Introducción: Un Hecho y su Secreto
Salí del Padre y vine al mundo.
Ahora dejo el mundo y voy al Padre.
(Jn 16,28)
Se llega al monasterio por distintos motivos. Puede ser debido al comentario de un amigo, o por que se leyó alguna vez sobre la vida de los monjes, o porque uno busca realmente una vida más plena.
La primera impresión es de paz. ¿De dónde les viene a los monjes esta paz? ¿Cuál es el secreto de esta vida? Y ¿Cómo explicarla, cuando parece ser algo del pasado y tan extraño a la sociedad actual?.
Francamente, los argumentos que se suelen aducir para responder a tales preguntas son muchas veces insatisfactorios y engañosos, debido a que se los fundamenta en razones de utilidad. Por el contrario, lo que interesa destacar acerca del Cister es su diferencia con respecto al mundo. El contrasentido aparente del monasterio a los ojos del mundo es lo que le confiere su verdadera razón de ser. En un mundo de ruido, confusión y conflicto, es necesario que haya lugares como estos de silencio, disciplina interior y paz; no la paz de la comodidad, sino de la caridad interior y del amor basado en el seguimiento total de Cristo. En realidad, el monje no pregunta tanto el porqué de su vida. Lo intuye de una manera simple y directa en la persona de Cristo. No espera “librarse de problemas”, pues sabe por experiencia que la misma fe cristiana implica una cierta angustia y es una manera de confrontar e integrar el sufrimiento interior, no una fórmula mágica para hacer desaparecer todos los problemas. Tampoco es por aventuras espirituales extraordinarias o heroicas por lo que el monje cisterciense da sentido a su vida, sino que, a fin de cuentas, el monasterio enseña al hombre a comprender su propia medida y aceptarse como Dios lo ha hecho. En una palabra, le enseña la verdad sobre sí mismo, lo que suele llamarse la “humildad”.
Es cierto que el monje reza por el mundo; pero este modo de justificar el sentido de su vida sugiere una especie de bullicio espiritual que es muy ajeno al espíritu monástico. El monje no ofrece al Señor muchas oraciones y luego mira hacia el mundo y cuenta las conversiones que debieran resultar. La vida monástica no es “cuantitativa”. Lo que importa no es el número de oraciones, ni la multitud de prácticas ascéticas, ni el ascenso a varios “grados de santidad”. Lo que cuenta es no contar y no ser tenido en consideración, desaparecer para dar lugar al amor de Cristo.
“El amor – dice San Bernardo- no busca justificación fuera de sí mismo. El amor es suficiente en sí mismo, es agradable en sí mismo y para sí mismo. Es amor es su propio mérito, su propia recompensa, no busca una causa fuera de sí ni otro resultado que el amor mismo. El fruto del amor es el amor”. Y agrega que la razón de este carácter autosuficiente del amor es que viene de Dios como su origen y vuelve a Él como si fin, porque Dios mismo es Amor.
Por consiguiente, la existencia aparentemente gratuita del cisterciense está centrada en el sentido más hondo del mundo y en el valor más trascendental: amar la verdad por sí misma; abandonar todo para escucharla en su fuente, la palabra de Dios; dejar que esta palabra repercuta en las diversas dimensiones de la vida humana, para que todo el ser del hombre sea asumido en Jesús, la palabra hecha carne, y por Él conducido al Padre. El monje sirve a sus hermanos precisamente en cuento sale del mundo con Cristo y va al Padre.
Las presentes páginas están escritas a modo de meditación sobre lo que se puede llamar con franqueza “el secreto de la vida monástica”. Es decir, tratan de penetrar el significado interior de algo que está esencialmente oculto, una realidad espiritual que elude una explicación clara.
Enfrentarse con el secreto de la vocación monástica y asirse a la misma es una experiencia profunda. Es un don; un don no otorgado a muchos, pero que tiene una historia a la vez antigua y moderna. Desde los primeros años del cristianismo, en efecto, siempre ha habido discípulos de Jesucristo que se reunían en grupos, más o menos apartados de los pueblos y ciudades, para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más plenamente. En el siglo VI, san Benito redactó una regla para tales comunidades, que los monjes han tomado como interpretación práctica del Evangelio.
