viernes, 4 de noviembre de 2011

La Boda en Caná de Galilea ( 3 )



»El título de "Abogada" se remonta a san Ireneo. Tratando de la desobediencia de Eva y de la obediencia de María, afirma que en el momento de la Anunciación "La Virgen María se convierte en Abogada" de Eva (Adv. haer. V, 19, 1; PG VII, 1.175-1.176). Efectivamente, con su "sí" defendió y liberó a la progenitora de las consecuencias de su desobediencia, convirtiéndose en causa de salvación para ella y para todo el género humano. María ejerce su papel de "Abogada", cooperando tanto con el Espíritu Paráclito como con Aquel que en la cruz intercedía por sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y al que Juan llama nuestro «abogado ante el Padre» (cf. 1 Jn 2, 1).

Como madre, ella defiende a sus hijos y los protege de los daños causados por sus mismas culpas. Los cristianos invocan a María como "Auxiliadora", reconociendo su amor materno, que ve las necesidades de sus hijos y está dispuesto a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la salvación eterna. La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla como "Socorro".

La misma confiada certeza se expresa en la más antigua oración mariana con las palabras: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita" (Breviario romano). Como mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos, intercediendo continuamente en nuestro favor» (Aud. gen. 24-IX- 1997, 4 y 5)

«Y Jesús manifestó su gloria»:

En toda la Sagrada Escritura y, en concreto, en el cuarto Evangelio, la gloria es un atributo divino, sólo se atribuye a Dios. Aquí no se trata de la gloria pascual, sino todavía sólo de la gloria mesiánica.

«Y creyeron en él sus discípulos»

Aquí comienza a brotar la fe de los discípulos. ¡En este preciso momento!. Se dan cuenta –por gracia de Dios- de la trascendencia de Jesús, que en este momento se revela como nuevo Esposo mesiánico. Así como Yahwé en el pasado se desposó con Israel, así Jesús concluye con su pueblo la Nueva Alianza: «Caná es un signo, un símbolo de la Nueva Alianza» (A. Feuillet). En Caná Jesús «dio comienzo a los signos» de la nueva y definitiva Alianza, que llegará a su cumplimiento en el misterio pascual. Todos estamos llamados a las bodas del espíritu.

En el Breviario Romano, en las Víspera de Epifanía, se reza: «Hoy, la Iglesia se une al Esposo celeste, porque Cristo, en el Jordán, la ha lavado de sus crímenes: los magos, cargados de presentes, acuden a las bodas reales, y, a causa del agua convertida en vino, los invitados conocen la alegría. Alleluya!»

La Humanidad de Cristo: lugar de encuentro con la Trinidad

Ahora la cuestión es: ¿qué nos va a ti y a mí?, es decir, a nosotros, los cristianos. Nos va que nos hallamos en una continua fiesta, porque somos sarmientos de una Vid que es Cristo. Su sangre espiritual corre por nuestra venas. «Somos un solo cuerpo los que comemos de un mismo pan» dice San Pablo de la Eucaristía. «Unum», una sola cosa, como los desposados, más aún; al modo sublime y misterioso de Jesús y María. Los cristianos, al vivir de la fe, con todas sus consecuencias, nos hacemos uno con Cristo. Un solo corazón, una sola alma, un solo Espíritu con el Amor humanado. En la medida que entendamos el misterio de Caná, entenderemos nuestro propio misterio.

Aquí es donde más conviene aprender a utilizar los símbolos y metáforas de la Escritura, de modo que no bloqueen el pensamiento y, por el contrario, faciliten la vida de oración, el trato con Jesucristo y con las otras dos Personas divinas.

La Revelación nos habla de Cristo como «Esposo»; de la Iglesia –y en cierto sentido Iglesia somos realmente todos los fieles cristianos- como «Esposa de Cristo», así como «Cuerpo de Cristo». El cristiano es miembro de Cristo y miembro de otros miembros, como el sarmiento unido a la vid. La relación del cristiano con Cristo tiene un fundamento de realidad vital y esponsal.

María es la suprema y sublime expresión del alma cristiana y en todos –como dice san Ambrosio- ha de residir «el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos».

Ahora bien, ¿cómo pensar en Cristo como «mi Esposo»? Me resulta un lenguaje chocante y se me bloquea el pensamiento. Es preciso superar en este orden de cosas las cuestiones de género. Aquí se trata del Reino de Dios, donde ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán, en cierto sentido, como ángeles (Cf. Mt 22, 30).

Sin embargo, nos resulta difícil prescindir -en nuestra manera de pensar, en nosotros mismos y en los demás-, de nuestro propio género y del de los otros (masculino o femenino). Pero si el Espíritu Santo nos habla en la Escritura de «Jesús Esposo» es por algo relevante, debemos no prescindir de ello, porque perderíamos riqueza, hemos de indagar en su sentido profundo.

Cuando se habla de la relación del cristiano con Cristo hay que pensar los términos «esposo», «esposa», de modo semejante a como habla Jesús en parábola de la vid y los sarmientos. Hay alguna propiedad en la vid - constituida orgánicamente - que es semejante a la relación del cristiano con Cristo: la participación de distintos miembros en una misma vida, la de la cepa.

Otras propiedades de la vid no pueden aplicarse a nuestro caso, como por ejemplo, la ausencia en los sarmientos de personalidad o autonomía propia. La perfección de la persona no consiste en disolverse en otra, ni siquiera por amor. El Amor de Dios no impide, al contrario, la real diferencia de Personas en la Trinidad ni la unidad vital del Cuerpo de Cristo impide la distinción radical de las personas que lo constituyen.

Cristo es Dios humanado, el hombre verdadero que no es mero hombre; que ama del modo más profundo posible, con todo su ser, con entrega total de sí mismo, sin fisuras. Esto es lo común que tiene el amor de Cristo con el amor del esposo. ¿En qué se distingue? Cabe resumirlo diciendo: en que es sin límite. El amor esponsal sólo humano tiene límite, es por naturaleza y necesariamente parcial, por una razón muy sencilla: el varón no es mujer y la mujer no es varón; y por grande que sea la igualdad de naturaleza, la diferencia de género implica si no deficiencia, sí parcialidad, límite.

Hay algo en el amor de mujer que no está en el amor de varón. En este sentido, el amor de amistad, distinto al conyugal, puede ser mayor que éste. Puede ser, y de entrada es, más espiritual. El amor conyugal, ciertamente, se combina –debe combinarse- con el amor de amistad, pero, resumiendo cabe decir que si la conyugalidad reclama un amor de totalidad, el amor de amistad puede alcanzar una totalidad mayor, aunque excluya la conyugalidad.

La superioridad del verdadero amor de amistad no condicionado por los sentidos, se ve claramente al considerar que los sentidos se saturan; y se saturan porque tienen límite; el espíritu es una realidad radicalmente superior y potencialmente infinito. De ahí que la conyugalidad por sí sola no baste para la felicidad. Cuando se confunde idealmente con el amor supremo, fracasa, se frustra, desespera. Quisiera más y no lo encuentra. En cambio, aunque un acto de amor espiritual de la criatura no pueda ser actualmente infinito, siempre admitirá crecimiento; el límite espiritual admite un siempre más, siempre se puede estar superando el límite; no hay saturación.

El amor de Cristo llega «hasta el fin», «hasta el extremo», es decir, sin límite. No es parcial, es total, como es el ideal del matrimonio, pero el suyo es amor en puro espíritu, no desencarnado, pero tampoco condicionado o limitado por el género; y va mucho más allá del que facilitan el cuerpo y los sentidos. Pero lo más relevante es que, en su corazón humano está amando Dios. La suya es una donación que no puede alcanzar ninguna persona humana.

Incluye una analogía (semejanza y desemejanza) muy curiosa: el amor de Cristo se consuma también "en la carne"; en la Comunión eucarística realmente comemos su Carne y bebemos su Sangre, en una interiorización que da origen a una unión más íntima que la conyugal; más profunda, aunque no sensitiva, superior al nivel de los sentidos, que podemos llamar sacramental.

Se nos ha revelado que el amor de Cristo es el amor de Aquel en quien «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza de todo Principado y de toda Potestad» (Col 2, 9-10). Es obvio que el cuerpo de Cristo no es Dios, pero es de Dios y su corazón humano compendia todas las calidades del amor humano enriquecidas con calidades divinas: infinitos tesoros de Amor. El poder de la divinidad se encuentra activa en la humanidad de Cristo.

En definitiva, en Cristo se halla todo el amor del Verbo humanado, que procede del Padre –hallamos el amor del Padre- que, con el Padre, es origen del amor del Espíritu Santo –hallamos el amor del Espíritu Santo. En el «rostro» de Cristo se refleja humanamente el «rostro» de Dios Uno-Trino. Cristo «el Amado» por el Amor infinito del Padre, es el Amor de correspondencia infinita, que se nos ofrece en su totalidad en la Eucaristía. La humanidad de Cristo es camino al Amor de la Trinidad, el enlace del hombre con la Trinidad-Amor Supremo. Y por todo eso, Cristo es el Amor Salvador de todo amor humano noble, que encuentra en Él su raíz y su plenitud.

Amar, pues, la santísima humanidad de Cristo, es amar al modo de María, Hija, Madre y Esposa de Dios. No hay otra manera de entenderlo que pedirlo y vivirlo; y la contemplación de este Segundo Misterio Luminoso del Santo Rosario, es una ocasión para rogar a la Virgen que nos enseñe a conocer y tratar a su Hijo. Que Ella, que es Asiento de la Sabiduría, nos haga partícipes de esa sabiduría que se saborea en el entendimiento y en el corazón. Aunque seamos vasos de barro, podemos llevar en ellos el licor embriagante y a la vez sosegante del amor de Cristo.

Sugerencias para la oración de petición

«No tienen vino». Nos falta sabiduría, nos falta Amor. Se lo decimos a Ella y con Ella a Jesús. ¿Cómo no va a escucharnos? Queremos creer como llegaron a creer los discípulos, no ya en Caná sino después de la Resurrección.

Jesús, por intercesión de la Virgen Santísima, auméntanos la fe, la esperanza y el amor a Jesús sacramentado.

Como María enseña: «Haced lo que Él os diga», pedimos: «Domine, quid me vis facere?», Señor, ¿qué quieres que yo haga? ¿Qué propósitos tengo que hacer? ¿En qué debo luchar más? ¡Que lo vea, que lo haga!

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