Pelagio y Juan
De la impureza
1. El abad Antonio decía: «Pienso que en el cuerpo existen movimientos carnales naturales. No operan si no se consiente en ellos, y se manifiestan en el cuerpo tan sólo como un movimiento sin pasión. Hay otros movimientos en el cuerpo que se fomentan y alimentan con la comida y la bebida y con ellas se excita el calor de la sangre para actuar. Y por eso dice el Apóstol: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje" (Ef 5, 18). Y también el Señor en el Evangelio dice a sus discípulos: "Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje y la embriaguez"». (Lc 21, 34).
«Finalmente se da otra especie de movimientos carnales entre los que luchan en la vida monástica: provienen de las insidias y de la envidia del demonio».
«Conviene pues saber que existen tres clases de movimientos carnales. Unos, de la naturaleza; otros, de la abundancia en el comer; los terceros, del demonio».
2. El abad Geroncio de Petra dijo: «Muchos de los que son tentados de deleites corporales, aunque no pequen corporalmente, pecan de pensamiento. Y aunque conserven la virginidad corporal, fornican en su alma. Por eso, carísimos, bueno es hacer lo que está escrito: "Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón"». (Prov 5).
3. El abad Casiano dijo: «El abad Moisés nos ha enseñado esto: "Es bueno no ocultar los pensamientos, sino descubrirlos a los Padres espirituales que tienen discernimiento de espíritu, pero no a los que sólo son ancianos por la edad. Porque muchos monjes, que fiándose solamente de la edad manifestaron sus pensamientos a quienes no tenían experiencia, en vez de consuelo encontraron desesperación"».
4. Había un hermano muy celoso de su perfección. Turbado por el demonio impuro, acudió a un anciano y le descubrió sus pensamientos. Éste, después de oírle, se indignó y le dijo que era un miserable, indigno de llevar el hábito monástico el que tenía tales pensamientos. Al oír estas palabras, el hermano, desesperado, abandonó su celda y se volvió al mundo. Pero por disposición divina se encontró con el abad Apolo. Éste, al verle turbado y muy triste, le preguntó: «Hijo mío, ¿cuál es la causa de una tristeza tan grande?». El otro, avergonzado, al principio no le contestó nada. Pero ante la insistencia del anciano, por saber de qué se trataba, acabó por confesar: «Me atormentan pensamientos impuros; he hablado con tal monje y, según él, no me queda ninguna esperanza de salvación. Desesperado, me vuelvo al mundo». Al oír esto el padre Apolo, como médico sabio, le exhortaba y le rogaba con mucha fuerza: «No te extrañes, hijo mío, ni te desesperes. Yo también, a pesar de mi edad y de mi modo de vivir soy muy molestado por esa clase de pensamientos. No te desanimes por estas dificultades, que se curan, no tanto por nuestro esfuerzo como por la misericordia de Dios. Por hoy, concédeme lo que te pido y vuelve a tu celda». El hermano así lo hizo. El abad Apolo se encaminó a la celda del anciano que le había hecho caer en desesperación. Y quedándose fuera, suplicó a Dios con muchas lágrimas: «Señor, tú que suscitas las tentaciones para nuestro provecho, traslada la lucha que padece aquel hermano a este viejo, para que aprenda por experiencia, en su vejez, lo que no le enseñaron sus muchos años, y se compadezca de los que sufren esta clase de tentaciones». Terminada su oración, vio un etíope de pie junto a la celda, que lanzaba flechas contra el viejo. Éste, al ser atravesado por ellas, se puso a andar de un lado a otro como si estuviese borracho. Y como no pudiese resistir, salió de su celda y por el mismo camino que el joven monje se volvía al mundo. El abad Apolo, sabiendo lo que pasaba, salió a su encuentro y le abordó diciendo: «¿Dónde vas, y cuál es la causa de tu turbación?». El otro sintió que el santo varón había comprendido lo que le pasaba y por vergüenza no decía nada. El abad Apolo le dijo: «Vuelve a tu celda y de ahora en adelante reconoce tu debilidad. Y piensa en el fondo de tu corazón, o que el diablo te ha ignorado hasta ahora, o que te ha despreciado porque no has merecido luchar contra él, como los varones virtuosos. ¿Qué digo combates? Ni un sólo día has podido resistir sus ataques. Esto te sucede porque cuando recibiste a ese joven atormentado por el enemigo común, en vez de reconfortarle en su diabólico combate con palabras de consuelo, lo sumiste en la desesperación, olvidando el sapientísimo precepto que nos manda: "Libra a los que son llevados a la muerte y retén a los que son conducidos al suplicio". (Prov. 14, 11). Y también has olvidado la palabra de nuestro Salvador: "La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante" (Mat 12, 20). Nadie podría soportar las insidias del enemigo, ni apagar o resistir los ardores de la naturaleza, sin la gracia de Dios que protege la debilidad humana. Pidámosle constantemente para que por su saludable providencia aleje de ti el azote que te ha enviado, pues es quien nos envía el sufrimiento y nos devuelve la salud. Golpea y su mano cura, humilla y levanta; mortifica y vivifica; hace bajar a los infiernos y los vuelve a sacar». (Cf. I Rc 2). Dicho esto, el anciano se puso en oración y el viejo se vio enseguida libre de sus tentaciones. Luego el abad Apolo le aconsejó que pidiese a Dios una lengua sabia, para que supiera hablar cada palabra a su tiempo.
5. Uno preguntó al abad Siro de Alejandría sobre los pensamientos impuros. Y él le respondió: «Si no tuvieses estos pensamientos no habría esperanza para ti, pues si no tienes pensamientos es porque cometes actos impuros. Me explico: "Si uno no lucha de pensamiento contra el pecado y no se opone a ellos con todas sus fuerzas, peca con su cuerpo. El que peca con su cuerpo no sufre molestias de sus pensamientos"».
6. Un anciano preguntó a un hermano: ¿No tienes costumbre de hablar con mujeres?». Y dijo el hermano: «No. Pero los pintores antiguos y modernos son los que provocan mis pensamientos así como algunos recuerdos me turban con imágenes de mujeres». El anciano le dijo: «No temas a los muertos, pero huye de los vivos, es decir, del consentimiento y de los actos pecaminosos. Y sobre todo, ora más».
7. El abad Matoés contaba que un hermano le dijo que era peor la maledicencia que la impureza. Yo le respondí: «Muy fuerte es tu afirmación». Y el hermano me dijo: «¿Por qué?». Y le dije: «La maledicencia es un mal, pero se cura rápidamente pues el que la comete hace penitencia diciendo: "He hablado mal", y se acabó. Pero la impureza lleva naturalmente a la muerte».
8. Decía el abad Pastor: «Como el guardaespaldas está junto al príncipe, preparado para cualquier eventualidad, así también conviene que el alma esté siempre preparada contra el demonio de la impureza».
9. Un hermano vino un día al abad Pastor y le dijo: «Padre, ¿qué debo hacer? Tengo tentaciones de impureza. He acudido al abad Ibistión y me ha dicho: "No debes permitir que permanezcan en tu alma"». Y el abad Pastor le dijo: «El abad Ibistión vive arriba en el cielo con los ángeles y no sabe que tú y yo somos combatidos por la impureza. Si el monje se mantiene en el desierto reteniendo su lengua y su apetito, puede estar tranquilo, no morirá».
10. Se cuenta de la abadesa Sara que durante trece años fue violentamente combatida por el demonio de la impureza. Y jamás pidió en su oración verse libre de esa lucha. Solamente decía: «Señor, dame fortaleza».
11. Se contaba también de ella: un día, este mismo demonio le atacó más encarnizadamente que otras veces, sugiriéndole pensamientos de las vanidades del mundo. Pero ella, sin apartarse del temor de Dios y de sus propósitos de abstinencia, subió a la terraza para orar. Y se le apareció corporalmente el espíritu de fornicación y le dijo: «Me has vencido, Sara». Y ella respondió: «No te he vencido yo; ha sido Cristo, mi Señor».
12. Un hermano fue atacado de impureza y la tentación era como un fuego que ardía, día y noche, en su corazón. Él luchaba sin condescender ni consentir con su pensamiento. Mucho tiempo después, la tentación desapareció sin conseguir nada, gracias a la perseverancia del hermano. Y enseguida una luz apareció en su corazón.
13. Otro hermano fue atacado de impureza. Se levantó de noche y fue a visitar a un anciano. Le contó sus pensamientos y el anciano le consoló. Confortado en ese consuelo volvió a su celda. Y de nuevo el espíritu de fornicación volvió al ataque. Y de nuevo acudió al anciano. Y la cosa se repitió muchas veces. El anciano no le desanimaba, sino que le decía lo que le podía ser útil en su situación: «No cedas al diablo ni aflojes en tu lucha. Por el contrario, a cada ataque del demonio, ven a buscarme y el demonio derrotado se alejará. Pues nada alegra más al demonio que el que se oculten sus tentaciones. Y nada le molesta más que el que le descubran sus pensamientos». Por once veces vino el hermano al anciano acusándose de sus pensamientos. La última vez el hermano dijo al anciano: «Sé caritativo conmigo y dime una palabra». Entonces el anciano le respondió: «Créeme hijo, si Dios permitiese que los pensamientos que combaten mi alma pudiesen pasar a la tuya, no podría soportarlos y caerías muy bajo». Dichas estas palabras, por la gran humildad del anciano, se apaciguó el espíritu de impureza en el hermano.
14. Otro hermano fue combatido de impureza. Luchó y redobló su abstinencia y durante catorce años se guardó de consentir a sus malos deseos. Luego vino a la asamblea y descubrió delante de todos lo que padecía. Y todos recibieron el mandato de socorrerle. Hicieron penitencia y oraron a Dios por él durante una semana y se apaciguó su tentación.
15. Un anciano decía de los pensamientos de impureza: «Eremita, ¿quieres salvarte después de tu muerte? Vete, trabaja, vete, mortifícate, busca y encontrarás. Vigila, llama y se te abrirá. En el mundo los atletas son coronados cuando se han curtido en la lucha y han demostrado su fortaleza. A veces, uno lucha contra dos, y estimulado por los golpes logra la victoria. ¿Has visto cuánta fuerza ha conseguido con sus ejercicios físicos en el gimnasio? Pues bien, tú también mantente firme y fuerte y el Señor combatirá contigo contra tu enemigo».
16. Del mismo tema de los pensamientos impuros dijo otro anciano: «Haz como el que pasa por la calle o por delante de una taberna y percibe el olor de la cocina y de los asados. El que quiere entra y come; el que no quiere sólo huele y se va. Haz tú lo mismo, rechaza ese mal olor, levántate y ora diciendo: "Hijo de Dios, ayúdame". Haz esto mismo para ahuyentar los otros pensamientos. Por otra parte no somos extirpadores de los pensamientos, sino combatientes».
17. Otro anciano decía de los pensamientos de impureza: «Los padecemos por negligencia. Pues si consideramos que Dios habita en nosotros, no dejaríamos entrar nada extraño en nuestra alma. Cristo, que mora en nosotros y vive con nosotros, es testigo de nuestra vida.
Por eso nosotros que lo llevamos con nosotros y le contemplamos, no debemos descuidarnos, sino santificarnos, como Él es santo. Mantengámonos sobre la piedra, y el maligno se estrellará contra ella. No temas, que no te puede vencer. Canta con valentía: "Los que confían en Yahveh son como el monte Sión, que es inconmovible, estable para siempre"». (Sal 124, 1).
18. Un hermano preguntó a un anciano: «Si un monje cae en pecado, se angustia porque de progresar en la virtud pasa a un estado peor y tiene que trabajar para levantarse. Al contrario, el que viene del mundo, como parte de cero, siempre progresa». El anciano le respondió: «El monje que sucumbe ante la tentación es como una casa que se derrumba. Y si reconsidera su vocación, reedifica la casa destruida. Encuentra muchos materiales útiles para el edificio, tiene los cimientos, piedras, arena y todas las otras cosas necesarias para la construcción, y así rápidamente levanta la casa. El que ni ha cavado, ni ha echado los cimientos, ni tiene nada de aquello que es necesario, ha de ponerse a la obra con la esperanza de terminarla un día. Lo mismo sucede si el monje sucumbe a la tentación. Si se vuelve a Dios, tiene toda la ayuda de la meditación de la ley divina, de la salmodia, del trabajo manual, de la oración y otras muchas cosas que son fundamentales. Al contrario, el novicio, mientras aprende todo esto, continúa en su estado primitivo».
19. Un hermano atormentado por el espíritu impuro, fue a visitar a un anciano muy notable y le rogaba, diciendo: «Hazme la caridad de rogar por mí, pues soy muy tentado de impureza». El anciano oró al Señor. Pero el hermano volvió por segunda vez repitiendo las mismas palabras. El anciano, por su parte, insistió en la oración al Señor diciendo: «Señor, revélame la causa de la acción del diablo contra este hermano, porque te lo he pedido, y no ha encontrado todavía la paz». Y el Señor le descubrió lo que le sucedía a aquel hermano. Vio al hermano sentado y a su lado el espíritu de fornicación, y como si jugase con él. Y el ángel enviado en su ayuda estaba en pie indignado contra el hermano, porque no se postraba ante Dios, antes se complacía en sus pensamientos volcando en ellos toda su atención. El anciano comprendió que la culpa era toda del hermano y le dijo: «Tú consientes en tus pensamientos». Y le enseñó cómo debía resistir a aquellos pensamientos. E instruido el hermano por la doctrina de aquel anciano y con la ayuda de su oración, encontró descanso para su tentación.
20. En cierta ocasión el discípulo de un anciano notable fue tentado de impureza. El anciano que veía su sufrimiento, le dijo: «¿Quieres que ruegue al Señor para que te libere de esta lucha?». El discípulo le respondió: «Padre, veo que estoy padeciendo mucho, pero siento también el fruto que saco de esta lucha. Por eso pide al Señor en tus oraciones que me dé la fuerza para resistir». Y su abad le dijo: «Ahora veo, hijo mío, lo mucho que has adelantado y que me has superado a mí».
21. Se cuenta que un anciano bajó a Scitia, con su hijo que todavía no había sido destetado, el cual, como se crió en el monasterio, no sabía que existieran mujeres. Cuando se hizo hombre, los demonios le presentaban de noche figuras de mujeres, y él admirado se lo comunicó a su padre. En cierta ocasión subió con su padre a Egipto y al ver mujeres le dijo: «Estas son las que se me presentaban de noche en Scitia». Y el anciano le dijo: «Hijo, estos son monjes que viven en el mundo. Usan un hábito distinto del de los ermitaños». Y se extrañó el anciano de que los demonios le hubieran presentado imágenes de mujeres en Scitia, y enseguida se volvieron a su celda.
22. En Scitia, se encontraba un hermano muy probado por las tentaciones. El enemigo le traía la memoria de una hermosa mujer y le atormentaba mucho. Y sucedió, por disposición divina, que otro hermano bajó de Egipto a Scitia. Y hablando entre ellos le comunicó la muerte de cierta persona. Era precisamente aquella mujer que turbaba al hermano. Al oírlo, tomó su manto y de noche acudió al lugar donde la habían enterrado. Cavó la tumba, limpió con su manto la sangre putrefacta de ella, y se volvió a su celda con ella. El olor era intolerable, pero él ponía ante sí aquella podredumbre y combatía sus pensamientos, diciendo: «Mira lo que tanto deseabas. Ya lo tienes, sáciate con ello». Y se impuso el tormento de ese hedor hasta que cesó dentro de su alma aquella lucha.
23. Una persona vino un día a Scitia para hacerse monje. Traía con él a su hijo que acababa de ser destetado. Cuando el niño se hizo adulto, los demonios empezaron a atacarle y a tentarle. Y dijo a su padre: «Voy a volver al mundo; pues no puedo dominar mis pasiones carnales». Su padre le animaba, pero él volvió a la carga: «No puedo aguantar más; padre, déjame marchar». Su padre le insistió: «Hijo, escúchame una vez más. Toma cuarenta panes y hojas de palma para cuarenta días de trabajo. Vete al interior del desierto, estáte allí cuarenta días y que se cumpla la voluntad de Dios». Obediente a su padre se fue al desierto, y permaneció allí, trabajando y tejiendo palmas secas y comiendo pan seco. Después de veinte días de hesyquia vio una aparición diabólica. Se puso en pie delante de él una especie de mujer etíope, de aspecto repugnante y fétido. Su hedor era tan insoportable que no lo podía aguantar y la arrojó lejos de sí. Y ella le dijo entonces: «Soy la que aparezco dulce en el corazón de los hombres. Pero por tu obediencia y perseverante ascesis, Dios no me ha permitido seducirte, sino que te di a conocer mi hedor». Él se levantó y, dando gracias a Dios, volvió a su padre y le dijo: «No quiero volver al mundo, padre. He visto la obra del diablo y he sentido su hedor». Su padre, que había sabido lo ocurrido por una revelación, le dijo: «Si te hubieras quedado allí cuarenta días y hubieras guardado mi mandato hasta el final, hubieras visto cosas más extraordinarias».
24. Un anciano moraba muy dentro del desierto. Tenía una pariente que hacía muchos años deseaba verle. Ella se enteró del lugar donde moraba, y se puso en camino hacia el desierto. Encontró a unos camelleros, se unió a ellos y con ellos se adentró en el desierto. Era llevada por el diablo. Llegando a la puerta del anciano se dio a conocer, diciendo: «Soy yo, tu pariente» y se quedó con él. Otro monje que moraba en la parte inferior del desierto, llenaba su jarra de agua a la hora de la comida; y de pronto se cayó la jarra y se derramó el agua. Y por inspiración de Dios, se dijo: «Iré al desierto y contaré a los ancianos esto que me ha sucedido con el agua». Se puso en marcha y como se hiciese tarde durmió en un templo pagano que había junto al camino. Y durante la noche oyó a los demonios que decían: «Esta noche haremos caer a aquel monje en la impureza». Al oírlo, se afligió mucho y llegándose al anciano lo encontró triste. Y le dijo: «¿Qué he de hacer, Padre? Lleno mi jarra de agua y a la hora de la comida se derrama toda». El anciano le respondió: «Vienes a preguntarme por qué se te cae la jarra. Y yo ¿qué debo hacer, pues esta noche he caído en la fornicación?». «Lo sabía», le respondió el otro. «¿Tú, cómo lo sabes?», le dijo el anciano. «Dormía en un templo y oí a los demonios hablar de ti», le contestó. Y el anciano dijo: «Me vuelvo al mundo». Pero el hermano le suplicaba: «No, Padre, quédate aquí; despide a esa mujer. Lo que te ha ocurrido ha sido obra del enemigo». El anciano le escuchó y se animó. Redobló su penitencia con muchas lágrimas, hasta que recobró su estado anterior.
25. Un anciano dijo: «El desprendimiento, el silencio y la meditación en secreto, engendran pureza».
26. Un hermano preguntó a un anciano: «Si alguno cae en tentación, ¿qué pasa con el escándalo de los demás?». Y el anciano le contó esta historia: «Había un diácono muy conocido en un monasterio de Egipto. Un magistrado, perseguido por el gobernador, vino con toda su familia al monasterio. Bajo la acción del maligno el diácono pecó con la mujer del magistrado y todos los hermanos se llenaron de vergüenza. El diácono fue a ver a un anciano y le contó lo sucedido. El anciano tenía una celda interior oculta. Cuando la vio el diácono le dijo: "Entiérrame aquí mismo vivo y no se lo digas a nadie". Y entró en aquella celda obscura e hizo allí verdadera penitencia. Mucho tiempo después aconteció que no se produjo la crecida del Nilo. Y mientras todos rezaban las letanías, le fue revelado a uno de los ancianos, que el agua del río no subiría, si no venía a rezar con ellos el diácono que estaba escondido en la celda de uno de los ancianos. Al oírlo, se admiraron mucho y fueron a sacarle del lugar donde estaba. Oró y subió el agua. Y los que se habían escandalizado de él, quedaron después edificados de su penitencia, y glorificaron a Dios».
27. Dos hermanos fueron a la ciudad para vender lo que habían fabricado. En la ciudad se separaron y uno de ellos cayó en la fornicación. Poco después llegó el otro hermano y le dijo: «Hermano, regresemos a nuestra celda». «No voy», respondió el otro. «¿Por qué no, hermano?». «Porque cuando me dejaste, dijo el otro, me vi tentado y pequé de impureza». Pero su hermano, queriéndoselo ganar, se puso a decirle: «También a mí me ha sucedido lo mismo, y después de dejarte he fornicado también. Pero volvamos y hagamos juntos penitencia con toda nuestra fuerza, y Dios nos perdonará aunque seamos pecadores». Al volver a su celda, contaron a los ancianos lo que les había ocurrido, y éstos les señalaron la penitencia que debían cumplir. Uno de ellos, sin embargo, no hacía penitencia por sí, sino por el otro hermano, como si también él hubiera pecado. Viendo Dios su penitencia y su caridad, a los pocos días descubrió a uno de los ancianos que por la gran caridad de aquel hermano, que no había pecado, había perdonado al que había fornicado. Esto en verdad es dar su vida por el hermano.
28. Un hermano fue un día a decir a un anciano: «Padre, mi hermano me abandona para ir no sé dónde y sufro por ello». El anciano le animaba: «Hermano, llévalo con paz, y Dios viendo tu sufrimiento y tu paciencia, lo traerá de nuevo junto a ti. Sabes que la severidad y la dureza no valen para hacer cambiar de idea a nadie. Pues el demonio no arroja al demonio. Más bien será con benignidad como conseguirás atraerlo. Dios mismo atrae a sí a los hombres por la persuasión». Y le contó lo que sigue: «Dos hermanos vivían en la Tebaida y habiendo uno de ellos pecado de impureza dijo al otro: "Voy a regresar al mundo". El otro llorando le dijo: "No permito, hermano, que te vayas, pierdas el fruto de tu trabajo y de tu virginidad". Pero el primero no lo aceptó: "No me quedaré, me iré. O vienes conmigo y de nuevo volveré contigo o déjame marchar y me quedaré en el mundo". El hermano fue a contar lo que le ocurría a un anciano venerable. "Vete con él, le dijo el anciano, y Dios por causa de tus sufrimientos no permitirá que sucumba". Y los dos hermanos volvieron al mundo. Llegaron a una aldea y viendo Dios la pena de aquel que por caridad y afecto acompañaba a su hermano, arrancó del otro su mal deseo. "Hermano, le dijo, volvamos al desierto. Supongamos que hubiese pecado con una mujer, ¿qué hubiera sacado de ello?". Y volvieron indemnes a su celda».
29. Un hermano tentado por el demonio fue a decir a un anciano: «Estos dos hermanos viven juntos y se portan mal». El anciano se dio cuenta que el demonio le engañaba y mandó llamar a los dos hermanos. Al llegar la noche, les preparó una estera y los cubrió con una manta, diciendo: «Los hijos de Dios tienen el alma grande y santa». Luego dijo a su discípulo: «Encierra a este hermano solo en una celda, pues tiene el vicio del que acusa a los otros».
