La oración es estar sedientos de la sed de Dios. Es reconocer que estamos vacíos, necesitados de Aquel que sólo nos puede llenar y dar vida. También es dejarse saciar por Dios, llenarse del agua viva que Él nos quiere ofrecer: «Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él»(San Agustín).
Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4, 4-9)
Iniciativa de Dios por encima de todo
Cada encuentro con Dios, querido, buscado por nuestro corazón no parte de una decisión personal, aunque así lo parezca. Es Dios quien tiene la iniciativa como vemos en este pasaje: “tenía que pasar por Samaria”. Jesús estaba sediento por el camino andado. Fatigado se sienta en el pozo. Es la fatiga del Buen Pastor en busca de la oveja perdida. Él sabe que la oveja, tarde o temprano tendrá también sed, y desde la libertad de quien ama y espera, se sienta y se prepara para ese encuentro.
Perdidos, sedientos y heridos, nos acercamos a la fuente de agua viva. Esto es la oración, un camino que nos permite encontrarnos a nosotros mismos en Dios, nuestra propia verdad, identidad y vocación. Nos saciamos del agua que nos da sentido, que nos permite seguir caminando y nos señala el horizonte infinito que conduce a la vida eterna.
Nos conoce, nos acepta y nos invita
“Era la hora sexta”. Mediodía, hora de calor, soledad y humildad. La mujer samaritana se dirige al pozo para sacar agua precisamente en la hora de mayor soledad. Era consciente de su vida desordenada y por eso busca evitar el tener que hablar con otras mujeres que le puedan recordar o echar en cara su pecado. Elige la hora cuando el sol cae más fuerte, cuando el caminar se hace más pesado. Es parte de su condición de pecadora, no tiene la libertad de sacar agua al inicio de la mañana o al caer la tarde. Su pecado ha ido aislando su vida social.
Acostumbrada a este camino solitario, se sorprende grandemente al encontrarse a alguien sentado en el pozo. Además, su sorpresa es doble al ver que es un judío el que habla con ella, mujer samaritana.
En nuestra oración, Dios se adapta a nuestra realidad. Se sienta en nuestro camino para expresar su amor a través de una necesidad: «Dame de beber». Nos sorprende con su misericordia antes de que nosotros incluso revelemos nuestra miseria. Nos conoce, está enamorado de nuestro corazón y viene a refrescarnos con su agua viva. La oración es dejarse descubrir por Dios con las luces y sombras de la historia personal para que Él la sane.
Estar sentado para un judío es la postura de quien enseña. Jesús, nuestro Maestro, comienza una pedagogía hermosísima que nos revela su deseo profundo de enseñarnos su sed para apagar nuestra sed. La oración es aprender el amor del Amor. Escuchar sus palabras que nos van dirigiendo hacia Él, hacia esa agua que queremos buscar pero que a veces no logramos encontrar.
La experiencia nos va enseñando que Dios se hace presente y nos invita a entrar en una comunión profunda con Él. Son tantos los pozos en los que se sienta y nos espera. La oración es también descubrir esos pozos, circunstancias, personas que nos invitan a entrar, tocar, profundizar en la persona de Cristo. Ver a Jesús sentado, cansado del camino de mi alma. Tanto trabajo para llevarme a Él y yo tantas veces sigo perdido… Si tan sólo le diera el agua de mi amor que es lo que me pide cuando con humildad me dice que le dé beber.
La presencia de Jesús transforma un camino ordinario
Conocer a Dios y su don es el fruto de este viaje. Un encuentro cotidiano que por la presencia de Dios se convierte en especial. He aquí un elemento fundamental en nuestra oración: actuar la presencia de Dios. Este actuar no quiere decir inventar, sino ponerme en la presencia de Dios. Su iniciativa precede mi deseo de encontrarme con Él.
Cristo tiene sed, le pide de beber y entabla un diálogo sorprendente y maravilloso. Su presencia al inicio en cierto sentido asusta y confunde a la mujer samaritana. Pide de beber directamente, sin presentarse, sin conocerla. Aparentemente es un diálogo que comienza con un gesto impaciente, pero sabemos que es la divina impaciencia de quien ama y no puede esperar a mostrar su amor. Así, en la oración Él se me presenta y se me hace don.
Es cierto que su presencia nos puede llenar de un cierto temor. Quizás no nos acercamos a la oración con más frecuencia porque tememos que Dios nos pueda exigir. Nos falta entrar con confianza sabiendo que si Dios pide algo es porque quiere darnos mucho más: « Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida» (Benedicto XVI en su homilía de inicio de Pontificado).
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