viernes, 22 de marzo de 2013

¿Cómo me ve Dios en la oración?

 
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Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». (Lucas 19, 5-10)

Nos conoce por nuestro nombre

En lo alto del árbol, Zaqueo buscaba ver “quién era Jesús”. Estaba nervioso, no sabía qué esperar, aunque sí estaba seguro que este encuentro sería especial. Tenía tantas cosas que quisiera decirle si el famoso profeta Jesús se dignara a mirarlo. Pero al menos, si pudiese verlo él, sería suficiente.
Así vamos también a la oración, con esas expectativas, con un deseo de ver y conocer a Jesús, de tocarlo. Nos subimos al árbol de la oración, hacemos un esfuerzo, nos preparamos para el encuentro, queremos ver a Jesús… Seguimos una metodología, leemos el Evangelio, meditamos en un pasaje, pero quizás el centro somos nosotros, queremos ver a Jesús y nos olvidamos de que hay otra persona en la oración, “alguien” que también tiene deseo de vernos, de mirarnos, de amarnos.

Nos mueve la necesidad, nuestra imperfección, nuestras faltas y limitaciones. Queremos ver a Jesús, que nos ayude, nos alivie, nos sane, nos limpie. Le pedimos cosas, gracias, curaciones. Pero en el fondo nos olvidamos quizás de que hay un milagro muy hermoso, grandioso que sucede en cada meditación: Dios nos mira y nos conoce por nuestro nombre.

Con su mirada nos acoge y transforma


Así fue cómo Zaqueo comenzó a sentir su corazón latir de un modo nuevo. Él que iba a ver quién era Jesús se encuentra con una mirada que desde la humildad lo acoge de un modo sorprendente y maravilloso: le llama por su nombre: “Zaqueo”. Sí, Jesús nos acoge porque nos conoce. No teme acercarse a nosotros. Sabe qué hay en nuestro corazón, conoce nuestros límites, pecados, imperfecciones. ¡No espera nada de nosotros, nos espera a nosotros! Somos vistos por Jesús en la oración con amor y misericordia. Conoce nuestra historia.

El corazón de Cristo también late de amor y entusiasmo. Diría por dentro: “Ese me espera”, tengo que mirarle y que sienta que lo acojo como es, con su miseria. Vería el anhelo en los ojos de Zaqueo, quizás un anhelo que no había visto antes. Debió conmover al corazón de Jesús ver a este publicano, recaudador de impuestos, bajito, subido a un árbol para verlo.

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La mirada y la llamada son dos caras de una misma moneda. Mira, llama, perdona y confirma en la fe. En la oración recibimos todas estas gracias cuando nos dejamos mirar con humildad por Dios, cuando no nos reservamos nada, cuando nuestra mirada es sencilla como la de los niños. Querer ver a Dios es más un querer ser vistos por Él.

La mirada de Dios no es un simple ver, también significa algo más profundo, es conocer. Cuando Dios ve, mira, es porque conoce. Dios ve y a la vez conoce. Conoce el corazón del hombre como nadie más lo puede conocer. Al posar Jesús la mirada en Zaqueo y en cada uno de nosotros en la oración, su Amor penetra en lo más profundo del corazón y pone al descubierto, incluso para la misma persona, todo lo que hay dentro. Él sabe lo que me pasa, lo que me duele, inquieta, lo que me cuesta, lo que me ilusiona. Mis temores, heridas, esperanzas, todo. Me conoce más de lo que yo a mí mismo. Por eso san Agustín decía: “Conózcame a mí conociéndote a Ti”.

En esta cena de amor Cristo y yo nos exponemos el corazón

Ser vistos es también exponernos a su amor porque Él es expuesto al nuestro. Su mirada perfecta, perfecciona nuestro amor, lo purifica. Ser vistos por Cristo es ser acogidos en nuestra humanidad frágil y caída para que en sus ojos veamos el cielo que nos tiene prometido y nos animemos a caminar en su presencia. Es vernos perfectos en su amor, en el amor que Él nos tiene.

Soy visto con bondad y ternura y no puedo tener miedo a ser visto así. Es el Corazón de Jesús que late de amor por mí. Con gran deseo y deseado este encuentro Señor- podríamos decirle a Cristo- pero con más razón Él podría repetirnos, como en la Última Cena: “con gran y profundo deseo y deseado tener esta cena-encuentro contigo hoy para darme de comer, para alimentarte y sostenerte en el camino”.

Más que detenerme en lo que yo hago en la oración (que a veces no veo o siento), es contemplar la acción de Cristo en mí. Ver cómo me mira, cómo me espera, cómo se dirige a mí y pronuncia mi nombre con tanta ternura, aceptándome, sosteniéndome, acogiéndome.

PARA LA ORACIÓN:

1. Ver a Jesús, su mirada, que no me reprocha, sino que se “invita” a mi casa…
2. Ver sus ojos, y reflejarme en ellos. Allí ver mi historia, mi vida, mis pecados, mis esperanzas.
3. Escuchar cómo Jesús pronuncia mi nombre con dulzura, con cariño, con ternura y presentarle todo mi ser, mi vida, mi historia, todo lo que hay en mi corazón. Cómo Él lo conoce.
4. Ver cómo su mano amorosa se alarga para tomar la mía, ayudarme a bajarme del árbol y encaminarse a “mi casa”. Agradecerle este rato de oración y comprometerme a cambiar lo que necesite, siguiendo el ejemplo de Zaqueo.

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