jueves, 4 de diciembre de 2014

María Soberana San Juan Damasceno.

Inicio > Magisterio > Magisterio de la Iglesia - 674 - J. Damasceno + 750 ca.1º

"La oración es la elevación del alma hacia Dios o la petición a Dios de bienes convenientes" (San Juan Damasceno, f. o. 3, 24).

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En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.
 Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi Señor, tú, mi Señora» (Fragmenta: PG 13,1.902D). En este texto, se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas » (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94, 1.157).

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La imagen sagrada, el icono litúrgico, representa principalmente a Cristo. No puede representar a Dios invisible e incomprensible; la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva "economía" de las imágenes:
En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios...con el rostro descubierto contemplamos la gloria del Señor (S. Juan Damasceno, imag. 1,16).
"La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios" (S. Juan Damasceno, imag. 127). La contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.

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San Juan Damasceno, en el Comentario a las cartas de san Pablo que se le atribuye, escribe:  "San Pablo dice que "por su sangre hemos recibido la redención" (Ef 1, 7). En efecto, se dio como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte no podían ser liberados de otro modo, sino mediante aquel que se hizo partícipe con nosotros de la muerte. (...) Por la acción realizada con su venida hemos conocido la naturaleza de Dios anterior a su venida. En efecto, es obra de Dios el haber vencido a la muerte, el haber restituido la vida y el haber llevado nuevamente el mundo a Dios. Por eso dice:  "él es imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no sea el Padre, sino la imagen del Padre, y se identifica con él, aunque no sea él" (I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione, Bolonia 2000, pp. 18 y 23). 

San Juan Damasceno concluye, después, con una mirada de conjunto a la obra salvífica de Cristo:  "La muerte de Cristo salvó y renovó al hombre; y devolvió a los ángeles la alegría originaria, a causa de los salvados, y unió las realidades inferiores con las superiores. (...) En efecto, hizo la paz y suprimió la enemistad. Por eso, los ángeles decían:  "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra"" (ib., p. 37).

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"La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).

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Por el hecho de que en la muerte de Cristo el alma haya sido separada de la carne, la persona única no se encontró dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo (S. Juan Damasceno, f.o. 3, 27).

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Doctrina, moral, ascesis y espiritualidad no son expresiones de una religiosidad genérica, sino en virtud de su raíz eucarística, se convierten en articulaciones unitarias del cumplimiento del designio de Dios sobre cada persona y sobre toda la historia: “hacer de Cristo el corazón del mundo”. De este modo toda la vida es concebida como vocación y esto permite esa imitatio Christi testimoniada a lo largo de los siglos por los santos en los diversos estados de vida. La existencia cristiana transcurre tras las huellas del Maestro orientada a la eternidad y asimismo responsable y constructivamente atenta a cada evento de la historia. [Juan Damasceno, seguido por la tradición ortodoxa, no duda en afirmar: “Y yo honro y trato con veneración la materia; a través de ella fue actuada mi salvación”. Cf. Juan Damasceno, Orationes de imaginibus I, 16].

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SAN JUAN DAMASCENO  AÑO 674/5 750ca.
«Dilexit Ecclesiam» amó a la Iglesia Católica fundada por Jesucristo

El último Padre de la Iglesia en Oriente nació en Damasco entre los años 650 y 674 ca, en el seno de una familia acomodada. Su padre ocupaba un cargo importante en la Corte y él llegó a formar también parte de la administración del califato, en calidad de Logoteta o jefe de la población cristiana, que ya estaba bajo el dominio de los Califas. Hacia el año 726 dejó este puesto y se retiró al monasterio de San Subas, cerca de Jerusalén. 

Ordenado sacerdote, llevó a cabo una actividad literaria considerable, contestando a las preguntas de muchos obispos y predicando con frecuencia en Jerusalén. Hombre de vasta cultura, su apasionado amor por Jesucristo y su tierna devoción a Santa 
María le colocan entre los hombres ilustres de la Iglesia, tanto por su virtud corno por su ciencia. Desde el punto de vista teológico, su importancia radica en que supo reunir y exponer lo esencial de la tradición patrística, sin carecer de fuerza creadora propia. Su actividad literaria ha dejado obras dogmáticas, polémicas, exegéticas, ascético-morales, homiléticas y poéticas. Su nombre está indisolublemente ligado a la defensa de la ortodoxia cristiana contra la herejía iconoclasta, que rechazaba el culto a las imágenes. 

San Juan Damasceno transmitió a la Edad Media una admirable síntesis de las riquezas doctrinales de la Patrística griega. Es, con San Juan Crisóstomo, el Padre oriental más citado por los autores escolásticos, que lo consideraban una autoridad. Poco tiempo después de su muerte, ocurrida alrededor del año 750, ya estaba 
muy difundida su fama de santidad. Recibió del II Concilio de Nicea (año 787) los más cálidos elogios por su santidad y ortodoxia. El 19 de agosto de 1890 fue proclamado Doctor de la Iglesia por León XlIl. 
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Las Homilías cristológicas, en las que brilla la gran elocuencia de Juan Damasceno, son de carácter exegético, y en ellas se pone de relieve su interés por la teología trinitaria y su intención pastoral.
Las homilías sobre la Natividad y Dormición de María -profundamente impregnadas de espiritualidad e incluso de poesía- se han hecho clásicas. El Papa Pío XII, en la bula "Munificentissimus Deus" con la que proclamó el dogma de la Asunción de María (1950), recoge el testimonio de Juan Damasceno como uno de los más destacados de la época patrística.

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El jardín de la Sagrada Escritura(Exposición de la fe ortodoxa, 1V 17)

Dice el Apóstol: Muchas veces y de muchos modos habló Dios antes por medio de los profetas; mas en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo (Heb 1, 1-2). Por medio del Espíritu Santo hablaron la ley los profetas, los evangelistas, los apóstoles, los pastores y maestros. Por eso, toda Escritura es inspirada por Dios y es también útil (cfr. 2 Tm 3, 16). Es, pues, cosa bella y saludable investigar las divinas Escrituras. Como un árbol plantado junto a cursos de agua, así el alma regada por la Sagrada
Escritura crece y lleva fruto a su tiempo (Sal 1, 3); es decir, la fe recta, y está siempre adornada de verdes hojas, esto es, de obras agradables a Dios. Por las santas Escrituras, en efecto, somos conducidos a cumplir acciones virtuosas y a la pura contemplación. En ellas encontramos el estímulo para todas las virtudes y el rechazo de todos los vicios. Por eso, si aprendemos con amor, aprenderemos mucho; pues mediante la diligencia, el esfuerzo y la gracia de Dios que da todas las cosas, se obtiene todo: el que pide, recibe; el que busca, halla; a quien llama, se le abrirá (Lc 11, 10). 
Exploremos, pues, este magnífico jardín de la Sagrada Escritura, un jardín que es oloroso, suave, lleno de flores, que alegra nuestros oídos con el canto de múltiples aves espirituales, llenas de Dios; que toca nuestro corazón y lo consuela cuando se halla triste, lo calma cuando se irrita, lo llena de eterna alegría; que eleva nuestro pensamiento sobre el dorso brillante y dorado de la divina paloma (cfr. Sal 67, 14), que con sus alas esplendorosas nos lleva hasta el Hijo Unigénito y heredero del dueño de la viña espiritual, y por medio de Él al Padre de las luces (Sant 1, 17). 
Pero no lo exploremos con desgana, sino con ardor y constancia; no nos cansemos de explorarlo. De este modo se nos abrirá. 

Si leemos una vez y otra un pasaje, y no lo comprendemos, no nos debemos desanimar, sino que hemos de insistir, reflexionar, interrogar. Está escrito, en efecto: interroga a tu padre y te lo anunciará, a tus ancianos y te lo dirán (Dt 32, 7). La ciencia no es cosa de todos (cfr. 1 Cor 8, 7). Vayamos a la fuente de este jardín para tomar las aguas perennes y purísimas que brotan para la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Gozaremos y nos saciaremos, sin saciarnos, porque su gracia es inagotable. Si podemos tomar algo útil también de los de fuera [de los escritores profanos], nada nos lo prohíbe; pero comportémonos como expertos cambistas, que recogen el oro genuino y puro, mientras rechazan el oro falso. Acojamos sus buenas enseñanzas y arrojemos a los perros sus divinidades y sus mitos absurdos, pues de todo eso sacaremos más fuerzas para
combatirlos. 

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La fuerza de la Cruz - (Exposición de la fe ortodoxa, I14 11)

Todas la obras y milagros de Cristo son sobresalientes, divinos y 
admirables; pero lo más digno de admiración es su venerable cruz. Porque por ninguna otra causa se ha abolido la muerte, se ha extinguido el pecado del primer padre, se ha expoliado el Infierno, se nos ha entregado la resurrección, se nos ha concedido la fuerza de despreciar el mundo presente y la muerte misma, se ha enderezado nuestro regreso a la primitiva felicidad, se han abierto las puertas del Paraíso, se ha situado nuestra naturaleza junto a la diestra de Dios, y hemos sido hechos hijos y herederos suyos, no por ninguna otra causa—repito—más que por la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La cruz ha garantizado todas estas cosas: todos los que fuimos bautizados en Cristo, dijo el Apóstol, fuimos
bautizados en su muerte (Rm 6, 3). Todos los que fuimos bautizados en Cristo nos revestimos de Cristo (Gal 3, 27). Cristo es la virtud y la sabiduría de Dios (2 Cor 1, 24). 

Por tanto, la muerte de Cristo, es decir, la cruz, nos ha revestido de la auténtica sabiduría y potencia divina. El poder de Dios es la palabra de la cruz, porque por ésta se nos ha manifestado la potencia de Dios, es decir, la victoria sobre la muerte; y del mismo modo que los cuatro extremos de la cruz se pliegan y se encierran en la parte central, así lo elevado y lo profundo, lo largo y lo ancho, esto es, toda criatura visible e invisible, es abarcada por el poder de Dios. 

