lunes, 18 de marzo de 2013

Santa Catalina de Siena: el amor al “Dulce Cristo en la Tierra” que se hace oración

  

VIDA


Catalina nació en Siena el 25 de marzo de 1347 y era, nada menos, que la vigésimo cuarta hija de Jacobo di Benincasa. A los 6 años ya tuvo una visión en la que el Señor se le apareció bendiciéndola y un año después, ante una imagen de la Santísima Virgen, celebró su matrimonio místico con Cristo. Estos acontecimientos eran sólo el preludio de una extraordinaria experiencia mística que el Señor le iba a conceder para el bien de su Iglesia. Cuando Catalina cumplió 12 años, la familia empezó a preocuparse por su futuro matrimonio. Aunque sus padres hacían todo lo posible para que no tuviera tiempo de oración y soledad, obligándola a trabajar a todas horas, de poco les sirvió, porque ella trabajaba con gusto uniéndose con el pensamiento y el corazón a la familia de Nazaret. En una ocasión sus hermanas y amigas la persuadieron para participar en sus diversiones, pero muy pronto se arrepintió de ello y consideró este hecho como la mayor infidelidad a su Divino Esposo. Su humildad, obediencia y caridad terminaron por conquistar a sus familiares y, así, a los 15 años, le permitieron ingresar en la Tercera Orden de Santo Domingo. Inició entonces una vida de intensa mortificación, penitencia y caridad, asistiendo con gran generosidad a pobres, enfermos y prisioneros.
Cuando ya su familia la había dejado en paz, fue el demonio quien empezó a asaltarla con frecuencia buscando destruir su virtud. Sus armas para vencer las tentaciones fueron la oración, la humildad y la confianza en Dios. Cuando tras un largo período de dura prueba Nuestro Señor se dignó por fin visitarla, la santa le reprochó con toda confianza: «¿Dónde estabas, mi divino Esposo, mientras yo yacía en tan temible condición de abandono?». «Estaba contigo», le dijo Jesús. «¡¿Cómo?! -replicó ella- ¡¿entre las sucias abominaciones en que infectaban mi alma?!». Y el Señor le respondió: «Eran desagradables y sumamente dolorosas para ti. Este conflicto, por lo tanto, fue tu mérito, y la victoria sobre ellas, fue debido a mi presencia». Con la fortaleza recibida del Señor, Catalina continuó creciendo en su fervor y efectividad en el  apostolado, primero entre la gente de Siena, luego en Pisa, Florencia y Aviñón y Roma.
Una de las notas que sobresalieron en la vida de santa Catalina fue su amor a la Iglesia. Cuando en 1375 los ducados de Florencia y Perugia se aliaron para marchar contra los Estados Pontificios, su corazón sintió un gran dolor. Pero no se quedó en puros sentimientos; gracias a sus oraciones y esfuerzos, muchas ciudades, entre ellas Arezzo, Lucca y Siena se mantuvieron fieles al Papa. Gregorio XI, que residía en Aviñón, al no conseguir nada con sus cartas, envió un ejército a Florencia. Los florentinos pidieron entonces a santa Catalina que interviniese como mediadora. La santa se entrevistó con el Papa y éste, admirado, le confió: «No quiero otra cosa sino paz. Pongo este asunto enteramente en tus manos». La santa recibió del Señor la certeza de que el Papa debía regresar a Roma y así se lo hizo saber. Llamaba al Papa «el dulce Cristo en la tierra», y con estas palabras lo animaba a regresar a Roma: «¡Animo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar».
Urbano VI quiso tenerla cerca y la llamó a Roma. Allí enfermó gravemente y murió a los 33 años, el 29 de abril de 1380. Poco antes había escrito a su confesor: «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia».
 

APORTACIÓN PARA LA ORACIÓN


Nos encontramos ante una de las mujeres que más han influido en la vida eclesial. Junto a santas como Teresa de Ávila o Teresa de Lisieux, es una de las pocas doctoras de la Iglesia reconocidas oficialmente como tal. Por ello, es muy difícil poder precisar una nota característica y específica que pueda definir su espiritualidad. Sin embargo, ya el relato de su vida nos permite adentrarnos en una de las notas esenciales de su vida: su amor por la Iglesia y, de modo particular, por el Vicario de Cristo, el Papa. 
Personalmente, creo que la oración jamás se realiza solo. No existen los llaneros solitarios de la plegaria. El mismo Jesús nos lo indicó al enseñarnos a decir no «Padre mío», sino «Padre Nuestro». Y esta es la gran verdad de pertenecer a la familia de la Iglesia. Y es el poder fuerte y contundente de cada oración en comunidad, de cada misa celebrada, de cada rosario en familia: «Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, ahí estaré Yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).
Esta convicción ardía dentro del corazón de Santa Catalina de Siena y por eso no dudaba en luchar con fuerza en la defensa de su Iglesia; una lucha que iniciaba con su oración y petición a Dios. Y aquí está, creo yo, una gran aportación que esta santa italiana nos deja. ¡Cuántas veces nos quejamos de “la Iglesia” y no nos damos cuenta que la Iglesia somos nosotros!
¿Cambiará la Iglesia para bien? Cambia tú y sé mejor hijo. Ora por la Iglesia, ruega por el Papa, ama a esa Madre que tanto te da con los sacramentos y al Papa ese “Dulce Cristo en la Tierra” como solía llamarlo la santa de Siena. Y cuando sientas tristeza por los pecados de esa Iglesia humana, no te olvides que es Cristo el que está ahí y, en vez de escandalizarte, ora para que Cristo vuelva a tomar el timón del corazón de tantas personas.
Providencialmente, este artículo sale días después de la elección de nuestro amado Papa Francisco. A mí me impresionó profundamente que su primer acto como Papa fuera el hacernos rezar a todos los que estábamos en la Plaza de San Pedro y a todos los que le seguían por otros medios de comunicación. ¿Cuántos seríamos? Millones de personas. Piénsalo bien: millones rezando, juntos, como Iglesia.
Creo que puede ser ya un buen ejercicio que nuestra oración de estos días, tal y como el Papa nos pidió, sea por él y por su ministerio. De esta manera podremos, como Santa Catalina, profundizar en nuestro amor a la Iglesia y al Papa y, consecuentemente, ser mejores orantes.

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