viernes, 12 de diciembre de 2014

La importancia del asombro, del silencio, de la belleza y del contacto con la naturaleza en la educación de nuestros hijos


Educación en virtudes
Hemos de hablar y educar en virtudes






En una época en la que los niños están sometidos a un ritmo de vida frenético y a una estimulación constante, Catherine L’Ecuyer reivindica la importancia del asombro, del silencio, de la belleza y del contacto con la naturaleza en la educación de nuestros hijos.
 
 
Al nacer su primer hijo, empezó a investigar en temas de educación, y hoy, madre de cuatro niños de entre 4 y 8 años, no ha parado en su afán. Esta canadiense, católica y residente en Barcelona desde que se enamoró del que hoy es su marido, ha llegado al corazón de miles de lectores con Educar en el asombro (Plataforma Editorial, 2013), que ya va por la décima edición. 
 
¿Qué es el asombro?
El asombro es el deseo de conocer, decía santo Tomás de Aquino. Es no dar nada de lo que nos rodea por supuesto, lo que nos lleva a tener una actitud de agradecimiento ante el mundo. Los niños suelen asombrarse más que los adultos porque ellos descubren el mundo por primera vez; nosotros tendemos a dar el mundo por supuesto. 
 
El asombro parece algo natural, ¿por qué educarlo? 
Efectivamente, el asombro es algo con lo que nacemos todos, es innato. Y, si lo cuidamos, se puede conservar toda la vida. El asombro se respeta, no se inculca. Por lo tanto, “educar en el asombro” se entiende como cuidar, respetar ese proceso natural, rodeando al niño de oportunidades para poder asombrarse.
 
¿Cuáles son esas oportunidades?
Lo que asombra es la belleza. Dicen los filósofos que la belleza es la expresión visible de la verdad y de la bondad. ¿Qué es bello para un niño? Todo lo que respeta su verdad y su bondad: sus ritmos, las etapas de la infancia, su necesidad de silencio, de misterio, etc.
 
Nos quejamos de que los niños ya no se motivan con nada,  pero ¿realmente han cambiado ellos o somos nosotros los que les hemos conducido a ese cambio?
Lo que reivindica la naturaleza de los niños no es distinto de lo que reivindicaba hace 50 o 500 años. Los niños son niños, y siempre lo serán. Lo que ha cambiado es el entorno en el que se encuentran: contenidos audiovisuales extremadamente rápidos y cada vez más violentos; omnipresencia de las pantallas; ruidos; agendas llenas de extraescolares; varias horas fuera del hogar; libros y juguetes que hablan; la tendencia a adelantar las etapas... Inocentes series de dibujos infantiles tienen 7,5 cambios abruptos de imágenes por minuto. Luego, el niño se aburre con la realidad cotidiana, que es lenta. Todos esos estímulos rápidos no se armonizan con su ritmo interior y sustituyen su interés por aprender. El niño se apalanca y pasa a depender de estímulos externos para “motivarse”.
 
¿Y necesitan los niños todos esos estímulos para aprender?
No. Los neurobiólogos confirman que necesitamos una cantidad “mínima” de estímulos en un entorno “normal”. Eso lo ofrece lo cotidiano. Cuando el niño tiene los sentidos saturados, se aburre, deja de sentir, de percibir una sonrisa o de captar el significado de una mirada. Hoy hay pocos niños que miren a la cara cuando hablamos con ellos. Y como dice el proverbio árabe, “quien no comprende una mirada tampoco comprenderá una larga explicación”.
 
Usted es crítica con el uso de pantallas en la infancia, ¿son del todo desaconsejables o se puede hacer buen uso de ellas? 
No es una apreciación personal, sino que fundamento esa postura en estudios serios, que advierten del uso de las pantallas en niños pequeños. