La oración es muchas veces estar, callar, contemplar, agradecer, sufrir y esperar. Hoy María nos da una gran lección. Se ofrece junto a su Hijo estando, callando, contemplando, sufriendo y esperando.
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27)
En la cruz la maternidad de María llega a su culmen. Su presencia es expresada en el Evangelio de modo sencillo pero profundo: “estaba”. Sí, estaba firme y fiel. No pudo dejar a su Hijo solo como casi todos los discípulos. Su presencia fue quizás el único consuelo de Jesús. Las miradas se cruzan y se dicen todo en silencio, pues el dolor tiene un modo misterioso y callado de comunicarse. “Aquí estoy hijo mío. Aquí estoy Madre mía”.
Nuestra oración en el dolor y el dolor convertido en oración debe ser también un presentarse, un hacerse don para Dios. Como estamos, como somos, con las pocas fuerzas que tengamos. Con nuestra fe debilitada, con nuestra esperanza puesta a prueba, con nuestro amor cansado por la intensidad y la distancia recorrida.
Es la oración de quien se toma en serio la Santa Misa cuando el sacerdote dice: “Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso”. Sí es hacer agradable mi sufrimiento, santificarlo por la entrega a quien lo redimió desde la cruz. Es ofrecerse al Padre, dejar el corazón quede abierto, expuesto, débil y necesitado para que Dios pueda entrar, habitarlo, vendarlo y curarlo: «Pues él es el que hiere y el que venda la herida, el que llaga y luego cura con su mano» (Job 5,18)
Hay que hacer silencio, hay que apartar todo pensamiento y contemplar. Sí, contemplar por un lado al Padre, ofreciendo su Hijo al mundo, clavado en la cruz y por otro, a María ofreciéndose también junto a su Hijo, firme y fiel, junto a la cruz.
«Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10). El silencio de María se convierte en el silencio del Padre, y el silencio del Padre se convierte en el silencio de María. Madre del Hijo, silencio del Padre. Padre del Hijo, silencio de la Madre… Por eso ella es capaz de vivir la esperanza, porque sabe que el silencio del Padre está cargado de promesas, en su interior tiene la certeza de que su Hijo resucitará. La Palabra vivirá en silencio por tres días, para después hablar definitivamente con su victoria. El silencio es preparación, esperanza, es dejar a Dios llenar nuestra angustia con su presencia y agarrarse de su mano cuando más nos aprieta para que no nos soltemos de Él.
Cuando confiamos en Dios, nuestra esperanza es recompensada y el silencio prorrumpe en un himno de alabanza al contemplar los milagros que Dios obra en nuestro favor. María nos enseña a vivir el silencio de la cruz y del sábado santo con paz, pero sobre todo con profunda confianza. Repasa tu vida, como lo hizo María el sábado santo. Tantas palabras que ahora resuenan con un eco especial: «Su nombre será Emmanuel, Dios con nosotros (Mt 1,23); Y a ti misma una espada te atravesará el alma (Lc 2,35); ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49).
María asume su soledad en actitud orante y por eso lo que en principio se ve como la “ausencia” del Hijo que muere, se transforma en una “Presencia” incluso más real que la física a pesar de ser espiritual: es la unión de voluntades y de corazones. En la oración Cristo es mío y yo soy de Cristo, nunca estoy sólo. Haz la prueba en la oración. Asume, toma, recibe y experimenta tu dolor, soledad en esta actitud de quien ora con confianza.
Ella no se resiste a la obra de la cruz, no pone condiciones, no cuestiona el proceder del Padre. Sabe que la cruz es el instrumento que socava el interior, que ayuda a hacer más hondo el propio vacío para que el Señor lo colme. La cruz duele cuando se rechaza y se reniega, pero es liviana cuando se agradece y se abraza como don de Dios. No podré llenarme de Él si estoy lleno de mí mismo, por eso necesito la cruz.
La cruz es la respuesta de Dios al pecado del hombre. La dulce compañía y presencia de María junto a la cruz es su respuesta al pecado del hombre, de todo hombre, porque es Madre, sí, Madre del Hijo, pero también Madre nuestra. Nuestra cruz estará siempre bendecida con la presencia amorosa de Cristo y con la compañía cariñosa de María. No te olvides. Ella te ayudará a vaciarte desde la cruz para que Dios te llene con su presencia, para que el pecado desaparezca de tu vida. La cruz es señal de salvación, es la señal de que Él ha vencido y en Él tú también. Ánimo, Él y Ella estarán siempre a tu lado.
2. Toma un lugar junto a María ante la cruz y une tu dolor al suyo y al de Cristo. Siente que la carga es más liviana en esta trilogía de amor.
3. Únete a la Madre en el arte de la esperanza: aguarda a Jesús que va a resucitar, la vida vence a la muerte, la alegría a la tristeza.
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27)
Permanecer junto a la cruz uniendo el propio dolor al de Jesús
El dolor es presencia, ofrecimiento y escucha. Un idioma que pocos todavía hemos aprendido a “hablar”. Santuario íntimo donde se encuentran los que se aman. Sobran las palabras porque los dos se acogen con miradas, gestos y el mutuo ofrecimiento. Es la presencia del Amor de Dios. Es poseerse para dar lo más íntimo y profundo, el sufrimiento, lo único que sí nos pertenece. Es entregarse a pedacitos, arrancarse el corazón poco a poco para regalarlo a la persona Amada.En la cruz la maternidad de María llega a su culmen. Su presencia es expresada en el Evangelio de modo sencillo pero profundo: “estaba”. Sí, estaba firme y fiel. No pudo dejar a su Hijo solo como casi todos los discípulos. Su presencia fue quizás el único consuelo de Jesús. Las miradas se cruzan y se dicen todo en silencio, pues el dolor tiene un modo misterioso y callado de comunicarse. “Aquí estoy hijo mío. Aquí estoy Madre mía”.
Nuestra oración en el dolor y el dolor convertido en oración debe ser también un presentarse, un hacerse don para Dios. Como estamos, como somos, con las pocas fuerzas que tengamos. Con nuestra fe debilitada, con nuestra esperanza puesta a prueba, con nuestro amor cansado por la intensidad y la distancia recorrida.
Es la oración de quien se toma en serio la Santa Misa cuando el sacerdote dice: “Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso”. Sí es hacer agradable mi sufrimiento, santificarlo por la entrega a quien lo redimió desde la cruz. Es ofrecerse al Padre, dejar el corazón quede abierto, expuesto, débil y necesitado para que Dios pueda entrar, habitarlo, vendarlo y curarlo: «Pues él es el que hiere y el que venda la herida, el que llaga y luego cura con su mano» (Job 5,18)
Vivir el silencio y la soledad en clave de esperanza
Al contemplar el corazón de María en relación con su Hijo se nos paralizan los pensamientos y el corazón late más fuerte. El corazón de María en la hora del dolor es más que nunca el corazón de Cristo. Y el corazón de Cristo es más que nunca el corazón de María.Hay que hacer silencio, hay que apartar todo pensamiento y contemplar. Sí, contemplar por un lado al Padre, ofreciendo su Hijo al mundo, clavado en la cruz y por otro, a María ofreciéndose también junto a su Hijo, firme y fiel, junto a la cruz.
«Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10). El silencio de María se convierte en el silencio del Padre, y el silencio del Padre se convierte en el silencio de María. Madre del Hijo, silencio del Padre. Padre del Hijo, silencio de la Madre… Por eso ella es capaz de vivir la esperanza, porque sabe que el silencio del Padre está cargado de promesas, en su interior tiene la certeza de que su Hijo resucitará. La Palabra vivirá en silencio por tres días, para después hablar definitivamente con su victoria. El silencio es preparación, esperanza, es dejar a Dios llenar nuestra angustia con su presencia y agarrarse de su mano cuando más nos aprieta para que no nos soltemos de Él.
Cuando confiamos en Dios, nuestra esperanza es recompensada y el silencio prorrumpe en un himno de alabanza al contemplar los milagros que Dios obra en nuestro favor. María nos enseña a vivir el silencio de la cruz y del sábado santo con paz, pero sobre todo con profunda confianza. Repasa tu vida, como lo hizo María el sábado santo. Tantas palabras que ahora resuenan con un eco especial: «Su nombre será Emmanuel, Dios con nosotros (Mt 1,23); Y a ti misma una espada te atravesará el alma (Lc 2,35); ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49).
María asume su soledad en actitud orante y por eso lo que en principio se ve como la “ausencia” del Hijo que muere, se transforma en una “Presencia” incluso más real que la física a pesar de ser espiritual: es la unión de voluntades y de corazones. En la oración Cristo es mío y yo soy de Cristo, nunca estoy sólo. Haz la prueba en la oración. Asume, toma, recibe y experimenta tu dolor, soledad en esta actitud de quien ora con confianza.
Dejar que la cruz haga el vacío en nuestro corazón para que sea llenado por Dios
En María encontramos un corazón vacío de sí misma, del pecado, listo para acoger a Dios. Un corazón que habla el lenguaje de Dios, el idioma del amor: ¡Dios es amor!La cruz es la respuesta de Dios al pecado del hombre. La dulce compañía y presencia de María junto a la cruz es su respuesta al pecado del hombre, de todo hombre, porque es Madre, sí, Madre del Hijo, pero también Madre nuestra. Nuestra cruz estará siempre bendecida con la presencia amorosa de Cristo y con la compañía cariñosa de María. No te olvides. Ella te ayudará a vaciarte desde la cruz para que Dios te llene con su presencia, para que el pecado desaparezca de tu vida. La cruz es señal de salvación, es la señal de que Él ha vencido y en Él tú también. Ánimo, Él y Ella estarán siempre a tu lado.
PARA LA ORACIÓN
1. Contempla en este día el silencio de María y su oración. Reza no sólo a María, sino con María, para que ella sea maestra del silencio en tu alma, maestra de oración.2. Toma un lugar junto a María ante la cruz y une tu dolor al suyo y al de Cristo. Siente que la carga es más liviana en esta trilogía de amor.
3. Únete a la Madre en el arte de la esperanza: aguarda a Jesús que va a resucitar, la vida vence a la muerte, la alegría a la tristeza.
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