30. Un hermano dijo a un anciano: «¿Qué debo hacer, pues me mata un pensamiento vergonzoso?» El anciano le respondió: «Cuando una mujer quiere destetar a su hijo se frota los senos con algo amargo, y cuando el niño viene a mamar, como de costumbre, siente ese gusto amargo y se va. Tú también, pon algo amargo en tus pensamientos». Y el hermano le preguntó: «¿Cuál es esa cosa amarga que debo poner?». «La meditación de la muerte y de los tormentos preparados para los pecadores en el siglo venidero», dijo el anciano.
31. Un hermano consultó a un anciano acerca de los pensamientos de impureza. Y el anciano le respondió: «Nunca he tenido tentaciones en esa materia». Y el hermano desalentado fue a contarlo a otro anciano: «Mira lo que me ha dicho aquel monje, y me ha escandalizado porque lo que me ha dicho supera las fuerzas de la naturaleza». El anciano le dijo: «No te ha dicho eso sin motivo este hombre de Dios. Vuelve a él, pídele perdón y que te aclare el sentido de sus palabras». El hermano volvió arrepentido al anciano, hizo una metanía y le dijo: «Perdóname, Padre, pues me porté como un tonto contigo y me marché sin despedirme. Te ruego me expliques por qué no te has visto nunca combatido por la impureza». El anciano le contestó: «Desde que soy monje nunca me he saciado de pan, ni de agua, ni de sueño. Y el tormento de todas estas privaciones no me ha permitido sentir el apetito de la impureza». El hermano se fue muy aprovechado de la respuesta del monje.
32. Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué debo hacer? Pienso continuamente cosas impuras, que no me dejan ni una hora de descanso y mi alma está muy afligida». El anciano le dijo: «Cuando los demonios siembren en tu corazón esos pensamientos, y tú te des cuenta, no discutas en tu interior. Lo propio del demonio es sugerir el mal. Pero aunque no dejen de molestarte no te pueden forzar. De ti depende el consentir o no». «Mas ¿qué he de hacer?, respondió el hermano, porque soy débil y me domina esta pasión». «Atiende a lo que voy a decirte, respondió el anciano, ¿sabes lo que hicieron los madianitas? Adornaron a sus hijas con sus mejores galas, y las expusieron delante de los israelitas, pero no obligaron a nadie a pecar con ellas, sino los que quisieron cohabitaron con ellas. Los demás se indignaron y se vengaron con la muerte de aquellos que quisieron inducirles a la fornicación. Así hay que combatir a la impureza. Cuando empiece a hablar en el fondo de tu corazón no le respondas. Levántate, ora y haz penitencia, diciendo: "¡Hijo de Dios, ten piedad de mí!"». Dijo el hermano: «Padre, hago meditación, pero no siento la compunción del corazón, porque no entiendo el sentido de las palabras». Y el anciano le dijo: «Sigue meditando. Oí al abad Pastor y a otros Padres estas palabras: "El encantador no entiende las palabras que pronuncia, pero la serpiente las oye, las entiende, se humilla y se somete al encantador". Hagamos lo mismo, aunque ignoremos el sentido de las palabras que pronunciamos; los demonios las escuchan, se espantan y huyen».
33. Decía un anciano: «Los pensamientos de impureza son frágiles como el papiro. Si vienen sobre nosotros y los rechazamos sin consentir en ellos, se quiebran sin esfuerzo. Pero si cuando se presentan nos deleitamos con ellos y consentimos, se hacen como el hierro y es difícil destruirlos. Por eso es necesario tener discreción en nuestro pensar, para que sepamos que para el que consiente no hay esperanza de salvación. En cambio para los que no consienten les está reservada la corona».
34. Dos hermanos combatidos de impureza, abandonaron el monasterio con intención de contraer matrimonio. Pero luego se dijeron el uno al otro: «¿Qué hemos ganado abandonando nuestro estado angélico por este estado de corrupción, al que seguirá el fuego y los tormentos? Volvamos al desierto y hagamos penitencia de lo que hemos intentado hacer». De vuelta al desierto, confesaron su falta y rogaron a los Padres que les impusieran una penitencia. Los ancianos les encerraron un año entero y a cada uno se le daba la misma cantidad de pan y la misma medida de agua, pues los dos parecían tener las mismas fuerzas. Al terminar su penitencia salieron los dos. Y los Padres vieron que uno de ellos estaba pálido y muy triste; el otro, en cambio, robusto y muy alegre. Y se admiraron porque los dos habían recibido la misma cantidad de comida y de bebida. Y preguntaron al que estaba triste y abatido: «¿En qué pensabas en tu celda?». Y respondió: «En el mal que había hecho y en el castigo que me sobrevendría, y el temor hacía que la piel se adhiriese a mis huesos». Hicieron la misma pregunta al otro y contestó: «Daba gracias a Dios por haberme librado de las miserias de este mundo y de las penas del siglo venidero y por haberme devuelto a este estado angélico. Y me llenaba de alegría al pensar continuamente en Dios». Los ancianos dijeron: «Ante Dios la penitencia de los dos tiene el mismo valor».
35. Un anciano cayó gravemente enfermo en Scitia, y los hermanos le servían. Y al ver el trabajo que les daba, dijo: «Iré a Egipto para no molestar a estos hermanos». Pero el abad Moisés le aconsejó: «No vayas porque caerás en la impureza». El anciano se entristeció y le dijo: «Mi cuerpo está muerto, ¿y tú me dices esto?». Y se marchó a Egipto. Al conocer su llegada, los habitantes de los alrededores le trajeron muchos presentes. Y vino también una virgen fiel para servir al anciano enfermo. Poco después, sintiéndose mejor, pecó con ella y ésta concibió. Los vecinos del lugar le preguntaron de quién era aquel niño y ella contestó: «Es del viejo». Pero ellos no querían darle crédito. Y el anciano les dijo entonces: «Sí, es mío. Cuidad al niño cuando ella dé a luz». Después de nacer el niño y ya destetado, el anciano tomó al niño sobre sus hombros y volvió a Scitia en un día de gran fiesta. Y entró en la iglesia ante toda la multitud de los hermanos. Estos al verle se echaron a llorar. Y él les dijo: «¿Veis este niño? Es hijo de mi desobediencia. Tened cuidado hermanos míos, que yo he hecho esto en mi vejez, y rogad por mí». Y volviendo a su celda, se entregó a su antiguo modo de vida.
36. Los demonios tentaron muy violentamente a un hermano. Tomando la forma de hermosas mujeres, durante cuarenta días se esforzaron sin interrupción por hacerle cometer el pecado. Pero como él resistió virilmente el combate, sin dejarse vencer en lo más mínimo, Dios, que contemplaba aquella hermosa lucha, le concedió la gracia de no padecer en adelante ninguna tentación carnal.
37. Un anacoreta vivía en el Bajo Egipto, y era muy célebre porque vivía solo en su monasterio, en un lugar desértico. Y por instigación del diablo, una mujer depravada que oyó hablar de él dijo a unos jóvenes: «¿Qué me queréis dar y haré caer a vuestro anacoreta?». Y ellos concertaron lo que le darían. Salió por la tarde y llegó a la celda simulando haberse extraviado. Llamó, salió a abrir el ermitaño y al verla se turbó. Y le dijo: «¿Cómo has llegado hasta aquí?». Ella respondió llorando: «Me he extraviado». Conmovido el monje la hizo pasar al patio. Luego, él entró en su celda y cerró por dentro. Pero la infeliz gritaba: «Padre, unas bestias feroces me devoran». El monje se turbó de nuevo, y temiendo el juicio de Dios, se decía: «¿De dónde me viene esta desgracia?». Y abriendo la puerta la introdujo dentro. Y empezó el diablo a tentarle con ella, como si le lanzara flechas al corazón. Y entendiendo el anciano que las tentaciones venían del demonio, se decía a sí mismo: «Los caminos del enemigo son tinieblas; el Hijo de Dios es luz». Y levantándose encendió su lámpara. Pero como la pasión le devoraba, dijo: «Los que hacen eso van al suplicio. Prueba, pues, si puedes soportar el fuego eterno». Y puso su dedo sobre la llama. Este arde y quema, pero no lo siente, por el fuego violento de su pasión carnal. Y continuó así hasta el amanecer quemando todos sus dedos. Entre tanto la infeliz, al ver lo que hacía, atemorizada, se quedó como una piedra. Por la mañana llegaron los jóvenes y preguntaron al monje: «¿Vino una mujer ayer noche?». «Sí, respondió, está durmiendo aquí». Entraron y la encontraron muerta. Y gritaron: «¡Padre, está muerta!». Entonces, el monje apartó su manto y les mostró las manos, diciendo: «Mirad lo que ha hecho conmigo esta hija de Satanás: me ha hecho perder todos mis dedos». Y les contó lo sucedido y añadió: «Está escrito: no devuelvas mal por mal». Y poniéndose en oración la resucitó. La mujer se convirtió y llevó una vida casta el resto de su vida.
38. Un hermano se vio tentado de impureza, abandonó el desierto, llegó a cierta aldea de Egipto, vio a la hija de un sacerdote pagano y se enamoró de ella, y dijo a su padre: «Dámela por mujer». Él le respondió: «No te la puedo dar sin consultar antes con mi dios». Y acudiendo al demonio, al cual adoraba, le dijo: «Un monje ha acudido a mí, porque quiere casarse con mi hija. ¿Se la doy por esposa?». Y el demonio le respondió: «Pregúntale si reniega de su Dios, de su bautismo y de su profesión de monje». Y el sacerdote acercándose al hermano le dijo: «Reniega de tu Dios, de tu bautismo y de tu estado de monje y te daré mi hija». El monje accedió, y al punto vio una paloma que salía de su boca y subía al cielo. Volvió el sacerdote al demonio y le dijo: «Ha prometido hacer aquellas tres cosas». Pero el demonio respondió: «No le des como esposa a tu hija, pues su Dios no le ha abandonado y le sigue ayudando todavía». El sacerdote volvió a decir al hermano: «No te puedo dar a mi hija, porque tu Dios te ayuda todavía y no te ha abandonado». Al oír esto el hermano pensó: «Si Dios me demuestra tanta bondad, habiendo yo, infeliz, renegado de Él, de mi bautismo y de mi profesión de monje, verdaderamente bueno es este Dios que me ayuda así ahora que soy tan perverso. Entonces, ¿por qué voy a apartarme de Él?». Y volviendo en sí, recobró la calma y volvió al desierto para contar a un anciano venerable lo que le había sucedido. Y el anciano le dijo: «Quédate conmigo en esta cueva, ayuna tres semanas seguidas, y yo rogaré a Dios por ti». El anciano hizo penitencia por el hermano y oró a Dios diciendo: «Os ruego, Señor, que me deis esta alma y que aceptéis su penitencia». Y Dios escuchó su oración. Al terminar la primera semana, el anciano se presentó al hermano, y le preguntó: «¿Has visto algo?». Y el joven respondió: «Sí, he visto una paloma arriba en el cielo, muy por encima de mi cabeza». Y el anciano le aconsejó: «Vigila y ruega intensamente a Dios». Al final de la segunda semana volvió el anciano a preguntar al hermano: «¿Has visto algo?». «He visto la paloma que se acercaba a mi cabeza», respondió el hermano. Y el anciano le recomendó el dominio de su mente y la oración ferviente. Al terminar la tercera semana, volvió de nuevo el anciano para preguntarle: «¿Has visto algo más?». Y le respondió el hermano: «Vi la paloma posarse sobre mi cabeza. Alargué la mano para cogerla, pero echó a volar y entró en mi boca». Entonces el anciano dio gracias a Dios y dijo al hermano: «Dios ha aceptado tu penitencia. En adelante vigila y ten cuidado de ti». El hermano le contestó: «Desde ahora me quedaré contigo hasta la muerte».
39. Un anciano de Tebas contó lo que sigue: «Soy hijo de un sacerdote pagano. Siendo niño iba al templo y veía a menudo a mi padre entrar allí para ofrecer sacrificios al ídolo. Y un día, entré furtivamente detrás de él y vi a Satanás sentado y rodeado de todo su ejército de pie ante él. Y uno de los jefes se acercó para adorarle. "¿De dónde vienes?", le preguntó Satanás, y el demonio le respondió: "He estado en tal región y he provocado guerras y grandes perturbaciones, con mucho derramamiento de sangre, y he venido a comunicártelo". Satán le preguntó: "¿Cuánto tiempo has empleado en esto?". "Treinta días", respondió el diablo. Y Satanás mandó azotarlo, mientras decía: "¡Tanto tiempo para hacer esto!". Y otro demonio se adelantó para adorarle, y Satanás le preguntó: "¿De dónde vienes?". "Del mar. He levantado tempestades, hundido muchas naves y matado a muchos hombres, y he venido a contártelo", respondió. "¿En cuánto tiempo?", preguntó Satanás. "En veinte días", le contestó. Y mandó azotarlo, diciéndole: "En tantos días, ¿sólo hiciste esto?". Y un tercer demonio se postró para adorarle. Y le dijo: "¿De dónde vienes?". "He estado en tal ciudad. En unas bodas he provocado disputas y he hecho que se derramara mucha sangre. Además maté al esposo y he venido a decírtelo". Y preguntó Satán: "¿En cuánto tiempo?". "En diez días", contestó. Y también fue azotado por haber tardado tanto tiempo. Se acercó a adorarle otro demonio, y volvió a preguntar Satanás: "¿De dónde vienes?". "He estado en el desierto. Hace cuarenta años que lucho contra un monje, y por fin esta noche le he hecho caer en impureza". Al oír esto, Satanás se levantó, le abrazó y, quitándose su corona, se la colocó en la cabeza y le hizo sentar en su mismo trono mientras le decía: "¡Bravo, has hecho una gran hazaña!". Cuando oí y vi esto, me dije a mí mismo: "Ciertamente es una gran cosa el estado monacal"».
40. Un anciano que había vivido casado en el mundo, después de su retiro al desierto se veía frecuentemente tentado por el recuerdo de su mujer, y se lo contó a los Padres. Estos, sabiendo que era esforzado y que hacía más de lo que se le pedía, le impusieron una tarea capaz de debilitar su cuerpo hasta el punto que no pudiese levantarse. Por disposición de Dios, vino un Padre para establecerse en Scitia. Pasó junto a la celda del anciano, la vio abierta y pasó de largo admirándose de que nadie saliese a su encuentro. Volvió sobre sus pasos y llamó diciendo: «No sea que esté enfermo el hermano que vive en esta celda». Luego entró y lo encontró muy enfermo. Y le dijo: «¿Qué te pasa, Padre?». El otro le contó su historia: «He vivido en el mundo y ahora el enemigo me atormenta con el recuerdo de mi mujer. Se lo conté a los Padres y me han impuesto una serie de prácticas penosas. He querido cumplirlas en obediencia plena, pero me faltan las fuerzas y sin embargo la tentación crece». A estas palabras, el anciano se entristeció y le dijo: «En verdad, los Padres, como personas autorizadas, tuvieron sus razones para imponerte estos trabajos que te agotan. Pero según mi humilde entender, deja todo esto, toma algo de alimento a su tiempo y repara tus fuerzas. Reza el oficio divino y abandónate en Dios, ya que con tus solas fuerzas no podrás triunfar. Nuestro cuerpo es como un vestido. Si no se le cuida se echa a perder». El hermano hizo lo que se le dijo, y pocos días después le dejó la tentación.
41. Un anacoreta, muy avanzado en la vida espiritual, vivía hacía mucho tiempo cerca de Antinoé. Y muchos se aprovechaban tanto de sus palabras como de sus ejemplos. Por eso el diablo le envidiaba, como le ocurre con todos los varones virtuosos. Y bajo capa de piedad le sugirió que no debía de ayudarse ni ser servido de los demás, sino que, al contrario, él debía servir a los otros. Y el demonio le sugirió esta idea: «Ya que no ayudas a los demás por lo menos sírvete a ti mismo. Vende en la ciudad las cestas que fabricas, compra lo que necesites y vuelve a tu soledad para que no seas gravoso a nadie». Se lo sugería el diablo porque envidiaba su hesychia, el mucho tiempo que consagraba a Dios y el provecho que muchos sacaban de ello. Por eso el demonio tenía prisa en tenderle una trampa para hacerle caer. El ermitaño, pensando que era una buena idea, se dispuso a salir de su monasterio. Y aunque todos le admiraban, sin embargo, desconocía esta clase de trampas. Mucho tiempo después encontró una mujer y dada su falta de experiencia y cautela, le engañó y se enamoró de ella. Se fue a un lugar retirado, con el diablo sobre sus pasos, y pecó junto a un río. Y pensó en la alegría del enemigo con ocasión de su ruina, cayó en desesperación porque había ofendido tan gravemente al Espíritu de Dios, y recordando a los santos ángeles y a tantos Padres venerables, que aunque vivían en las ciudades habían triunfado del demonio, se afligió mucho porque no podía parecerse a ninguno de ellos, olvidando que Dios da su fortaleza a los que se convierten a Él con devoción. En su ceguera, no viendo como curar su pecado, quiso arrojarse al río para dar alegría completa al demonio. Por el intenso sufrimiento de su alma enfermó también su cuerpo. Y si no le hubiera socorrido la misericordia de Dios, hubiera muerto sin penitencia, con gran gozo del enemigo. Vuelto finalmente en sí, se propuso llevar a cabo una penosa penitencia rogando a Dios con llanto y lágrimas. Volvió al monasterio, clavó la puerta de su celda y se puso a llorar a Dios con súplica incesante como se hace con los muertos. Su cuerpo se debilitó a fuerza de velar y ayunar, pero él no mitigaba su penitencia, pues no tenía la seguridad de que fuese suficiente. Los hermanos, tratando de ayudarle, venían a verle y llamaban a la puerta, pero él les contestaba que no podía abrir: «He hecho voto de hacer durante un año una vida de absoluta penitencia. Orad por mí», les decía. No sabía qué responder sin que ellos se escandalizasen por lo ocurrido, ya que era tenido por todos como un monje respetable y de gran virtud. Y durante todo el año practicó un riguroso ayuno y una dura penitencia. Por Pascua, la noche misma de la Resurrección, tomó una candela nueva y la puso en un cántaro nuevo. Lo tapó con una tapadera y se puso en oración desde el atardecer diciendo: «Oh Dios, compasivo y misericordioso, que quieres salvar aun a los mismos paganos para que vengan al conocimiento de la verdad, me refugio en ti, Salvador de los fieles. Ten piedad de mí que tanto te ofendí, proporcioné un gozo grande al enemigo y he muerto por obedecerle. Tú, Señor que te apiadas de los impíos y de los que carecen de misericordia, Tú que mandas tener misericordia con el prójimo, ten piedad de mi abyección. Para Ti no hay nada imposible y mira que mi alma es llevada como polvo al borde del infierno. Ten piedad de mí, pues eres benigno y misericordioso con esta criatura tuya. Tú, que resucitarás los cuerpos de los que ya no viven el día de la Resurrección, ¡escúchame, Señor, que mi corazón desfallece y mi alma es muy desgraciada! Mi cuerpo, que tanto he manchado, está extenuado. Ya no tengo fuerzas para vivir porque me falta la esperanza. Perdona este pecado por el cual he hecho penitencia, pecado doble porque he desesperado. Devuélveme la vida, que estoy arrepentido, y ordena a tu fuego encender esta lámpara. Para que seguro de tu misericordia y de tu perdón por todo el resto de mi vida, guarde tus mandamientos, no me aparte de tu santo temor y te sirva con mayor fidelidad que antes». Y orando con muchas lágrimas la noche misma de la Resurrección del Señor, se levantó para ver si se había encendido la candela. Y descubriendo el vaso vio que no se había encendido. Cayó de nuevo rostro en tierra, rogando a Dios con estas palabras: «Sé, Señor, que la batalla la preparaste para que fuese coronado. Pero no supe mantenerme firme, y teniendo en más los placeres de la carne, he preferido los tormentos de los impíos. Perdóname, Señor, de nuevo confieso a tu bondad mi infamia, delante de los ángeles y delante de todos los justos y la confesaré también delante de todos los hombres si no fuera escándalo para ellos. Señor, ten piedad de mí para que pueda enseñar a los demás, Señor, dame la vida». Repitió tres veces esta oración y fue escuchado. Y levantándose encontró encendida la candela, con gran brillo. Y ebrio de esperanza, y confortado de gozo su corazón, admiró la gracia de Dios que así le perdonaba sus pecados y daba así satisfacción a su alma como se lo había pedido. Y decía: «Te doy gracias, Señor, porque has tenido piedad de mí que no soy digno siquiera de vivir en este mundo, y que con este nuevo y maravilloso milagro me has devuelto la confianza. Tú perdonas misericordiosamente a las almas que has creado». Y perseverando en su oración amaneció el día. Y alegrándose de este modo en el Señor se olvidó de la comida. El fuego de su lámpara se mantuvo durante toda su vida, añadiéndole aceite cuando era necesario, y velando para que no se apagase. Y de nuevo habitó en el Espíritu divino, y se hizo insigne ante los demás, dando testimonio de su humildad por la confesión y acción de gracias a Dios con gran alegría. Finalmente, unos días antes de su muerte tuvo revelación de su tránsito al Padre.
Sentencias de los Padres del Desierto
Unos hermanos preguntaron al abad Agatón: «Padre, ¿cuál es la virtud que exige más esfuerzo en la vida religiosa?». El les respondió: «Perdonadme, pero estimo que nada exige tanto trabajo como el orar a Dios. Si el hombre quiere orar a su Dios, los demonios, sus enemigos, se apresurarán a interrumpir su oración, pues saben muy bien que nada les hace tanto daño como la oración que sube hacia Dios. En cualquier otro trabajo que emprenda el hombre en la vida religiosa, por mucho esfuerzo y paciencia que dicho trabajo exija, tendrá y logrará algún descanso. La oración exige un penoso y duro combare hasta el último suspiro».
Preguntaron unos al abad Macario: «¿Cómo debemos orar?». Y él les dijo: «No es preciso hablar mucho en la oración, sino levantar con frecuencia las manos y decir: "Señor, ten piedad de mi, como tú quieres y como tu sabes". Si tu alma se ve atribulada, di: "¡Ayúdame!". Y como Dios sabe lo que nos conviene, se compadece de nosotros».
Un anciano decía: «Si un monje ora tan sólo cuando está en pie para la oración, no ora nunca»
Preguntó uno al abad Antonio: «¿Qué debo hacer para agradar a Dios?» El anciano le respondió: «Guarda esto que te mando: donde quiera que vayas, ten siempre a Dios ante tus ojos, en todo lo que hagas, busca la aprobación de las Sagradas Escrituras; y donde quiera que mores, no cambies fácilmente de lugar. Guarda estas tres cosas y te salvarás».
El abad Pastor dijo: «El cuidado del corazón, el examen de si mismo y el discernimiento, son las tres virtudes que guían al alma».
Los ancianos decían: «A todo pensamiento que re venga, dile: "¿Eres de los nuestros, o vienes del enemigo?". Y ciertamente él lo confesará».
abandono
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