En estos primeros años del siglo XXI, lejos de ser una cosa del pasado, la vida monacal sigue siendo un hecho religioso ineludible. Ciertos hombres se encuentran inexplicablemente atraídos a ella y el árbol monástico está lleno de vida joven, desarrollándose en nuevas formas. Sin embargo el que entra, aunque abandone la sociedad para vivir una vida diferente de la del hombre común de nuestro tiempo, lleva inevitablemente al monasterio las complicaciones, los problemas y las debilidades del hombre contemporáneo, junto con sus cualidades y aspiraciones. Ninguna comunidad monástica puede evitar estar afectada por tal hecho.
Cada monasterio tiene un carácter muy propio. La “personalidad” de cada comunidad es una manifestación especial del Misterio de Cristo y del espíritu de la Orden monástica. Esta es la razón por la cual los monjes se consideran ante todo miembros de una comunidad particular aun antes que miembros de una Orden.
Así el monje cisterciense será siempre un hermano del monasterio donde hizo su promesa solemne de estabilidad, y puede ser que no vea en toda su vida otro monasterio de la Orden. Al entrar alguien en la vida cisterciense, su propósito es vivir y morir en ese único lugar elegido, en esa comunidad única, con sus gracias, ventajas, problemas y limitaciones especiales. Si llega a ser un perfecto discípulo de Cristo – es decir, un santo-, su santidad será la de aquel que ha encontrado a Cristo en una comunidad particular y en un momento particular de la historia. Estas páginas son un testimonio, a veces confuso e imperfecto, de la realidad de tal experiencia. Basándonos en algunos textos bíblicos y de los Padres del monacato cristiano, reflexionaremos juntos sobre lo más fundamental de una comunidad cisterciense.
I. Soledad que Despierta
El Señor dijo a Abraham: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. Camina en mi presencia y trata de ser perfecto. Yo confirmaré mi alianza entre tú y yo, y te daré una descendencia muy numerosa”. (Gn 12, 1 y 17, 1-2).
<< Levantémonos, por fin! La Escritura nos urge: “Ya es hora de despertar”. Con los ojos abiertos a la luz que nos diviniza, con los oídos atentos, escuchemos lo que cada día nos exhorta a la voz divina: “Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones >>. Y ¿qué nos dice? << venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor>>. <>. El Señor, buscando un obrero entre la multitud, todavía insiste: “¿Quién es el hombre que quiere la vida?”>> (Regla de San Benito).
Como muchos hombres, el monje ama la vida. Él reconoce que Jesús es esta vida, y corre con todo su corazón hacia Él. Jesús lo llama al desierto o a la soledad; es decir, a la tierra que es desconocida para él y poco frecuentada por otros hombres. Su viaje al desierto es una respuesta positiva a la llamada de Dios, llamada inexplicable, que solo puede ser verificada en la fe y la sabiduría espiritual de la Iglesia.
El monje deja la sociedad para vivir en fidelidad a la alianza misteriosa y personal entre él y Dios, alianza pactada con la sangre de Cristo, asumida en el bautismo y confirmada por su propia vocación y por sus votos. En la soledad, el monje se despierta a la verdad, porque en alguna medida ha experimentado que el caos de codicia, violencia, ambicion y lujuria que el Nuevo testamento llama <> (1Jn 2, 16), es el reino de la mentira. Es un lugar de confusión y de falsedad donde el espíritu está esclavizado y donde no se puede aprender con facilidad los caminos de Dios. El corazón del monje no escapa de esta esclavitud. En la soledad y el silencio, todo su desorden interior sube a la superficie, desaparecen los falsos amores, crece la libertad espiritual y , poco a poco, se restablece la armonía de corazón, con sus exigencias y condiciones necesarias.
Jesús en el desierto bendijo y consagro esta vida de soledad y silencia. Por eso, para la persona que ha abrazado tal vida, ella no constituye una ruptura de comunión con el mundo, sino que, por el contrario, se vuelve a una forma especial de presencia entre los hombres. En efecto, los sacrificios del desierto lo son en una nueva relación con el universo entero, gracias a la nueva interioridad que despierta en él, por la que encuentra que Cristo habita realmente en su corazón por la fe, más allá de sus sentimientos y sus gustos.
No todos los que experimentan el deseo ardiente de vivir con Jesús en el desierto o de <> son, por ese mismo hecho, llamados a la vida monástica. Por el contrario, su salida del mundo no sería una experiencia de apertura y enriquecimiento. Para ello están las muchas formas de vida religiosa que incorporan elementos de soledad dentro de un marco de estrecho contacto con la sociedad.
No obstante, queda en pie el hecho de que existen hombres realmente llamados a abandonar sus hogares, apartarse de las ciudades humanas, dejar las formas más activas de evangelización, para vivir aparte, consagrados a la meditación silenciosa y a la oración litúrgica, al trabajo manual, la soledad, la disciplina corporal, mental y espiritual.
Más aún, la seriedad total de la vocación monástica podría perderse, si nos olvidáramos de la urgencia que frecuentemente impulsa al monje a salir de la sociedad. Sucede a menudo que los mismos monjes vacilan al hablar sobre este aspecto de su vocación. No quieren como hostiles al mundo, porque piensan que es necesario reconocer la bondad que hay en él y pasar por alto lo malo. En esto tienen una cierta razón. Es un problema delicado. El monje lo puede solucionar únicamente si valora al mundo a la luz de Cristo y no a la luz de la evaluación que el mundo tiene de sí mismo, la cual es completamente engañosa.
En esta encrucijada de valores, en la que todo hombre de buena voluntad se encuentra tarde o temprano, el monje juzga a la sociedad actual mediante una opción a la vez revolucionaria y pacífica, que las presentes páginas tratan de describir. La palabra tradicional para indicar esta opción en profundidad es “conversión”, una conversión total, un cambio de estructuras vivenciales, mentales y hasta afectivas, para que el Espíritu de Cristo reine en el corazón humano y en todo el pueblo de Dios.
El monje siente la necesidad de salir de la sociedad envuelta por las tinieblas de la muerte, no para descansar, sino para realizar esta conversión o, mejor dicho, para permitir que el Espiritu, que renueva día tras día a su Iglesia, la realice en él.
En consecuencia, aunque el monje debe ser aquel cuyos ojos estén completamente abiertos al misterio del mal, también debe estar más dispuesto aún a contemplar la bondad de Dios en la muerte y resurrección de Jesús.
Esto implica, a su vez, un conocimiento profundo del bien que existe en el mundo, el cual es creación de Dios, y en los corazones de los hombres, todos los cuales están hechos a imagen de Dios, redimimos por Jesús y llamados por él a la luz de la verdad y a la unión con él en el amor. El monje no pide que Dios tolere simplemente el mal o lo pase por alto, sino que enfrenta el valor de la vida resucitada de Cristo con la iniquidad del mundo. Esta es la perspectiva de la esperanza cristiana, que cree que el mal, por grande que sea, es vencido por la verdad y la bondad, las cuales pueden parecer de poca fuerza, pero en realidad no están sujetas a limitaciones cuantitativas.
Pero, hay que pagar un precio. Si el monje debe ser, como Abraham, un hombre de fe, no se le permite simplemente establecerse en un nuevo dominio y desarrollar una nueva clase de sociedad para sí mismo, y allí asentarse para una existencia plácida y autocomplaciente. Paz y orden y virtud deben caracterizar siempre la vida de la familia monástica. Pero también hay sacrificio. Así como Dios exigió de Abraham una docilidad que prefiguró la obediencia de Cristo hasta la muerte (Fil 2,8), se le exige también al monje que corone su renunciamiento al mundo por una renuncia mucho más difícil: la del propio yo. Esta autorrenuncia se efectúa en primer lugar por la vida de los votos monásticos, especialmente por la obediencia; pero el sacrificio del yo se consume sobre todo en el secreto fuego de la tribulación interior. Ésta es la prueba real del monje que algún día le será requerida y lo despertará verdaderamente. Pero nadie puede predecir exactamente cuándo el fuego será encendido por el Señor. Puede ser que la prueba comience en toda su intensidad solamente al llevar el monje muchos años en el monasterio. No siempre el sacrificio es comprendido por el mismo monje, ni por aquellos que viven con él. Su sentido está escondido por el mismo monje, ni por aquellos que viven con él. Su sentido está escondido en el corazón de Cristo. Lo que importa es estar dispuesto a ofrecer todo, aun lo más querido, si Dios lo pide.
Sólo así se pueden apreciar las palabras de Juan XXIII acerca de la vida contemplativa en el Cister: “La Iglesia, al paso que aprecia bastante el apostolado externo, tan necesario en nuestros tiempos, sin embargo, atribuye la más grande importancia a la vida dedicada a la contemplación, y precisamente en esta época demasiado empeñada en acentuado activismo. Pues el verdadero apostolado consiste en la participación en la obra de salvación de Cristo, cosa que no puede realizarse sin un intenso espíritu de oración y sacrificio. El Salvador liberó al mundo, al esclavo del pecado, especialmente con su oración al Padre y sacrificándose a sí mismo; por esto el que se esfuerza por revivir este aspecto íntimo de la misión de Cristo, aunque no se dedique a ninguna acción externa, también ejercita el apostolado de una manera excelente”.
<< Dar lugar >> al reinado de Cristo es el significado verdadero de toda renuncia monástica. Pero aunque a veces se la pinta en términos dramáticos, por regla general no tiene nada de dramático. De hecho, aquellos cuya sensibilidad insiste en hacer una tragedia de todo lo que les ocurre, no pueden durar mucho en el monasterio. En la vida monástica se puede hallar una paz y un desapego que no son experimentados ni dichosos, ni como amargos. Son tranquilos, pacientes y en cierto sentido indiferentes. Porque la paz real de la renuncia monástica es a un mismo tiempo normal y más allá del alcance del sentimiento. Es algo que no se puede conocer antes que uno abandone cualquier intento de pesarlo o medirlo. Llega a ser evidente únicamente en la medida en que uno olvida sus propios deseos y no busca agradarse a sí mismo, sino al Señor. Entonces se descubre que Jesús es el secreto de la sociedad.
II. Comunidad Contemplativa
“Las Moradas de los monjes en las colinas eran como santuarios llenos de coros divinos, cantando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí. Y en realidad, era como ver un país aparte, una tierra de misericordia y justicia” (San Atanasio de Alejandría, Vida de San Antonio).
Lo que verdaderamente transforma el mundo no es tanto el testimonio singular de un cristiano, por más santo que sea; lo que cambia al mundo es el testimonio de una comunidad que vive de la Palabra, se nutre en la Eucaristía y testifica su servicio en la caridad. Todo lo que tenemos que hacer es formar verdaderas comunidades. Si es una comunidad que busca la oración, una comunidad que busca el servicio y una comunidad que vive en la alegría y en la esperanza, e comunidad cristiana. Yo creo que son señales infalibles de una auténtica comunidad cristiana. Una comunidad busca la interioridad, la oración, la contemplación, una comunidad que siente necesidad de orar. Comunidades en una palabra, que siguen creyendo en la eficacia transformadora del Evangelio; concretamente comunidades que se sienten enamoradas de Jesús.
A lo largo de los siglos, la llamada a abandonar la sociedad y vivir en un desierto físico o espiritual se ha expresado en formas variadas. En los primeros días del monacato, había algunos monjes que adoptaban simplemente una vida errabunda en el desierto, sin morada fija. Otros vivían completamente solos como ermitaños. Con el tiempo, descubrieron que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común o cenobítica, en la cual la misma comunidad estaba ubicada en el yermo, o por lo menos alejada de cualquier ciudad, y en la cual los hermanos preservan un ambiente de oración por medio del silencio entre ellos mismos.
Esta combinación de soledad y comunidad concilió las ventajas de la vida apartada con las de la vida social. El monje no disfrutaba únicamente del silencio y de la libertad frente la las tareas distrayentes de la actividad mundana, sino también tenía el apoyo y el aliento de la caridad fraternal. Podía olvidarse de sí mismo en el servicio a los demás, trabajar por el bien común de la comunidad monástica y alimentar a los pobres.
Se beneficiaba de la obediencia y la dirección espiritual, y lo ayudaba el buen ejemplo de los demás. Ante todo, podía participar en la oración litúrgica comunitaria en la cual Cristo, el Señor y Salvador, estaba presente en medio de la asamblea monástica ofreciendo el sacrificio de alabanza y acción de gracias en los misterios de nuestra fe celebrados por los hermanos.
En la vida comunitaria no se procuraba solamente que el hermano buscara su propia salvación o un tipo individualista de contemplación, sino que la misma comunidad era un sagrado lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Aquí el monje se abría a la acción del Espíritu que lo unía íntimamente con sus hermanos y recibía la fortaleza necesaria para continuar la contenida solitaria e interior a la cual Jesús lo había llamado.
Los monjes cistercienses se han dedicado desde el siglo XII a esta vida contemplativa en comunidad, sin perder de vista ni la nota de soledad ni el hecho de que forman un solo Cuerpo en Cristo resucitado.
Lo que le ayuda al cisterciense a permanecer en cierta medida solitario, aun estando entre sus hermanos, es ante todo el silencio. Luego el trabajo manual en el campo en los talleres tiene algo de solitario y de oración, además de ser el medio por el que el monje se autoabastece. De este modo también se mantiene libre de los múltiples contactos con el mundo exterior. Además, raras veces deja su monasterio, y lo hace únicamente por razones serias.
Así la unión fraterna en la vida comunitaria monástica no es el simple resultado de la sociabilidad natural, sino que es un fruto del Espíritu Santo, un carisma sobrenatural otorgado por Cristo resucitado para bien de todo su pueblo. Por lo tanto, debe considerárselo como completamente distinto de la cordialidad de una comunión natural, que es buena en su propia esfera. Las amistades del monje dependen de su sensibilidad respecto al fin hacia el que se orienta toda la comunidad monástica: la gloria de Dios y la unión con él. Por consiguiente, aunque los valores humanos y la sinceridad de la amistad monástica no debe tender a ser un simple substituto del cariño del hogar natural, al cual el monje ha renunciado.
En todo caso, la alegría de la vida en el Císter proviene de la entrega generosa a la tarea espiritual común de alabanza y trabajo, y a la búsqueda en común de <> la Iglesia en la verdad. La vocación del monje no es la de <> cómodamente en el monasterio un ideal monástico ya realizado, que hace suyo con un mínimo de dificultades. El monaquismo es algo que cada generación de monjes está llamada a <> y tal vez a <>. De esta manera, nunca se logra completamente el ideal y nadie tiene derecho a sentirse amargado o defraudado porque no lo encuentre realizado en su comunidad.
Cada hermano debe a su comunidad el esfuerzo de ayudar o <> a sus hermanos, trabajando con ellos para preservar y mejorar la vida contemplativa que comparten y por la cual han renunciado al mundo. Su alegría está basada, en última instancia, en la verdad y sinceridad con que se entregan a Cristo que vive entre ellos. Cuando esta verdad está viva en sus corazones, la cisterciense debe buscar primero la verdad en sí mismo y en su hermano antes de poder encontrarla en Dios.
El monje encuentra la verdad de Cristo en sí mismo por la humildad con que reconoce su propia pecaminosidad y sus propias limitaciones. Encuentra esta verdad en su hermano no juzgando sus pecados, sino identificándose con su hermano, poniéndose en su lugar, respetando el hecho de que el hermano es una persona diferente, con distintas necesidades y con una tarea distinta a realizar dentro de la labor única y común a todos.
San Bernardo dice <>
Por lo tanto, el amor del monje por su hermano debe ser realista, compasivo y comprensivo. Un idealismo intolerante, que se impacienta ante cada falta, acusando y condenando siempre a los otros, es una debilidad encontrada frecuentemente en los monasterios. Tal actitud demanda la compasión y comprensión de aquellos cuyo amor es más profundo.
La vida común no impide al monje vivir en cierto modo como un solitario, sino que lo protege contra los peligros del egoísmo y de la introversión. De este modo purifica y profundiza la verdadera gracia de la soledad, que es paradójica, pues aumenta con la caridad.
Ya en el siglo IV Evagrio indicaba esta paradoja, al decir: <>. La comunidad contemplativa abre corazones de sus miembros a una comunidad más amplia y universal. Un cartujo moderno, anónimo, explica este fenómeno:
<
Este hecho aparentemente extraño tiene una sola explicación: el monje no está unido a Dios y a los hombres por una comunicación natural o por expresiones humanas de afecto, por buenas que sean, sino por un único Amor que ha nacido en las profundidades de Dios mismo y se nos ha dado en la Persona del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien causa la secreta fecundidad a la Iglesia.
