martes, 30 de diciembre de 2014

¡SÍ, AHÍ ESTÁ DIOS!





¡Sí, ahí está Dios!
A Dios lo encontramos en todas las circunstancias de nuestra vida, 
sólo tenemos que mirarlo.


¡Sí, ahí está Dios!

Siempre que hablamos de Dios lo hacemos con un gran amor --
no digamos ya con un gran respeto--, y siempre tratamos de 
crecer en la fe, en la confianza y en el amor de ese Dios que nos 
ama y que nos espera. 

Cualquiera diría que esto es muy fácil, y, sin embargo, todos
 tenemos la experiencia --porque lo oímos mil veces-- de que muchos, 
cuando sufren algo que les parece injusto, tienen miedo a Dios 
y dudan de todo: dudan de que Dios exista, dudan de que les ame, y
 dudan de que Dios les reserve algún bien, y se preguntan: 
- Si Dios existe, si Dios me ama, ¿por qué Dios no me escucha?
 ¿Por qué ha de mandarme este sufrimiento? ¿Por qué tiene que 
venirme este mal?
Esta queja la oímos muchas veces. Pero, ¿no es cierto que Dios
 nunca está más cerca de nosotros que cuando sufrimos, como 
el papá y la mamá sobre el niñito que se ha agravado?... 

Se cuenta muchas veces lo que ocurrió en el más terrible campo de 
concentración y de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.
 Estaban formados todos los prisioneros ante un espectáculo macabro,
 contemplando al compañero colgado en la horca. En medio del
 silencio aterrador, se levanta una voz estremecedora:
- ¿Y dónde está Dios? 
Ante este grito de un descreído, se alza la voz de un creyente,
 mientras su dedo señala al que cuelga del patíbulo: 
- ¡Dios está ahí! 

Cierto. Allí estaba Dios, allí estaba Jesucristo, que extendía a aquel 
campo de la muerte su propia muerte en la cruz. Porque Dios estaba 
junto a la horca y las cámaras de gas para salvar a las víctimas inocentes,
 como estaba en el Calvario esperando que Jesús muriese y fuera 
sepultado, para resucitarlo después con gloria.

Dios no quiere nuestros males. Dios pedirá cuentas a los causantes del
 dolor ajeno. Dios nos librará definitivamente un día de todo lo que ahora
 nos atormenta.

Si tenemos estas convicciones, la prueba se convierte en resignación
 cristiana y en mérito ante Dios. 

Ciertamente, que el dolor es un misterio. ¿Por qué Dios permite el mal?
 No lo sabremos nunca en este mundo. En este mundo estamos
 viendo el tapiz o el bordado al revés: todo son hilos que se entrecruzan
 en un desorden feo y sin ninguna dirección fija. Habrá que mirarlo por
 el otro lado para asombranos de la obra de arte que allí se esconde.

Únicamente en la vida futura entenderemos el dolor de este mundo, 
cuando veamos que esas pruebas han sido el camino --angustioso, 
pero seguro-- por el que Dios nos ha llevado a la salvación. 

La gran respuesta a nuestra pregunta la tenemos en Jesucristo clavado 
en la cruz. Inocente como Jesús, ninguno. ¿Y por qué Jesús ha tenido
 que sufrir como nadie en este mundo? 

Cuando parece que Dios se ha escondido en nuestra vida es
 precisamente cuando nos mira con más amor. Está detrás de las 
cortinas de la ventana mirando cómo caminamos por la calle del mundo;
nosotros no lo vemos, pero a Él no se le escapa ninguno de nuestros 
movimientos. 

No entendemos su Providencia, pero sabemos besar su mano amorosa
 cuando nos permite algún mal. 
La palabra de Job es una de las más repetidas de toda la Biblia: 
- Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no vamos a
 recibir los males? Males que no nos vienen de la mano de Dios, pero
 que son permitidos por Dios para nuestro bien. 

Le preguntaron un día a Teresita:
- ¿Has tenido que sufrir hoy también muchos dolores? 
- Sí, pero porque los quiero. Yo quiero todo lo que me envía Dios.

En esta respuesta de la querida Santa está la clave que resuelve todo 
el problema. Para ella, nos se trataba solamente de resignación y de
 simple aceptación. Era más. Era querer lo que Dios quería, haciendo
 de las dos voluntades una sola. Esto es el colmo de la virtud cristiana.
 Esto es lo que hacen tantos hermanos nuestros, de quienes decimos que
 están en lo más alto de la santidad.

El mal, por otra parte, no puede triunfar. Dios le tiene puesto un límite 
del cual no pasará. 
Dios no quiere que nuestra vida sea un fracaso. Si permite la tempestad
 es para dar después la bonanza. Si consiente que los ojos derramen
 lágrimas, es para convertirlas después en júbilo y alegría.

Dios siempre hace brotar una rosa en medio de las espinas. El dolor entonces, sostenido con valentía, se convierte en la elegancia de la vida. 

Un sabio escritor nos lo dice bellamente: 
- El dolor, para los que viven en el Espíritu, se convierte en el más recio 
hilo telefónico, por el cual transmitimos a Dios un himno de amor,
 como el más hermoso saludo que los hijos pueden dirigir a su Padre,
 inspirado por el Espíritu Santo.

Hay que repetirse constantemente ese eslogan tan conocido:
 ¡Dios me ama! 
El día en que nos convencemos de ello, y sabemos vivir la realidad 
que entraña, ese día se ha encontrado la clave misteriosa de la 
felicidad verdadera... .

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