La cruz se nos ha dado como señal en la frente al igual que a Israel la circuncisión, pues por ella los fieles nos diferenciamos de los infieles y nos damos a conocer a los demás. Es el escudo, el arma y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9, 12). Es el instrumento para levantar a los que yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la vara de los que son apacentados, la guía de los que se dan la vuelta hacia atrás, el punto final de los que avanzan, la salud del alma y del 
cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna. 

Así, pues, ante este leño precioso y verdaderamente digno de veneración, en el que Cristo se ofreció como hostia por nosotros, debemos arrodillarnos para adorarlo, porque fue santificado por el contacto con el cuerpo y sangre santísimos del Señor. También hemos de obrar así con los clavos, la lanza, los vestidos y los sagrados lugares donde el Señor ha estado: el pesebre, la cueva, el Gólgota que nos ha traído la salvación, el sepulcro que nos ha donado la vida, Sión, fortaleza de la Iglesia, y otros lugares
semejantes, según decía David, antepasado de Dios según la carne: entraremos en sus mansiones, adoraremos en el lugar donde estuvieron sus pies (Sal 131, 7). 

Las palabras que se exponen a continuación demuestran que David se refiere a la cruz: levántate, Señor, a tu descanso (Ibid., 8). La resurrección sigue a la cruz. Pues si entre las cosas queridas estimamos la casa, el lecho y el vestido, ¿cuánto más queridas serán para nosotros, entre las cosas de Dios y de nuestro Salvador, las que nos han procurado la salvación? 
¡Adoremos la imagen de la preciosa y vivificante cruz, de cualquier materia que esté compuesta! Porque no veneramos el objeto material— ¡no suceda esto nunca!—, sino lo que representa: el símbolo de Cristo. Él mismo, refiriéndose a la cruz, advirtió a sus discípulos: entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo (Mt 24, 30). Y, por eso, el ángel que anunciaba la Resurrección dijo a las mujeres: buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado (Mc 16, 6). Y el Apóstol: nosotros anunciamos a Cristo
crucificado (2 Cor 2, 23). Hay muchos Cristos y muchos Jesús, pero uno solo es el crucificado. No dijo atravesado por la lanza, sino crucificado. Hay que adorar, por tanto, el símbolo de Cristo; donde se halle su señal, allí también se encontrará Él. Pero la materia con que esté construida la imagen de la cruz, aunque sea de oro o de piedras preciosas, no hay que adorarla después de que se destruya la figura. Adoramos todas las cosas consagradas a Dios para rendirle culto. 

El árbol de la vida, el plantado por Dios en el Paraíso, prefiguró esta venerable cruz. Puesto que por el árbol apareció la muerte (Gn 2 y 3), convenía que por el árbol se nos diera la vida y la resurrección. Jacob, que fue el primero en adorar el extremo de la vara de José, designó la cruz, porque al bendecir a sus hijos con las manos asidas al bastón, delineó clarísimamente la señal de la cruz. 

También la prefiguran la vara de Moisés, después de golpear el mar trazando la figura de la cruz, de salvar a Israel y de sumergir al Faraón; sus manos extendidas en forma de cruz y que pusieron en fuga a Amalec; el agua endulzada por el leño y la roca agrietada de la que fluía un manantial; la vara de Aarón, que sancionaba la dignidad de su jerarquía sacerdotal; la serpiente hecha, según la costumbre de los trofeos, sobre madera, como si estuviera muerta (aunque esta madera fue la que dio la salvación a los que con fe veían muerto al enemigo), como Cristo fue clavado con carne incapaz de pecado. El gran Moisés exclamó: veréis vuestra vida colgada en el leño ante vuestros ojos (Dt 28, 66). E Isaías: todo el día extendí mis manos ante el pueblo que no cree y que me contradice (Is 15, 2). 
¡Ojalá los que adoramos la cruz participemos de Cristo crucificado! 

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El coro de los ángeles - (Exposición sobre la fe ortodoxa, 11, 3)
ANGELES/DAMASCENO

El ángel es un ser inteligente, dotado de libre arbitrio, en continua actividad incorpórea al servicio de Dios; enriquecido con la inmortalidad gracias al don del Altísimo, aunque sólo el Creador sabe en qué consiste su sustancia y puede definirla (...). 

El ángel es una naturaleza racional, inteligente, libre, sujeto a 
razonamiento y determinado en la voluntad, pues todo lo que ha sido creado debe estar sujeto a cambio: sólo lo increado está fuera de la esfera de la mutabilidad. También lo que es racional está dotado de libertad y, por eso, el ángel, al tener razón y ser inteligente, goza de libre arbitrio; es una naturaleza creada y mutable, pues libremente puede adherirse al bien y progresar en él, o plegarse al mal (...). Tiene la inmortalidad, pero sólo por gracia y don divinos, no por naturaleza, pues todo lo que tiene principio ha de tener un fin. Sólo Dios existe desde siempre. Quien ha creado el tiempo y se encuentra por encima de él, no está sujeto al tiempo. 

Los ángeles son luces espirituales que reciben su esplendor de esa primera Luz, que no tiene principio. No necesitan lengua, ni oídos, pues se comunican las experiencias e ideas sin auxilio de voz. Han sido creados por medio del Verbo y recibieron su perfección a través del Espíritu Santo, para que cada uno reciba, según su dignidad y orden, la gracia y la gloria. 
Están circunscritos o limitados en el sentido de que, mientras se 
encuentran en el Cielo, no están en la tierra, o si son enviados por Dios al mundo, no permanecen en el Paraíso. Pero no están sujetos a un lugar fijado por muros, puertas, vallas o cerraduras; ni son reducidos a unos confines precisos. 

Tampoco están vinculados a figura alguna; aparecen a los que Dios quiere pero no como son, sino en la forma adecuada a la vista de quienes los ven. Por otro lado, sólo lo que es increado rechaza por naturaleza cualquier límite; las criaturas, por el contrario, están limitadas por los términos fijados por el Creador. De otra parte, los ángeles reciben la santidad no de su propia naturaleza, sino de otra fuente, que es el Espíritu Santo. Gracias a la iluminación de Dios pueden predecir el futuro y no tienen necesidad de connubio porque son inmortales (...). 

Los ángeles son poderosos y prontos a cumplir la voluntad de Dios; dotados de tal agilidad que se encuentran al instante allí donde Dios quiere. Cada uno tiene en custodia una parte de la tierra, preside a una nación o a un pueblo, según las disposiciones del Creador: dirigen nuestros asuntos y nos ayudan en cuanto, por voluntad divina, están por encima del hombre y se encuentran siempre en torno a Dios (...). 

Contemplan al Altísimo en el grado en que el Señor se lo permite a cada uno y de este manjar se alimentan. Superiores a nosotros porque son incorpóreos e inmunes a las pasiones corporales, aunque no de cualquier pasión, porque esto sólo compete a Dios. 
Se transforman en todo lo que la divinidad quiere, y, de este modo, se hacen visibles a los hombres, descubriéndoles los misterios divinos. Se encuentran en el Cielo y tienen la misión de alabar a Dios y cumplir su voluntad. 

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Madre de la gloria (Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta, 2 y 14) ASUNCION/DAMASCENO

Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el templo celestial la única y santa Virgen, la que con tanto afán cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz, Ella permaneció virgen antes del parto, en el parto y después del parto. 

Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo suyo y antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles, celebran las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades, hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan laudes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un honor de poca monta, pues glorifican a la Madre de la gloria. 

Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió volando del arca, es decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su sede en la tierra de la suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a ninguna suciedad. 

Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en el que se nos libra de la condena, es plantado el árbol de la vida y cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de vestidos, ni privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la copiosa gracia del Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica, ¿cómo podré ponérmela? (Cant 5, 3). En el primer Paraíso estuvo abierta la entrada a la serpiente, mientras que nosotros, por haber 
ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos comparados con los jumentos (cfr. Sal 48, 13). Pero el mismo Hijo Unigénito de Dios, que es Dios consustancial al Padre, se hizo hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la Virgen. De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad; siendo mortal, fui revestido de inmortalidad y me despojé de la túnica de piel. Rechazando la corrupción me he revestido de incorrupción, gracias a la divinización que he recibido. 

Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere significar, que es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y conserva los cielos, el Artífice de todas las cosas creadas —tanto de las terrenas como de las celestiales, caigan o no bajo nuestra mirada—, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y se hizo niño en Ella sin obra de varón, y la transformó en hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que abarca todas las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y permaneciendo al mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede ser comprehendido. 
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia—no sé de qué modo expresarlo con mis labios audaces y temblorosos—nos es escondida por una muerte vivificante. Ella, que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que está permitido llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte? Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por el Señor1 y, como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que extienda ahora su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn 3, 22), ¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al que es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo inicio ni tendrá fin? 

(...) Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo cielo. 
Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en las divinas moradas de su Hijo; y así como el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que viven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es Causa de nuestra alegría? 

Convenía que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte. 

Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador hecho niño habitase en los tabernáculos divinos. 

Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la morada del Cielo. 

Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el puñal del dolor que no la había herido en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la derecha del Padre. 

Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo, y fuese honrada por todas las criaturas. 
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1. Es de fe la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo; sobre si Nuestra Señora sufrió o no la muerte corporal, el Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado.

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SAN JUAN DAMASCENO – PADRE DE LA IGLESIA CATÓLICA

Puede considerarse como el último de los Padres de Oriente.
Nació en Damasco hacia el 675, de una distinguida familia, cuando ya el territorio de Siria había sido conquistado por los musulmanes.
Cuando contaba unos treinta años, junto con su hermano adoptivo Cosme, dejó el bienestar de su ciudad y se retiró al monasterio de San Sabas, en el desierto de Judea.
Se destacó por sus dotes de orador, uniendo la elocuencia del predicador con una profunda ciencia teológica.
Es generalmente conocido como el gran defensor del culto a las imágenes, frente a la herejía iconoclasta.
Durante los últimos 30 años de su vida se dedicó incansablemente a la compilación de sus escritos, a la predicación y a la vida monástica.
Murió en edad avanzada hacia el 749, y fue declarado doctor de la iglesia universal en el año 1890.



SAN JUAN DAMASCENO -  Padre y Doctor de la Iglesia del s. VIII.

Vida. Existen pocas noticias fidedignas. Las biografías más antiguas son compilaciones en árabe y griego realizadas durante los s. x y xi, y carecen de sentido crítico. La Vida más antigua es atribuida comúnmente al patriarca Juan VII de Jerusalén (a. 965-969). Dos Vidas más, una anónima y otra atribuida a Juan Mercurópulos, también patriarca de Jerusalén ca. 1156-65, dependen bastante de la primera. De igual forma, ni la biografía atribuida al monje Miguel, ni la breve Vida descubierta por el P. M. Gordillo en la biblioteca Marciana de Venecia pueden adelantarse a la primera mitad del s. x. Los únicos datos seguros para la biografía del D. son los que emanan de su misma obra y las noticias que se desprenden de las alabanzas que le dedica el II Concilio de Nicea (v.) en las sesiones VI y VII.
Nace en Damasco entre los a. 650-674 en el seno de una familia árabe acomodada. Su padre, Sargum ibn Mansur, ocupaba un cargo importante en la corte, al parecer, recaudador de los impuestos que los cristianos debían pagar al califa. J. entra a formar parte también en la administración del califato, quizá sucediendo a su padre. Así parece deducirse de las Actas del 11 Conc. de Nicea: «Juan... dejadas todas las cosas, emuló el ejemplo del evangelista Mateo... estimando el oprobio de Cristo mayor riqueza que el tesoro que dejó en Arabia» (Mansi, XIII, 357). Hacia el 700 se retira al monasterio de S. Sabas, en el desierto entre Jerusalén y el mar Muerto. Ordenado de sacerdote, lleva a cabo una actividad literaria considerable, contestanto a las consultas de muchos obispos y predicando con frecuencia en Jerusalén. Su Exposición y declaración de fe parece ser la confesión de fe que J. leyó públicamente el día de su ordenación. «Me has llamado, Señor, ahora por manos de tu pontífice para administrar a tus discípulos» (o. c.: PG 95,418). Este pontífice que le ha impuesto las manos es Juan IV de Jerusalén (706-734), de quien J. se declara discípulo y amigo íntimo en la Carta sobre el Trisagio (PG 95,58b). En la citada profesión de fe, J. añade: «Me has apacentado, oh Cristo, Dios mío, en un lugar verde, y me alimentaste con las aguas de la recta doctrina por las manos de tus pastores» (ib.). Se deduce de aquí que gran parte de su formación la recibió de sacerdotes y obispos. El «lugar verde», es sin duda, el monasterio de S. Sabas. En esta profesión de fe no existe alusión alguna a la defensa del culto de las imágenes, dato que nos permite situar la fecha de su ordenación sacerdotal antes del 726, ya que, de haber comenzado la persecución iconoclasta (v.), la encontraríamos citada en la lista de herejías con que termina dicha confesión de fe. J. debió morir de edad muy avanzada. En su segunda Homilía sobre la dormición de la Virgen afirma que se encuentra ya en el «invierno» de su vida (cfr. PG 96,724).
 De vasta cultura teológica, su apasionado amor por Jesucristo y su tierna devoción a Santa María le colocan entre los hombres ilustres que han iluminado a la Iglesia tanto por su virtud como por su ciencia. Su culto comienza a raíz de su muerte, recibiendo ya del II Conc. de Nicea los más cálidos elogios tanto con respecto a su santidad como con respecto a su ortodoxia (cfr. Mansi, X111,357 y 400). Teófanes le llama «nuestro padre» y chrysorrhoas (río de oro) (Chronographia, PG 108,841b). León XIII le proclama Doctor de la Iglesia el 19 ag. 1890. Su fiesta se celebra el 4 de diciembre (hasta 1969, en la Iglesia latina el 27 marzo).
Obras. J. es el último gran teólogo de la Iglesia griega. Utiliza sus conocimientos filosóficos con exclusiva preocupación de servicio a la teología. No intenta hacer una obra original. «Nada digo que sea mío», escribe en el prólogo de La fuente del conocimiento (PG 94,525). El interés de J. se centra en reunir y exponer lo esencial de la tradición patrística. Aquí radica su importancia: espíritu de una universalidad sorprendente y con gran capacidad de síntesis, reúne gran cantidad de materiales que engarza en un sistema completo, que no carece de fuerza creadora. Aunque normalmente no cita las fuentes que utiliza, es fácil identificarlas: Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianzeno, Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Nemesio de Emesa, Cirilo de Alejandría, el Pseudo-Dionisio, Leoncio de Bizancio y Máximo el Confesor. Son todos autores pertenecientes al Oriente; de ellos, el preferido es Gregorio de Nacianzo. De la literatura teológica occidental sólo parece conocer el Tomo a Flaviano de S. León 1 (v.), quizá a través de las Actas del Conc. de Calcedonia. Por otra parte, su interés recae sobre todos los campos del saber teológico y su actividad literaria se manifiesta en la forma más variada: escribe obras dogmáticas, polémicas, exegéticas, ascéticomorales, homiléticas y poéticas.

      1) Obras dogmáticas: Fuente del conocimiento, conocida comúnmente con el título De fide ortodoxa. Escrita después del 742, pertenece al último periodo de su actividad literaria y, al parecer, estuvo sometida a dos redacciones. Está dividida en tres partes: a) Dialéctica, 100 capítulos filosóficos introductorios a la exposición del dogma y consistentes en definiciones filosóficas tomadas sobre todo de la Isagoge de Porfirio, Aristóteles y algunos Padres de la Iglesia; b) De haeresibus (el libro de las herejías) consistente en la recensión de 103 herejías, las 80 primeras tomadas casi literalmente del Panarion de S. Epifanio (v.), las restantes de fuentes más recientes como Teodoreto, Leoncio de Bizancio y otros, y las tres últimas -islamismo, iconoclastas y aposkitas- de exclusiva redacción del Damasceno; c) De fide ortodoxa (Sobre la fe ortodoxa) que, en líneas generales, no es otra cosa que la exposición y desarrollo del Símbolo Niceno-Constantinopolitano (v. FE ti) y es la primera exposición sistemática del dogma católico. Dividida originariamente en 100 capítulos, suele presentarse en Occidente dividida en cuatro libros a imitación de las Sentencias de Pedro Lombardo. Los caps. 1-14 tratan de Dios y de la Trinidad; los caps. 15-44 de la Creación y de la Providencia; los caps. 45-73 de la Encarnación y sus consecuencias; los caps. 74-100 de asuntos diversos concernientes a cristología, sacramentos, mariología y escatología.
      A esta gran obra se suman los siguientes pequeños tratados: Introducción elemental al Dogma (Institutio elementaris ad dogmata), semejante a la Dialéctica, escrita, al parecer, cuando todavía el autor no había leído a Leoncio de Bizancio; Opúsculo sobre la recta doctrina (Libellus de recta doctrina), profesión de fe compuesta por el Damasceno para que el obispo Elías, quizá convertido del monotelismo, las recitase ante Pedro, obispo de Damasco; un pequeño catecismo titulado Sobre la Santa Trinidad (De Sancta Trinitate) y Exposición y declaración de fe (Expositio et declaratio fidei), recitada por el mismo J. el día de su ordenación sacerdotal. Aunque se han suscitado aleunas dudas en torno a las dos últimas obras citadas, la mayoría de los autores sigue atribuyéndolas a J.

      2) Escritos polémicos: J. escribió contra las herejías de su tiempo (nestorianismo, monofisismo, monotelismo, maniqueísmo, paulicianismo, iconoclastas), e incluso llegó a ensayar un método para discutir con los sarracenos. Los más importantes son: Contra los nestorianos, Contra los jacobitas, Acerca de la naturaleza compuesta contra los acéfalos, Sobre el himno del Trisagio, carta al archimandrita Jordán, y los Tres discursos en favor de las sagradas imágenes (Orationes pro sacris imaginibus), escritos entre 726-730 tras los edictos del emperador León 111 el Isáurico, y donde protesta enérgicamente contra el cesaropapismo.


 3) De los escritos exegéticos sólo es conocida una compilación con notas personales de los comentarios a las epístolas paulinas hechos por S. Juan Crisóstomo, Teodoreto y Cirilo de Alejandría, titulada Comentario a las cartas de S. Pablo.

4) La obra más importante de las catalogadas entre las ascético-morales consiste en la compilación de textos extraídos de la S. E. y de los Santos Padres ordenados según las letras del alfabeto griego. De esta compilación existen dos recensiones, ninguna de las cuales parece reproducir fielmente la primitiva compilación realizada por J. Parece auténtico el prólogo, en el que J. explica la naturaleza y división de la obra. La obra, conocida comúnmente con el título de Paralelos sagrados, parece haber tenido como título original el de Sacra (textos sagrados). Su mayor importancia radica en conservar abundantes fragmentos de obras perdidas de autores antenicenos. Se conservan además los siguientes pequeños tratados ascéticos: Sobre los ocho espíritus de milicia (los pecados capitales); Sobre las virtudes y los vicios del alma y del cuerpo (al parecer, el anterior tratado corregido y aumentado); Sobre los sagrados ayunos, interesante para la historia de la cuaresma y las controversias en torno a su duración. De las trece Homilías publicadas como de J. en la edición de Migne, sólo nueve parecen auténticas: 1 Sobre la Natividad de la Virgen, 1 Sobre la Transfiguración, 1 Sobre la higuera estéril, 1 Sobre el sábado santo, 1 Sobre el Domingo de Ramos, 1 Sobre la Natividad del Señor y 3 Sobre la dormición de la Virgen.

J. goza de gran renombre en la himnología bizantina por sus cantos e himnos litúrgicos (v.), principalmente referentes a las fiestas del Señor. No es fácil hacer el inventario de sus himnos. Los autores oscilan entre atribuirle una docena de cánticos o un centenar. Son especialmente célebres sus cánticos llamados Cánones, de nueve cánticos.

Doctrina. J. no pretende más que ser el eco fiel de la S. E. y de la tradición anterior. Resumir, pues, su doctrina, vendría a ser lo mismo que resumir la teología de ocho siglos. Sin embargo, decir que es un eco fiel de la tradición anterior no equivale a llamarle un simple compilador. El De fide ortodoxa es un resumen muy personal, con fino sentido teológico, donde pone de relieve lo más esencial de la tradición griega, sin recogerla totalmente. Ya señalamos sus autores preferidos.

Una de sus preocupaciones constantes es la precisión en los términos y conceptos que intervienen a la hora de elaborar la teología trinitaria y la cristológica. Buena prueba de ello es su Dialéctica. A más de las definiciones en torno a naturaleza y persona, J., siguiendo a Leoncio de Bizancio, utiliza el término «enypostasis» significando «aquello que no subsiste en sí mismo» y aplicándolo a la naturaleza humana de Cristo que subsiste en la hypóstasis del Verbo (cfr. Dialéctica, 44: PG 94,616-617). Igualmente, estudia el concepto de «enousia», unión, señalando las propiedades que caracterizan la unión hipostática: 1) unidad de hypóstasis, 2) perseverancia en dicha unión de las diversas naturalezas y sus propiedades sin cambio, mezcla o confusión, 3) indestructibilidad de esta unión, en el sentido de que es siempre la misma hypóstasis la que soporta las diversas naturalezas (cfr. Dialéctica, 66: PG 94,665-668).

La Revelación llega a los hombres a través de la S. E. inspirada por Dios y de la tradición no escrita. J. ofrece la misma lista de libros inspirados que S. Epifanio (v.) en el Demensuris et ponderibus, pareciendo ignorar el Concilio Trullano que había aceptado ya la colección canónica africana, más tarde promulgada por el Conc. de Trento. J. exalta la autoridad de los Padres y doctores, llamándoles frecuentemente theopneustoi, inspirados. «La Ley, los profetas, los evangelistas, los Apóstoles, los pastores y doctores nos hablan movidos por el Espíritu Santo» (De fide ortodoxa, IV,17: PG 94,1176b). Esta inspiración es atribuida no a un solo Padre, sino al Magisterio de la Iglesia tomado en su conjunto. Admite el progreso dogmático, especialmente en la elaboración de las fórmulas doctrinales: «...y nosotros anatematizamos a aquellos que no quieren recibir esta terminología nueva» (III Oral. pro imag., 11: PG 94,1333). La regla de la fe es la tradición de la Iglesia (ib.). La Iglesia, cuya estructura es jerárquica y monárquica -es Pedro quien ha recibido la misión de ser jefe de la misma (Hom. in Transf. 6: PG 96,553)-, debe gozar de independencia ante todo poder temporal: «Es cometido de los sínodos y no de los emperadores el decidir las cosas eclesiásticas... No consiento a los decretos imperiales el gobernar la Iglesia; ella tiene sus leyes en las tradiciones de los Padres, escritas y no escritas» (Orat. in imag. I y III: PG 94, 1281 y 1304).

Juan Damasceno es por excelencia el teólogo de la Encarnación, a la que dedica los libros 111 y IV del De fide ortodoxa (v. CRISTOLOGíA). He aquí cómo la describe: «Inmediatamente tras el consentimiento de la Virgen, el Espíritu Santo desciende sobre ella para purificarla y tornarla capaz de recibir al Verbo y convertirse en su madre. La Virtud y la Sabiduría subsistente del Altísimo, el Hijo de Dios, consustancial al Padre; la cubre con su sombra y se forma de la sustancia inmaculada y purísima de la Virgen una carne animada de un alma racional e inteligente... el mismo Verbo vino a ser hypóstasis para la carne, de forma que en el mismo momento que existió la carne ella fue carne del Verbo Dios... por eso hablamos no de un hombre deificado, sino de un Dios encarnado... Él se ha unido a la carne, tomada de la Virgen santa y animada de un alma racional, según la hypóstasis, sin confusión, ni cambio, ni separación» (De fide ort. III: PG 94,985-988). Santa María es real y verdaderamente Madre de Dios. J. es al mismo tiempo un claro expositor de la concepción inmaculada de María, de su virginidad perpetua y de su Asunción a los cielos. Finalmente, es el gran defensor del culto a las imágenes, a las que califica de «libros» para aquellos que no saben leer. Sobre su doctrina eucarística, V. EUCARISTÍA II, A, 5.  
BIBL.: Ediciones: PG 94-96; P. VOULET, Homélies sur la Nativité et la Dormition, «Sources Chrétiennes», París 1961; E. PONSOYE, La foi ortodoxe, suivi de Déjense des icones, París 1966. En cuanto a las Vidas: Acta Sanct., mayo, t. II, 723 ss.; la de 1. Mercurópulos en «Analecta Ierosolimitana», IV, 303 ss.; M. GORDILLO, Damascenica, I, Vita Marciana, II, Libellus ortodoxiae, «Orientalia Christiana» VIII, Roma 1926; J. M. SAUGET, C. COLAFRAxCESCaI, Giovanni Damasceno, en Bibl. Sanct. 6,732-740.-Estudios: M. JUGIE, lean Damascene, «Dictionnaire de théologie catholique» VIII,693-751; VALIER, La mariologie de St. l. Damascéne, «Orientalia christiana analecta» XIV, Roma 1936; 1. NASRALLAH, S. Jean de Damas., Harissa (Líbano) 1950; K. ROZEMOND, La christologie de St. J. Damascéne, Ettal 1959; C. Votcu, La Mére de Dieu dans la théologie de St. Jean Damascéne, «Mitropolia Oltinei» (Cracovia) 1962, 165-184. L. F. MATEO SECO. Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991

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San Juan Damasceno - Nacido en Damasco hacia el 675, sacerdote antes del 726 en Jerusalén, predicador de la iglesia del Santo Sepulcro, murió en el 749. Se sabe que es el gran defensor de las imágenes, pero son las circunstancias históricas las que han hecho célebre esta parte de su actividad; pero lo más importante en él son la universalidad y la doctrina de sus obras, que dan un alcance singular a sus escritos o discursos sobre la Virgen María, animados de un bello lirismo.

RETRATO DE MARÍA

Hoy el trono de Jessé ha producido un vástago, sobre el que se extenderá por el mundo una floi divina. Hoy, el que había en otro tiempo hecho subir las aguas al firmamento creado sobre la tierra, de una sustancia terrestre, ha hecho un cielo nuevo; y este cielo es mucho más bello y más divino que el otro, pues de él nacerá el Sol de justicia, Aquel que ha creado el otro sol...

¡Qué de milagros se reúnen en esta niña y qué de alianzas se hacen en Ella! Hija de la esterilidad, Ella será la virginidad que da a luz. En Ella se consumará la unión de la divinidad con la humanidad, de la impasibilidad con el sufrimiento, de la vida con la muerte, para que todo lo que estaba mal sea vencido por lo bueno. ¡Oh hija de Adán y Madre de Dios! ¡Y todo esto ha sido hecho por mí, Señor! Tan grande era vuestro amor por mí que habéis querido, no asegurar mi salvación gracias a los ángeles o cualquier otra criatura, sino restaurar por Vos mismo lo que Vos mismo habiais creado en el principio. Es por lo que yo me estremezco de alegría y estoy lleno de orgullo y, en mi alegría, me vuelvo hacia la fuente de estas maravillas, y, llevado por las olas de mi alegría, tomaré la cítara del Espíritu para cantar los himnos divinos de este nacimiento...

Hoy, el Creador de todas las cosas, el Verbo de Dios, compone un libro nuevo brotado del corazón de su Padre, y que escribe por el Espíritu Santo, que es la lengua de Dios...

Oh Hija del rey David y Madre de Dios, Rey Universal. Oh divino y viviente objeto, cuya belleza ha encantado al Dios creador, Vos cuya alma está completamente sometida a la acción divina y atenta al único Dios; todos vuestros deseos tendieron hacia Aquel que es el único que merece que se le busque y que es digno de amor;Vos no tenéis cólera más que para el pecado y para su autor. Vos tendréis una vida superior a la naturaleza, pero no la tendréis para Vos; Vos no habéis sido creada para Vos. Vos os habéis consagrado por entero a Dios que os ha introducido en el mundo, a fin de servir a la salvación del género humano, con el fin de cumplir el designio de Dios, la Encarnación de su Hijo y la deificación del género humano. Vuestro corazón se alimentará de las palabras de Dios: ellas os fecundarán, como el olivo fértil en la casa de Dios, como el árbol plantado al borde de las aguas vivas del Espíritu, como el árbol de la vida, que ha dado su fruto en el tiempo fijado: el Dios en carnado, la vida de todas las cosas. Vuestros pensamientos no tendrán otro objeto que lo que aprovecha al alma, y toda idea no solamente perniciosa, sino inútil, Vos la echaréis incluso antes de sentir su sabor.

Vuestros ojos estarán siempre vueltos hacia el Señor, hacia la luz eterna inaccesible; vuestros oídos atentos a las palabras divinas y a los sones del arpa del Espíritu por quien el Verbo ha venido a asumir vuestra carne... Vuestros labios alabarán al Señor siempre unido a los labios de Dios. Vuestra boca saboreará las palabras y gozará de su divina suavidad. Vuestro purísimo corazón limpio de toda mancha verá siempre al Dios de toda pureza, y se quemará en deseos por El. Vuestro seno será la morada del que ningún lugar puede contener. Vuestra leche alimentará a Dios, en el pequeño Jesús Vos sois la puerta de Dios, deslumbrante de una perpetua virginidad. Vuestras manos llevarán a Dios, y vuestras rodillas serán para El, un trono más sublime que el de los querubines... Vuestros pies, conducidos por la luz de la ley divina, siguiéndole en un camino sin rodeos, os arrastrarán hasta la posesión del bienamado. Vos sois el templo del Espíritu Santo, la ciudad del Dios vivo que alegrarán los ríos abundantes, los ríos santos de la gracia divina. Vos sois totalmente bella, totalmente próxima a Dios; dominadora de los querubines, más alta que los serafines y la más próxima a Dios.

Salve, María, dulce niña de Ana; el amor de nuevo me conduce hasta Vos. ¿Cómo describir vuestro andar lleno de serenidad? ¿Vuestro vestir? ¿El encanto de vuestro rostro? ¿Esta sabiduría que da la edad, unida a la juventud del cuerpo? Vuestro vestido estuvo lleno de modestia, sin lujo y sin ostentación. Vuestro andar tranquilo, y sin precipitación. Vuestra conducta, moderada, y alegre, y discreta, como se ve al contemplar ese temor que Vos experimentásteis ante la visita insólita del ángel; Vos fuisteis sumisa y dócil a vuestros padres; vuestra alma era humilde en medio de las más sublimes contemplaciones. Vuestra palabra agradable mostraba la dulzura del alma. ¿Qué morada hubiese sido más digna de Dios? Es justo que todas las naciones os proclamen bienaventurada, insigne honor del género humano. Vos sois la gloria del sacerdote, la esperanza de los cristianos, la planta fecunda de la virginidad. Por Vos se ha esparcido por todas partes el honor de la virginidad. Que los que os reconocen por Madre de Dios sean benditos...

Oh Vos, que sois la hija y la dueña de Joaquín y de Ana, acoged la oración de vuestro pobre siervo, que no es más que un pecador y que, sin embargo, os ama ardientemente y os honra, y que quiere encontrar en Vos la única esperanza de su dicha, la guía de su vida, la reconciliación con vuestro Hijo y la garantía cierta de su salvación. Libradme del peso de mis pecados, disipad las tinieblas que rodean mi espíritu, desembarazadme de mi espeso barro, reprimid las tentaciones, gobernad dichosamente mi vida, a fin de que sea conducido por Vos a la felicidad celeste, y conceded la paz al mundo. A todos los fieles de esta ciudad, dadles la alegría perfecta y la salvación eterna, por las oraciones de vuestros padres y de toda la Iglesia.

 


San Juan Damasceno, que era de una ortodoxia muy firme y se mostraba severo con los relatos apócrifos, ha contado sin embargo la historia de los apóstoles llevados milagrosamente desde las regiones que evangelizaban hasta Jerusalén, para asistir a la muerte de María. En esto San Juan Damasceno seguía una tradición, adornada de detalles variados, pero cuyo origen se remonta al siglo II. El ha dado las diversas razones de conveniencia que explican el privilegio, que benefició a María, de una resurrección anticipada y de una exaltación de su mismo cuerpo a lo mds alto de los cielos:

¿No es evidente que la escala de Jacob os designa y prefigura? Jacob vio el cielo unido a la tierra por la escala, y los ángeles descendían y subían, y Aquel que es verdaderamente el fuerte y el invencible luchó simbólicamente con Jacob; así vos sois hecha mediadora, sois la escala por la cual Dios desciende hacia nosotros: para volver a levantar a nuestra naturaleza sin fuerza, unirse íntimamente con ella, y hacer del hombre un alma que vea a Dios. Vos habéis unido lo que había sido separado. Y los ángeles han descendido hacia la tierra, para servir a su Señor y Dios, y los hombres que viven a la manera de los ángeles son llevados al cielo...

Aunque vuestra alma santísima y bienaventurada, según lo que está reservado a nuestra naturaleza, se separe de vuestro cuerpo santo e inmaculado, vuestro cuerpo no reside en la muerte, y no sufre corrupción. Aquella en la que el alumbramiento ha guardado intacta su virginidad, cuando abandona la vida, su cuerpo es conservado, y lejos de desaparecer se convierte en un tabernáculo más puro y más divino sobre el que la muerte no ejerce ya poder, y que subsis. te por los siglos de los siglos. Del mismo modo que el sol, dotado de una luz deslumbrante y eterna, incluso cuando un cuerpo le esconde un momento, y parece desaparecer de alguna forma y perderse en las tinieblas, cambiando en oscuridad su brillo, no disminuye su claridad, teniendo un manantial del que brota luz, siendo la misma fuente inagotable de luz, según el plan del Creador; así Vos sois la fuente de la verda. dera luz, el tesoro invencible de la vida misma,el arroyo abundante de bendición. Vos que nos habéis conseguido tantos beneficios; incluso si durante un poco la muerte os ha escondido a nuestra mirada en cuanto a vuestro cuerpo, Vos no dejáis de -derramar sobre nosotros las aguas de la luz infinita, de la vida inmortal, y de la verdadera felicidad, la curación y la bendición eternas.

Hoy, la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos del cielo, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente, está en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere decir, que es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Hoy, la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia, nos es escondida por una muerte vivificante; Ella, que ha engendrado al que ha destruido la muerte, la ve acercarse sin temor; si está permitido llamar muerte a esta partida luminosa de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera vida al mundo, ¿cómo puede ser sometida a la muerte? Pero Ella ha obedecido a la ley impuesta por el Señor, y como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma ley, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo.

Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día es justo que también su Madre fuese tomada deí sepulcro y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como El había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, el mismo cielo. Era necesario que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en los divinos tabernáculos de su Hijo; y así como el Señor había dicho que El quería estar en compañía de los que pertenecían a su Padre, convenía que la Madre morase en el palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la morada de todos los que están en la alegría, ¿en dónde habría de estar la causa de su alegría? Era necesario que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte. Era necesario que la esposa elegida por Dios viviese en la morada del cielo. Era necesario que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el puñal del dolor que no le había herido en su parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la derecha del Padre. Era necesario, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo y fuese honrada por todas las criaturas.

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«Madre de la vida, haz morir en mí las pasiones de la carne que matan el espíritu. Protege a mi alma cuando salga de esta tienda mortal para ir a otro mundo ignorado. La tempestad de las pasiones ruge en cor mío, las olas de la iniquidad me empujan hacia el escollo de la desesperación. Estrella de los mares, haz renacer la calma entre las olas. El león ruge buscando a quién devorar. No me dejes entre sus garras, oh tú, Virgen Inmaculada, que diste al mundo un Niño Divino, dominador de furias y leones»...

Así escribía aquel enamorado de la Virgen María que extenderá su culto y devoción entre el pueblo y entre los más sabios. Era San Juan Damasceno, el gran defensor de las imágenes de Jesucristo, de la Señora y de los Santos.

San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Es como un río abundante en dos vertientes que aprovecha al máximo y en sus maravillosa y abundantes obras dejará de ello un perenne testimonio: la tradición y fidelidad al pasado, a los Padres y Magisterio de la Iglesia, y su amor y profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras.

Se le dan dos nombres: «Damasceno» por haber nacido en Damasco y «Crisorroas» que significa «que fluye oro». Por la riqueza de su doctrina le llamaron así los antiguos.

El origen de su llamamiento, desde el hijo de cobrador de impuestos a los cristianos hasta llegar al retiro del Monasterio de San Sabas, es bello y aleccionador. Aprende las maravillas de nuestra fe, las vive, se convierte en un profundo conocedor de la doctrina de Jesucristo y empieza a predicarlo. Pero esto no le llena. No se ve maduro, y por lo mismo se retira al desierto, al famoso Monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén. Él en su juventud había disfrutado de todos los halagos que puede ofrecer el mundo, porque su padre, Sergio Mansur, es el que desempeña el papel de «logoceta», es decir, el de cobrador de impuestos que los cristianos deben entregar al califa. Sus padres son muy buenos cristianos y él crecía de día en día en la fe, pero aquella vida no le llenaba su gran corazón. Por ello, ahora, en la soledad del silencio y en las largas horas que pasa en oración, va madurando aquella alma que será un horno de fuego con su palabra y con su pluma en defensa de los valores de la fe cristiana cuando la vea atacada.

Los califas árabes atacan a los cristianos. Abundan los mártires por fidelidad a la fe. Ante Juan Mansur se abren dos caminos: o llegar a ser algo grande entre los musulmanes, porque le ofrecen cargos muy tentadores, o pasar por un anónimo cristiano viviendo y defendiendo su fe. Se decidió con valentía por lo segundo y a fe que no llegó a ser un desconocido cristiano, ya que con sus sermones arrebatadores y con sus abundantes y sólidos escritos llegará a ser una de las lumbreras más grandes de todos los tiempos.

El año 726 el emperador de Bizancio León el Isáurico proclama una Bula de prohibición de las imágenes. Juan se levanta, con fuerza, para defender su uso como medio para despertar la fe. Y dice: «Lo que es un libro para los que saben leer, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el oído, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas». Aquel iconoclasta, León el Isáurico, tuvo un valiente opositor. Le cortaron la mano para que ya no escribiera más sobre esto, pero la Virgen María milagrosamente se la devolvió para que su fiel servidor continuara su obra defensora. Sus obras son profundas, elegantes, llenas de celo y de sólida doctrina que aún hoy conservan su frescura. El Damasceno fue para Oriente lo que Santo Tomás para Occidente. Moría hacia el 749.

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Es hora de responder de nuevo con Pedro: «Señor, en tu palabra, echaré la red».
Las llaves, la humildad y el timón- Como sucesor de Pedro, el Papa es el que ha recibido las llaves y el timón, para abrir los inagotables arcones de la misericordia de la Iglesia, o para cerrar las puertas a lo que no cabe en la casa de la fidelidad a Cristo. Es el timonel que debe guiar en la barca que es la Iglesia, no siempre navegando en tiempos favorables, pero nunca abandonada del viento del Espíritu.
Si su poder no es de este mundo, como lo dijo Jesús, tampoco lo es el libro que el Papa emplea para dictar las lecciones de su magisterio. En esta cátedra, solamente se imparte la doctrina de la fe, que es aceptación de lo que Dios ha revelado de sí mismo. De una manera especialmente clara e inconfundible, lo ha hecho en la vida, en la doctrina y el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo.
Maestro es, pues, el Papa de una fe que se hace comportamiento y vida. Por eso, se habla de la fe y de las costumbres. Porque quien mira y acepta a Dios, ha de hacer que su comportamiento moral sea coherente con aquello que se acepta como doctrina y que ha de empapar por completo la vida cristiana. El Papa es ese maestro inequívoco, infalible, cuando proclama solemnemente una verdad, reconocida y auspiciada por la Iglesia universal, y una forma de aceptarla y vivirla. MMV.

SAN JUAN DAMASCENO - Escritor. Año 749.Del hebreo: Yahvé hace gracia. (675?-750). Doctor de la Iglesia.Se le llama "Damasceno", porque era de la ciudad de Damasco (en Siria).
Su fama se debe principalmente a que él fue el primero que escribió defendiendo la veneración de las imágenes.

Era hijo de un alto empleado del Califa de Damasco, y ejerció también el importante cargo de ministro de Hacienda en esa capital. Pero de pronto dejó todos sus bienes, los repartió entre los pobres y se fue de monje al monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén, y allí se dedicó por completo a leer y escribir.
Juan se dio cuenta de que Dios le había concedido una facilidad especial para escribir para el pueblo, y especialmente para resumir los escritos de otros autores y presentarlos de manera que la gente sencilla los pudiera entender.

Al principio sus compañeros del monasterio se escandalizaban de que Juan se dedicara a escurrir versos y libros, porque ese oficio no se había acostumbrado en aquella comunidad. Pero de pronto cambiaron de opinión y le dieron plena libertad de escribir (dice la tradición que este cambio se debió a que el superior del monasterio oyó en sueños que Nuestro Señor le mandaba dar plena libertad a Damasceno para que escribiera).
En aquel tiempo un emperador de Constantinopla, León el Isaúrico, dispuso prohibir el culto a las imágenes, metiéndose él en los asuntos de la Iglesia, cosa que no le pertenecía, y demostrando una gran ignorancia en religión, como se lo probó en carta famosa el Papa Gregorio II. Y fue entonces cuando le salió al combate con sus escritos San Juan Damasceno. Como nuestro santo vivía en territorios que no pertenecían al emperador (Siria era de los Califas mahometanos), podía escribir libremente sin peligro de ser encarcelado. Y así fue que empezó a propagar pequeños escritos a favor de las imágenes, y estos corrían de mano en mano por todo el imperio.

El iconoclasta León el Isaúrico, decía que los católicos adoran las imágenes (se llama iconoclasta al que destruye imágenes). San Juan Damasceno le respondió que nosotros no adoramos imágenes, sino que las veneramos, lo cual es totalmente distinto. Adorar es creer que una imagen en un Dios que puede hacernos milagros. Eso sí es pecado de idolatría. Pero venerar es rendirle culto a una imagen porque ella nos recuerda un personaje que amamos mucho, por ej. Jesucristo, la Sma. Virgen o un santo. Los católicos no adoramos imágenes (no creemos que ellas son dioses o que nos van a hacer milagros. Son sólo yeso o papel o madera, etc.) pero sí las veneramos, porque al verlas recordamos cuanto nos han amado Jesucristo o la Virgen o los santos. Lo que la S. Biblia prohibe es hacer imágenes para adorarlas, pero no prohibe venerarlas (porque entonces en ningún país podían hacerse imágenes de sus héroes y nadie podría conservar el retrato de sus padres).
San Juan Damasceno decía en sus escritos: "lo que es un libro para los que saben leer, es una imagen para los que no leen. Lo que se enseña con palabras al oído, lo enseña una imagen a los ojos. Las imágenes son el catecismo de los que no leen".
Dicen autores muy antiguos que el emperador León, por rabia contra San Juan Damasceno por lo bien que escribía en favor de las imágenes, mandó a traición que le cortaran la mano derecha, con la cual escribía. Pero el santo que era devotísimo de la Sma. Virgen, se encomendó a Ella con gran fe y la Madre de Dios le curó la mano cortada y con esa mano escribió luego sermones muy hermosos acerca de Nuestra Señora. 

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Sobre los nombres divinos- Dios es incomprensible, y en rigor no puede ser nombrado. Ignoramos su esencia; no escrutamos, pues, su nombre. Efectivamente, los nombres de las cosas son declarativos. Ahora bien, Dios es bueno, y nos trajo del no-ser al ser para que participásemos de su bondad, haciéndonos capaces de conocer, pero no de llegar al conocimiento de su esencia, del mismo modo que no nos hizo participantes de ésta. Ya que es imposible que una naturaleza conozca perfectamente a otra naturaleza que le es superior. Porque, si el conocimiento es de las cosas, ¿cómo será conocido aquello que supera a la esencia? Por su indecible bondad, Dios accedió a adoptar nombres según los nuestros, con el fin de que no fuésemos totalmente ignorantes de su noción, sino que, aún siendo oscura, tuviésemos una idea de la misma. Entonces por eso es incomprensible e innominable, porque es causa de todo y de todos los seres, tiene en él las razones y las causas y recibe nombres a partir de todos los seres, como también de sus contrarios, así de la luz como de la tiniebla, del agua como del fuego, para que sepamos que él esencialmente no es así, sino esencia trascendente e innominable; es causa de todos los seres y se nombra según todo lo causado.

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El lugar de Dios. Sólo Dios es incircunscriptible

El lugar es una cosa corpórea, el límite del continente que contiene al contenido, tal y como el aire rodea y el cuerpo es rodeado. Pero no todo el aire que rodea el cuerpo es el lugar del cuerpo rodeado, sino solamente el extremo del aire que lo rodea, que toca el cuerpo rodeado. De todo, aquello que rodea no está en lo rodeado.

Entonces también hay un lugar inteligible, donde entendemos y donde hay una naturaleza intelectual e incorpórea, donde es, opera y está contenida no corporalmente, sino intelectualmente. No tiene figura que pueda definirse corpóreamente. Porque Dios, siendo material e incircunscriptible, no es en un lugar. Él es su propio lugar, lo llena todo, está por encima de todo y lo contiene todo. De él se dice que es un lugar, y el lugar es predicado de Dios, donde resulta clara su operación. Porque él mismo a través de todo, pero sin mezcla, lo penetra todo, y a todo confiere su operación según la aptitud de cada cosa y su potencia receptora, quiero decir según la pureza natural y la voluntaria. Las cosas inmateriales son más puras que las materiales, y las cosas virtuosas son más puras que las sujetas a la malicia. Llamamos, pues, lugar de Dios al que participa más de la operación de Dios y de su gracia. Por eso el cielo es el trono de Dios, habiendo en él los ángeles que hacen su voluntad y que lo glorifican eternamente, porque el cielo es su reposo y la tierra el estrado de sus pies (Is 66, 1).
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Juan Damasceno. Exposición detallada de la fe ortodoxa.

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Famoso escritor y poeta eclesiástico San Juan Damasceno en su juventud trabajaba en la corte del califa y era gobernante de la ciudad de Damasco. Nació en Siria y vivía en la mitad del siglo VIII, cuando en el imperio Bizantino dominaba la herejía iconoclasta. Los Iconos se destruían y sus seguidores se perseguían severamente. Siendo un hombre muy ilustrado y escritor talentoso, Juan Damasceno escribía con mucha convicción defendiendo la veneración de los Iconos ortodoxos.

El emperador griego León El Isáurico, conocido iconoclasta se enojaba con Juan por sus escritos. El ordenó a su escriba estudiar la escritura de San Juan y escribir una carta apócrifa, como si fuera de San Juan, al emperador Bizantino, León El Isáurico, en la cual supuestamente le ofrecía sus servicios para destituir al califa. Esta carta falsificada fue enviada al califa por el emperador León El Isáurico como prueba de la amistad sobre la traición de Juan Damasceno.

El déspota oriental, sin revisar bien y sin escuchar las explicaciones de Juan ordeno encarcelarlo y cortarle la mano derecha, con la cual supuestamente escribió la carta desleal. En la cárcel, teniendo consigo el icono de la Madre de Dios, San Juan puso delante del icono su mano cortada y rezó largamente sobre su desgracia. Durante un sueno, la Siempre Virgen se presento al dolorido Juan y mirándolo con benevolencia le dijo: "¡Tu mano esta sana, no sufras mas!" Juan se despertó y vio con alegría y gran sorpresa que la mano cortada estaba unida al cuerpo y quedó sana como fue anteriormente. Solamente quedó una cicatriz, casi invisible, que recordaba el castigo. Lleno de alegría y de agradecimiento hacia la benévola Protectora, en el alma de Juan se compuso el canto: "Benefactora, por Ti se alegra todo el ser viviente." Hasta el día de hoy se canta esta gloria en la Iglesia.

El califa supo sobre el milagro y llamo a Juan. Revisó pacientemente el caso y se dio cuenta de la inocencia de Juan. Considerándose culpable y para remediar su injusticia, el califa ofreció una gran recompensa y altos cargos. Pero Juan, comprendió que poco valor tienen los bienes y la gloria terrenal y se negó a recibirlos. Para agradecer a la Madre de Dios el encargó la replica de la mano en plata y la adjuntó al icono delante del cual se produjo el milagro. Este icono se empezó a llamar de Tres Manos.

Después de distribuir todos sus bienes y vestido como un simple ciudadano, se alejo a la comunidad de San Sabas en el desierto de Judea, unos 25 kilómetros al sur-oeste de Jerusalén. Como Juan fue una persona muy conocida nadie de los monjes de la comunidad de San Sabas quería tomarlo como discípulo. Finalmente un starez se animó de guiarlo con la condición de que Juan, como parte de la obediencia, no iba a escribir más. Juan estaba de acuerdo y empezó a vivir en la comunidad como un simple monje.

Unos años después, al monje que tenía amistad con Juan le falleció el padre y el pidió a Juan que escriba alguna oración para el difunto. Inspirado, San Juan escribió los himnos-oraciones, que hasta el día de hoy se cantan en la Iglesia durante las exequias. Uno de estos cantos empieza con las palabras: "Que dulzura de esta vida no tiene la tristeza terrenal..." En arreglo del poeta.
Alexis Tolstoy :

"¿Qué dulzura en esta vida no tiene la tristeza terrenal?
Que la espera no es inútil.
¿Y donde está el feliz entre la gente?
Todo lo que hemos conseguido con el esfuerzo.
Es contradictorio e insignificante.
¿Qué gloria esta segura y absoluta sobre la tierra?
Todo son cenizas, fantasma, sombra y humo.
Todo desaparecerá como el polvo.
Y nos encontraremos de la muerte,
Desarmados delante y sin fuerzas.
La mano del poderoso es débil,
No significan nada los mandatos imperiales,
¡Señor, recibe al difunto esclavo en Tus Moradas Celestiales!"

Cuando Starez supo que Juan desobedeció la obediencia y escribió una oración, se enojó y quiso echarlo de la comunidad. Entonces todos los monjes pidieron que Juan se quede. Starez lo dejó quedarse con la condición de que Juan limpie con sus manos todos los lugares sucios de la comunidad. San Juan humildemente cumplió esta dura penitencia impuesta por su starez. Después de este hecho, la Madre de Dios se presentó a starez en un sueño y dijo: "No pares Mi Manantial. Deja que fluya por la Gloria de Dios." Al despertarse, starez comprendió que Dios quería que Juan Damasceno se consagre a escribir.
A partir de este momento nadie le impedía a Juan escribir obras teológicas y componer oraciones para las ceremonias religiosas. Durante varios años de continuo trabajo el escribió muchas composiciones, oraciones y cánones para las ceremonias religiosas, los que hasta el día de hoy hermosean las ceremonias religiosas ortodoxas. Muchos cantos para Pascuas, Navidad y otras ceremonias religiosas fueron escritos por él. También compuso el octeto que se canta durante las Misas dominicales. Siendo un profundo teólogo, San Juan Damasceno escribió el famoso libro: "Exposición exacta de la fe ortodoxa," donde da Suma Teológica sobre las bases del cristianismo. Falleció en el año 749-750?.
  
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San Juan Damasceno - Por la brillantez de su doctrina y la elegancia abundosa de su elocuencia, la tradición apellidaba a San Juan Damasceno "Crisorroas" (Chrysorrhoas), "que fluye oro". Nosotros le religamos a su ciudad de origen al llamarle Damasceno. De hecho "Crisorroas" y "Damasceno" se emparejan. Pues el apodo antiguo surge espontáneo del ejemplo del río Barada, llamado por Strabón "Crisorroas", porque ha creado el milagro de la ciudad de Damasco. Antes el Barada ha retenido su fluir —agua alimentada por las nieves del Antilíbano y por las lluvias—, apretándolo en estrecho cauce, ahondándolo en profunda garganta. Luego se derrama de golpe, pleno, en la llanura, y surge, como por encanto, en medio de un desierto desolador, una maravilla de floración: canales, surtidores, huertos, frutales, árboles incesantes, jardines, los famosos jardines. Damasco es su única ciudad; pero una ciudad única. El Barada se agota en ella. Al salir, cansado y sucio, sólo a veinticinco kilómetros sus aguas se sumen en la tumba sedienta del desierto.


Lo mismo el Damasceno, el Crisorroas. San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Un río abundante alimentado por dos fuentes: la tradición eclesiástica —las nieves perpetuas que reposan en las cumbres altísimas de los Doctores griegos— y la Sagrada Escritura o el fruto del Espíritu Santo, el agua que el cielo llueve. Sabe Juan, porque Dios le ha dado a conocer el misterio cristiano, que esta agua es su única fuerza. Por eso la retiene y la concentra dentro de la más fiel obediencia; le consagra su vida en servicio pleno y perenne. El día que recibe la ordenación sacerdotal, siendo ya monje de la Laura de San Sabas, rubrica su "profesión y declaración de fe", en la que pronuncia, entre otras, las siguientes palabras: "Me llamaste ahora, oh Señor, por las manos de tu pontífice, para ser ministro de tus discípulos". Y luego: "Me has apacentado, oh Cristo Dios mío, por las manos de tus pastores, en un lugar de verdor, y me has saturado con las aguas de la doctrina verdadera." Traslada así al recinto fecundo de San Sabas el símbolo de su ciudad natal. En San Sabas, con una vida repleta de silencio, de oración y de estudio, va apretando su agua en el cauce de la regla de la fe, libre de desviaciones humanas; la ahonda en la garganta de una humildad de serias profundidades. El milagro final es la explosión de su vida y de su obra; una floración feliz, polifacética, síntesis de toda la escuela de los Padres griegos, sumergida en el aire aromático, vivificante de la santidad. Luego, por diversas causas, la floración y el agua que encerraban dinamismo en promesa para influir en toda la historia subsiguiente, se han estancado a corta distancia en el desierto de un desconocimiento extraño, injustificado. Queda sólo el monumento perenne de la explosión, como Damasco, para solaz, ejemplo y servicio del viandante, de este viajero que es todo cristiano en camino hacia la patria.

Vengamos al detalle. Iniciamos de nuevo con Damasco. Un jardín es siempre un sueño para todo el que habita en tierras áridas. Por eso a Damasco convergen esas oleadas nómadas que a principios del siglo VII fluyen del desierto arábico bajo la bandera de la media luna. Se rinde la ciudad al musulmán el año 634. Poco después (661) se convierte en la sede de los califas. Aquí, en este ambiente embriagado de islamismo, nace sólo unos quince años más tarde, alrededor del 675, Juan Damasceno. Sin embargo, su cuna familiar es un oasis de honda raigambre cristiana. A los principios los árabes dejaban cierta libertad a los cristianos: se contentaban sólo con recibir de ellos la aportación de los impuestos. El padre de Juan, Sergio Mansur, ejerce precisamente el cargo de logozeta, es decir, el representante de los cristianos encargado de recoger sus impuestos por cuenta del califa. En su ambiente familiar, noble y rico, Juan recibe una educación esmerada. En su "profesión y declaración de fe" recuerda él más tarde su cuna terrena, a la que contrapone su nacimiento a la vida sobrenatural por el santo bautismo, su participación en los diversas misterios cristianos, su crecimiento en la fe de Jesucristo. Parece que su maestro religioso fue el monje italiano Cosme, cautivo de los árabes, a quien Sergio redimió en su casa para asegurar la formación espiritual de su hijo. Así Juan se va haciendo el "hombre perfecto en Cristo". Su discreción y prudencia le hacen digno de suceder, ya en temprana juventud, a su padre en el cargo de logozeta; pues según las Actas del VII Concilio ecuménico (787), Juan había abandonado sus bienes "al ejemplo del evangelista Mateo": San Mateo era justamente "publicano", o colector de tributos, antes de ser apóstol.

Efectivamente, muy pronto Juan Mansur renuncia a sus posesiones y a su brillante porvenir humano, para seguir de cerca a Jesucristo. No se hace sin sangre la renuncia. Dicen las Actas del VII Concilio que "prefirió el oprobio de Jesucristo a las riquezas de la Arabia, y una vida de malos tratos a las delicias del pecado". Sin duda, la crisis sacude su ardiente juventud. Por ahora, hacia el 710, los califas empiezan a ensañarse con los cristianos. Omar II (717-720) les veda incluso el derecho de ejercer toda función civil. Abundan los mártires. Juan Mansur se encara con la alternativa: o Cristo, o el cargo brillante en la corte árabe. Pero el buen soldado de Cristo no claudica: abandona al mundo y se retira a la Laura de San Sabas, un poblado monástico situado en las cercanías de Jerusalén.

San Sabas es ya en adelante su domicilio habitual. Sale, a veces, por fuerza de apostolado, pero allá regresa siempre como al lugar "verde" de su reposo, donde madura su fecundidad. Aquí la oración y el estudio. La cultura literaria y filosófica que ya poseía, conforme a su rango en el mundo, le permiten iniciarse rápidamente en los misterios de la teología, hasta llegar a ser un maestro acabado. Pronto recibe la ordenación sacerdotal de manos del patriarca de Jerusalén, Juan IV (706-734), de quien él se declara discípulo y amigo íntimo.

Con el sello del sacerdocio la fuerza incontenible de su ministerio y de su santidad se expande luego por los márgenes de Oriente. Juan IV le hace —¡al Crisorroas!— su predicador oficial en la basílica del Santo Sepulcro. Conserva siempre relaciones muy estrechas con el clero de Damasco. En general, todos los obispos, particularmente los de la iglesia siria, acuden a él como al indiscutible doctor, como al defensor incansable de la fe en toda clase de problemas doctrinales, porque a todos abarca con tino certero la privilegiada mente del Damasceno, plena de luz del Espíritu.

Su celo no conoce obstáculos. De su larga tarea espigamos algunos datos más salientes. Lo primero es la herejía iconoclasta. El año 726 el emperador de Bizancio, León III Isáurico, proclama en una bula la prohibición como idolatría, de rendir culto a las imágenes, y consiguientemente su destrucción. Se levanta la Iglesia de Oriente contra la usurpación de sus derechos: el doctor de San Sabas despunta con su pluma luminosa, que ha dejado para siempre su nombre ligado a esta cuestión. Toma, primero, parte en la sentencia de excomunión dictada con los obispos de Oriente contra León Isáurico, el año 730. Pero sobre todo abunda en los tres discursos apologéticos que escribe en nombre del patriarca de Jerusalén. Resume en ellos toda una teología definitiva y perenne de las imágenes. Es legítimo, propugna, su culto, según el uso secular de la Iglesia, que no se puede engañar. Esta es su regla siempre. Distingue luego entre el culto de latría, adoración, que se debe sólo a Dios, y el culto de veneración, que se rinde a la imagen, no por sí misma, sino por lo que representa, y además sólo en la medida de su relación con Dios, lo cual elimina el peligro de desviación idolátrica o supersticiosa, ya que el culto converge siempre en Dios. Ejercen además las imágenes una sana pedagogía, como un libro abierto, legible por todos, que recuerda la lección del ejemplo, de los beneficios divinos y fomenta la piedad.

 Luego son todas las herejías conocidas en su tiempo, sobre todo aquellas que atañen a la cristología y a la Trinidad. Casi siempre por obediencia, ante la demanda de los obispos, combate el Damasceno las herejías nestoriana, monofisita, monoteleta. Y no superficialmente, sino con tratados serios, concienzudos. Abarca también su ardiente polémica las sectas no cristianas, como el maniqueísmo (resurgido entonces con el nombre de paulicianismo) y el islamismo, a pesar del enorme riesgo que supone encararse con los dueños políticos de la situación.

 Junto a esto, todos sus escritos de orden puramente dogmático. Hablaremos luego. Como vemos, una vida repleta. Al cabo, tras una "ancianidad dichosa y fecunda", al decir de los sinaxarios griegos, entrega su alma a Dios en San Sabas, el año 749.
Dios le ahorraba en vida los latigazos de la persecución, sobre todo de la lucha iconoclasta, que se enfurecería más tarde. Hay, sin embargo, una tradición elocuente. Según ella, León Isáurico, en venganza, le comprometía ante el califa de Damasco, el cual ordenaba cercenarle la mano derecha; pero la Virgen María se la restituía milagrosamente aquella misma noche. Aunque hoy se duda de esta leyenda, retiene ella, sin embargo, todo su valor de símbolo. Símbolo del martirio incesante de una pluma que derrama en el papel el celo de un corazón dolorido por la "solicitud de la Iglesia": por su santidad borrada en las imágenes, por su unidad minada por las herejías, por sus derechos usurpados por el poder civil. El amor a la Iglesia fue siempre su norte, el afán que le empujó a gastar toda la luz de su mente y el amor de su corazón en su incansable tarea apologética y doctrinal.

Como buena señal, los herejes, después de su muerte, se cebaban en su fama. El emperador Constantino V Coprónimo (741-775) cambió su apellido de Mansur (victorioso) en Manser (bastardo), y obligaba a su clero a anatematizarle una vez al año. El conciliábulo iconoclasta de Hieria (753) decía de él y de San Germán y San Jorge de Chipre: "La Trinidad los ha hecho desaparecer a los tres." Pero pronto Dios volvía por la fama de su campeón. El VII Concilio ecuménico, que canoniza el culto a las imágenes, le grita "memoria eterna", y rectifica la frase: "La Trinidad los ha glorificado a los tres." Muy poco después de su muerte la Iglesia rendía culto a su santidad, y su nombre se insertaba en los sinaxarios griegos.
Y con toda verdad. San Juan Damasceno, pertenece a la raza de los grandes santos que han ilustrado a la Iglesia a la vez con su ciencia y con su virtud. Hablábamos de su amor a la Iglesia. De su amor a Dios, en los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, nunca diríamos bastante. Se advierte a todo lo largo de su obra dogmática, apologética, homilética, como una incesante corriente subterránea. Es el que le hace exaltar con predilección la bondad entre todos los atributos de Dios. La devoción a los santos está escrita en la defensa de las imágenes. De su amor tiernísimo a la Madre de Dios decía algo el milagro de la leyenda. Tenemos, además, señales elocuentes y auténticas: la homilía sobre la Natividad de María, y aquellas tres, cargadas de unción y cariño, que pronunciaba en un solo día, "ya en el invierno de su vida", sobre la Dormición de Nuestra Señora, allí mismo en Getsemaní, donde estaba la tumba vacía de la Virgen. Son, además, testimonios preciosos de la fe que ya en el siglo VIII profesaba la Iglesia en el dogma de la Asunción de María. Esta es la verdadera santidad del Damasceno. Afortunadamente, su vida no ha sido teñida con la adulteración sensiblera de lo sorprendente. Su santidad es sobria, a la vez que irresistible, lo mismo que la luz del Espíritu que le domina; está adherida a las riberas de la fe; cimentada en la humildad, en esa humildad de hondo cauce por la que, a pesar de su sabiduría, habla con sinceridad bajamente de sí mismo en muchos recodos de sus escritos, llegando incluso a juzgarse como un hombre ignorante; orientada al trabajo y al sacrificio en el celo por la salvación de las almas y por el esplendor de la Iglesia.

 Los griegos solían celebrar su fiesta el 4 de diciembre. También el 6 de mayo, conmemoración del traslado de su cuerpo, allá por el siglo XIII, desde San Sabas hasta Constantinopla, donde hoy se venera. El 19 de agosto de 1890 el papa León XIII le proclamaba Doctor de la Iglesia, y extendía su fiesta a la Iglesia universal, fijándola el 27 de marzo. Imposible condensar toda esa carga de doctrina que le ha merecido el título de Doctor. Decíamos de su apologética y homilética. Ya sus homilías no se quedan en elegante superficie. Fluye oro. Son ellas, sin duda, su obra más personal. Llevan una enjundia doctrinal que las hace netamente reconocibles, con esa rara virtud de ser abundante y conciso a la vez. Luego, sus escritos polifacéticos. En exégesis, un comentario completo a las cartas de San Pablo, resumido de los grandes exegetas griegos. En ascética, un estudio sobre las virtudes y los vicios y otro sobre los pecados capitales; asimismo la obra Paralelos sagrados, que es una colección de textos de la Escritura y de los Padres, con ingeniosos esquemas, para encontrarlos con facilidad. Sus efluvios descuellan hasta en la poesía. Casi todo el Octoejos, es decir, los ocho cantos del mismo tono correspondientes al oficio ordinario de los domingos en la liturgia bizantina, se debían a su estro. Compuso, además, poesías métricas para Navidad, Epifanía, Pentecostés; poesías rítmicas para otras fiestas, y diversas piezas eucarísticas, entre ellas, tres de preparación para la comunión, bellísimas. La tradición saboreó mucho sus himnos, que, como dice su biógrafo del siglo X, "todavía se cantan y producen a todos un placer divino". Pero, sin duda, su obra maestra es la que lleva por nombre La fuente de la ciencia. Se trata de una exposición del dogma católico siguiendo el símbolo de la fe, y precedida de una doble introducción, filosófica, en la que precisa las nociones que sirven de base al dogma, e histórica, en la que considera la fe a través del prisma de las herejías.

Doctrinalmente, "San Juan Damasceno, es, por excelencia, el teólogo de la Encarnación. Es el misterio que más extensamente le ocupa y del que habla en casi todos sus escritos. Su síntesis es verdaderamente representativa de toda la teología griega anterior" (Jugie). Este es su ingenio característico: el de teólogo que recoge los retazos de la tradición dogmática y los elabora, deduciendo con rigor las conclusiones teológicas. En esto es el pionero, y con mucha antelación, de los teólogos de la escolástica, sobre todo en cristología, con su exposición de los corolarios del dogma de la Encarnación. Igualmente sistematiza los dogmas de la Trinidad, de Dios Uno, de la gracia, los sacramentos, la Iglesia.
Destacamos este último por su importancia histórica. Por entonces el oriente bizantino descuidaba ya un poco su condición de subordinado en la Iglesia católica. Tal olvido, con sus pretensiones, llegaría a producir el cisma que aún lamentamos. San Juan Damasceno no dedicó un capítulo en su obra maestra a este tema tan importante. Tampoco estuvo en relaciones directas con el Papa, porque no le tocó vivir las virulencias de la lucha. Es el teólogo que trabaja en el silencio de su celda. Pero su doctrina es clara y tajante. La Iglesia, afirma con calor, es una sociedad independiente del poder civil; sociedad monárquica, que es, además, la solamanera de asegurar la paz y la unidad, y monarquía no diocesana o parcial, sino universal: descansa en la sede de Pedro —magníficos comentarios de los privilegios del jefe de los apóstoles— y sus sucesores, que deben residir en Roma, donde el apóstol murió en tiempos de Nerón. Los demás obispos y patriarcas son todos discípulos de Pedro, las ovejas que Cristo le encomendó.

Por su síntesis doctrinal se ha dicho que San Juan Damasceno fue para Oriente lo que Santo Tomás de Aquino para Occidente (véase su semblanza el 7 de marzo). Sin duda, la influencia del doctor de Damasco fue muy grande en Oriente, pero más bien como libro de texto. Le faltaron sencillamente esos discípulos que tuvo Santo Tomás para formar la escuela y prolongar la tarea y el pensamiento; por eso sus aguas quedaron estancadas pronto, injustificadamente. En momentos críticos de lucha doctrinal entre Oriente y Occidente, las obras del Damasceno fueron siempre el guía de los católicos contra los cismáticos. Y éstos, al fin, han llegado a olvidarle. Lo comprendemos. Sin embargo, en días en los que se siente, tal vez como nunca, la herida de la escisión de las iglesias, terminamos con el padre Régnon, haciendo votos por que "llegue la hora en que para cimentar la unión entre Oriente y Occidente la Iglesia ponga en la cátedra de sus escuelas La fuente de la ciencia, de San Juan Damasceno, junto a la Suma Teológica, de Santo Tomás. Sería, a la vez, hacer justicia al teólogo de San Sabas, al Padre que cierra la serie de las grandes lumbreras de la Iglesia de Oriente.
Agradecemos al autor - MANUEL REVUELTA SAÑUDO

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«Una ciencia que haga referencia sólo a las traducciones de los textos latinos y griegos no merece el nombre de ciencia», S.S. Juan Pablo II. 04.2004 Vat.

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«Si la historia es maestra de vida, la Iglesia es maestra de vida cristiana». S.S. Juan Pablo II – 04.2004 Vat.

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«Son totalmente indispensables sólidos conocimientos de las lenguas latina y griega, sin los cuales se impide el acceso a las fuentes de la tradición eclesiástica. Sólo con su ayuda es posible también hoy redescubrir la riqueza de la experiencia de vida y de fe que la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, ha venido acumulando en los dos mil años pasados» S.S. Juan Pablo II – 04.2004 Vat.

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“Todos los hombres conocen la utilidad de las cosas útiles. Pocos son aquellos que conocen la utilidad de las cosas fútiles. (Escuela filosófica taoista ‘Chuang-tzu’) Tzu en chino significa ‘maestro’. Siglo IV-III antes de Cristo.

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«Obras todas del Señor, bendecid al Señor» «Y vio Dios que era bueno».
Drogas y alcohol - la verdadera ecología, al reconocer el poder creador de Dios, jamás debe endiosar a la naturaleza, hacer de ella una nueva y falsa religión. Debemos amar, cuidar, respetar y proteger la creación, pero jamás divinizarla.
Un buen ecologista por coherencia, jamás puede hacer uso de estupefacientes y sustancias narcóticas. « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ».

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