Es cierto que esta adoración contemplativa se realiza ya en el corazón del mundo por los miles de hombres y mujeres entregados a una vida de fe y oración en medio de su trabajo diario. La oración de estas personas es de grandísimo valor a los ojos de Dios y para la extensión de su Reino. <> (Mt 5,8). Fe activa y fe contemplativa son mutuamente necesarias, no sólo en la total de la Iglesia, sino también en la vida de cada cristiano. Todos somos llamados a ser contemplativos con Cristo, el gran Contemplativo. Pero también es verdad que en la historia del Pueblo de Dios siempre aparecen lugares fuertes de oración donde se excluyen finalidades secundarias para dar una preeminencia más total al don contemplativo, mediante un estilo de vida ordenado a su desarrollo. Esto se debe al hecho de que la gracia contemplativa, común a toda la Iglesia y activa de alguna manera en el corazón de todo hombre, tiende a hacer girar la existencia humana en torno suyo. Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina humana en torno suyo. Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina constante de humildad, soledad y caridad contemplativas y sin una comunidad estable y organiza para expresar en alma y cuerpo estos valores evangélicos el don general de oración, que el Espíritu otorga a su Pueblo, se iría debilitando, como lo demuestra la experiencia de muchos siglos. El carisma monástico de oración y disciplina comunitarias es absolutamente necesario para el bienestar de la Iglesia entera: para su apostolado y para su oración.
Dicho esto, es verdad que a veces Dios puede pedir, como una excepción a la norma general, un apostolado especial y más exterior de porte de algún miembro de una comunidad contemplativa. Sin embargo, la vocación monástica no puede ser entendida en este sentido. El modo más efectivo en que el monje participa en la actividad evangelizadora de la Iglesia es ser, en toda su plenitud, el que está llamado a ser: un hombre de silencio y de oración, que ha seguido a Jesús al desierto y allí se queda con sus hermanos. Sólo así cumplirá está misión profética de la vida monacal que consiste en mostrar visiblemente o por lo menos sugerir, algo de aquello hacia lo cual tiende toda vida humana: la vocación final y única para todos de unión con Dios en el amor. La experiencia ha demostrado que incrédulos o católicos no practicantes, que no sienten más que desprecio y desconfianza por el mensaje de apóstoles activos, pueden encontrarse extrañamente conmovidos por el espectáculo de una comunidad de monjes silenciosos, quienes han optado por vivir al margen de la soledad y muestran que el ser humano puede encontrar una nueva plenitud espiritual al vivir así no prestando atención a las modas de la sociedad, ni a sus placeres efímeros o intereses superficiales, sino orando por las necesidades profundas y frecuentemente trágicas que la afligen.
III. Renovación
<
<
La vida monástica es esenciales ascética. Demanda espíritu de sacrificio y de disciplina, en especial al comienzo. Este sacrificio es ante todo el trabajo de poner en práctica las palabras del Evangelio, porque es la fe cristiana la que da el ascetismo monástico su carácter específico como seguimiento de Cristo. El monje busca ser ante todo discípulo perfecto de Cristo. Ha renunciado a todo, no para encontrar tranquilidad interior, sino para seguir a Jesús. Hemos dejado a nuestras familias, al mundo, a la esperanza de una profesión (ver Lc 14,26), para mejor ser sus discípulos. Es cierto que podríamos haber sido sus discípulos permaneciendo más directamente inmerso en el mundo; pero el deseo de dar a la Palabra de Dios una total atención inspira al monje a renunciar a la vida más activa y preocupada de Marta, a fin de sentarse más permanentemente a los pies de Jesús como María (Lc 10,38-42). El monje tiene hambre de la <
La Regla de san Benito es simplemente una aplicación de los mandamientos y consejos evangélicos a la vivencia monástica. Su propósito es ayudar al hombre en su totalidad -cuerpo, alma y espíritu-a responder a la invitación y al desafío de Cristo. Para esto, ofrece un sabio conjunto de métodos espirituales, conocidos como «observancias» o «ejercicios», que corresponden fundamentalmente a diversos aspectos de la vida de Jesús. La disciplina cisterciense busca interpretar la Regla para el bien espiritual del monje en la situación concreta de hoy. En consecuencia, aunque sus normas no deben ser consideradas como mandamientos, representan sin embargo lo que es agradable al Padre, y así el discípulo las aceptará y las obedecerá con entusiasmo, porque cree que tendrán un efecto vivificante y saludable, ya que por su vocación ha sido llamado a esta forma específica de imitar a Jesús.
