vestido nupcial, lleguemos a la patria del cielo».

La imposición del escapulario del Carmen, como la de otros escapularios, «se debe reconducir a la seriedad de sus orígenes: no debe ser un acto más o menos improvisado, sino el momento final de una cuidadosa preparación, en la que el fiel se hace consciente de la naturaleza y de los objetivos de la asociación a la que se adhiere y de los compromisos de vida que asume».

Las medallas marianas

A los fieles les gusta llevar colgadas del cuello, casi siempre, medallas con la imagen de la Virgen María. Son testimonio de fe, signo de veneración a la Santa Madre del Señor, expresiones de confianza en su protección maternal.

La Iglesia bendice estos objetos de piedad mariana, recordando que «sirven para rememorar el amor de Dios y para aumentar la confianza en la Virgen María», pero les advierte que no deben olvidar que la devoción a la Madre de Jesús exige sobre todo «un testimonio coherente de vida».

Entre las medallas marianas destaca, por su extraordinaria difusión, la denominada «medalla milagrosa». Tuvo su origen en las apariciones de la Virgen María, en 1830, a una humilde novicia de las Hijas de la Caridad, la futura santa Catalina Labouré. La medalla, acuñada conforme a las indicaciones de la Virgen a la Santa, ha sido llamada «microcosmos mariano» a causa de su rico simbolismo: recuerda el misterio de la Redención, el amor del Corazón de Cristo y del Corazón doloroso de Maria, la función mediadora de la Virgen, el misterio de la Iglesia, la relación entre la tierra y el cielo, entre la vida temporal y la vida eterna.

Un nuevo impulso para la difusión de la «medalla milagrosa» vino de san Maximiliano María Kolbe (+1941) y de los movimientos que inició o que se inspiraron en él. En 1917 adoptó la «medalla milagrosa» como distintivo de la Pía Unión de la Milicia de la Inmaculada, fundada por él en Roma, cuando era un joven religioso de los Hermanos Menores Conventuales.

La «medalla milagrosa», como el resto de las medallas de la Virgen y otros objetos de culto, no es un talismán ni debe conducir a una vana credulidad. La promesa de la Virgen, según la cual «los que la lleven recibirán grandes gracias», exige de los fieles una adhesión humilde y tenaz al mensaje cristiano, una oración perseverante y confiada, una conducta coherente.


Extracto del Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia


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