Es en este punto donde ciertas costumbres antiguas y tradicionales plantean un problema. Si ya no tienen un significado evangélico accesible al hombre moderno, se convierten en gestos vacíos de valor formativo profundo. La renovación de la disciplina monástica implica eliminar aquellos detalles de observancia que en realidad ya no cumplen una misión educativa o santificante en la vida del monje. Por otro lado, el monje moderno tiene que evitar una excesiva impaciencia por prácticas de hondo significado que no pueden ser comprendidas sino después de un cierto entrenamiento y aplicación personal. Esta es una de las funciones del noviciado y del período formativo posterior: asegurar que el joven monje entienda el propósito de la vida monástica y sea sensible a los valores evangélicos que subyacen tanto en sus formas externas como en las más interiores. Si el hermano se sirve de ella correctamente, la disciplina corporal le ayudará a adquirir un nuevo estilo de actuación y une sensibilidad más profunda, diferente de la que tenía antes de ser llamado al monasterio.
En la vida ascética del monacato primitivo se dejaba un amplio margen a la atracción personal. Algunos monjes se dedicaban a largos ayunos u otras prácticas especiales, tales como la reclusión, la vida errabunda, el silencio total, etc. Al organizarse la vida monacal, los Padres, tanto de Oriente como de Occidente, estuvieron todos básicamente de acuerdo en los siguientes puntos:
- El oficio de oración comunitaria debía ser relativamente breve y sencillo. Se consideraban suficientes doce Salmos para las vigilias nocturnas y menos para los oficios durante el día, a fin de establecer, por medio de la transparencia espiritual de los Salmos e himnos, un ritmo de oración a la vez pausado y cautivador.
- El trabajo manual, que, en lo posible, debía mantenerse lo suficientemente simple como para poder combinarse con la oración interior, era un elemento clave en la vida del monje. El hermano nunca debía quedarse ocioso, ni siquiera con el pretexto de la contemplación. Debe ganarse la vida con su trabajo. Pero, como insistía san Jerónimo, no debe trabajar con sus manos sólo para ganarse el pan, sino ante todo para el bien de su alma.
- Aunque muchos de los primitivos monjes coptos y sirios fueran analfabetos (san Antonio, por ejemplo), no obstante, todos debían estar familiarizados con las Escrituras antes de poder emprender seriamente la vida monástica, ya que la Palabra de Dios tenía que ser el alimento principal de su espíritu en la soledad. Así, la lectura sagrada fue uno de los elementos más importantes del programa de los primeros legisladores monásticos, como san Pacomio. A la luz de la verdad revelada en Cristo, el hermano llegaba a conocerse a sí mismo, aprendía compasión hacia el prójimo, comprendía las razones para la humildad y el autodominio, lograba un aprecio del silencio, veía cada vez más claramente cómo la realidad del amor de Dios lo engloba todo. La lectura sagrada se convierte así en el método de oración típico de la espiritualidad benedictina, transformándose espontáneamente en meditación y conduciendo al monje con el tiempo a una absorción en Dios sencilla, silenciosa y contemplativa, alimentada del rumiar de la Palabra divina.
- En los tiempos primitivos, la prudencia monástica insistía que estos tres elementos de la vida monacal -liturgia, trabajo, lectura- debían equilibrarse correctamente. No se debía permitir que uno de ellos ocupara el tiempo y las energías que con justicia correspondían a los otros. Se ha calculado que en las primeras comunidades benedictinas se dedicaban tres o cuatro horas diarias al opus Dei (oración litúrgica), tres o cuatro más a la lectio divina (lectura y estudio meditativos), siete u ocho al trabajo manual y el resto Q las comidas, el descanso y otras necesidades.
- El propósito de esta vida equilibrada era bien definido. Los primeros Padres creyeron que la moderación y el equilibrio de oración en común, lectura meditada y trabajo capacitarían a cualquier monje normal para «orar sin cesar», no en el sentido de que debería estar en constante tensión, forzándose a pronunciar fórmulas de oración, sino que en esta vida simple; equilibrada, saludable y sana no le sería difícil permanecer constantemente en presencia de Dios. Al vivir el hermano en un espíritu de fe, amor y sencillez, podría unirse a Jesús a través de todos los incidentes y deberes habituales de la jornada monástica. Con el tiempo, muchas comunidades miraron con demasiada exclusividad a la liturgia como camino de oración, y, por lo tanto, renovación cisterciense del siglo XII hizo hincapié en el estilo primitivo de oración más sencilla e interior.
- Era imprescindible que esta vida equilibrada, orientada a la oración, transcurriera en un ámbito de paz y silencio. En consecuencia, varias cosas eran necesarias: primero, la comunidad monástica tenía que estar separada del mundo exterior, ya sea por una especial construcción y distribución de las dependencias del monasterio, ya por la misma distancia geográfica. Los contactos entre los monjes y la pobreza material de la comunidad tenía que ser de tal índole, que los hermanos no sufriesen normalmente la angustia económica ni la necesidad de pedir limosnas, y, sin embargo, no debieran tener absolutamente nada bajo título personal. La práctica de la pobreza cenobítica era necesariamente diferente de la del ermitaño; pero ambas estaban en función. Así también el trabajo debía ser a la vez productivo y simple, sin convertirse en un negocio de gran envergadura. Finalmente, los contactos entre los mismos hermanos tendrías que restringirse por la práctica del silencio monástico.
- Dado que estas normas para oración comunitaria, trabajo manual, estudio, soledad, pobreza y silencio tenían que ser mantenidas por una autoridad, estaba implícito algún tipo de organización, aun para los grupos de ermitaños. A la cabeza de la hermandad monástica estaba un monje mayor, de reconocida experiencia y santidad, al cual los demás obedecías en todo, no tanto porque estuviera investido de autoridad canónica, sino alto valor, que los conduciría a la santidad, al unirlos más estrechamente a Cristo en el vínculo del Espíritu de Amor, librándolos de su terca voluntad propia. Como decía uno de los primeros cistercienses, Isaac de la Estella; << ¿Quieres saber por qué, tanto en nuestro trabajo como en nuestro descanso, seguimos el criterio y las órdenes de otro? Es porque al hacerlo, imitamos más totalmente a Cristo como hijos muy queridos y caminamos en el amor con que El nos amó, el cual se hizo obediente en todo por nosotros los hombres, o sólo como remedio, sino como ejemplo, para que vivamos como Él vivía en este mundo. Por naturaleza, el hombre está sujeto a Dios; el pecado lo subyugó al enemigo; la reconciliación hace que se someta a su mismo hermano y consiervo>>. De esta forma el carisma de la obediencia tiene un papel importante en la vida monástica: es un signo de reconciliación, un testigo del reinado de Dios, una prenda en fe de la resurrección de Cristo. Sin tal obediencia no puede hacer amor profundo. Al renunciar la propia voluntad para hacer la de otro, se asientan las bases de una amistad abnegada, que es la señal por la cual todos los hombres pueden reconocer a los discípulos de Cristo (Jn 13,35). La obediencia es también la gracia que prepara al alma del monje para la contemplación, porque se recibe la contemplación en obediencia al Espíritu Santo, y no se le puede obedecer sin haber aprendido primero a reconocer su voluntad manifestada por medio de los superiores humanos. Así otro cisterciense, san Elredo, decía: <>.
- A medida que transcurrió el tiempo y para estabilizar la comunidad monástica, los monjes hacían votos formales. En su profesión el cisterciense promete obediencia, estabilidad y <
>, según la Regla de San Benito. El voto de conversión de vida es en realidad una solemne promesa de fidelidad a las prácticas esenciales de la vida monástica, entre las cuales están la pobreza y la castidad que posteriormente, en otros institutos religiosos, se convirtieron en objeto todo lo característico de la vida del monje: seguimiento de Cristo, renuncias, soledad, oración y servicio al vínculo indisoluble entre los hermanos y expresa la fidelidad de Cristo a su Iglesia: el monje promete vivir y morir en la comunidad que lo recibe en su seno el día de su profesión.
En realidad, la orientación contemplativa de la vida en el Císter es la única clave para comprender los distintos aspectos de su disciplina corporal, mental y espiritual. Sin ella, nada tendría su verdadero sentido. La renovación de vida en los monasterios cistercienses del mundo entero se ha llevado a cabo durante los últimos años en base a este principio. Por otra parte, una vida orientada así a la plenitud de la oración cristiana corresponde profundamente a la sed de liberación que experimenta el hombre de nuestro tiempo y a la naturaleza contemplativa de la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo, el gran Orante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario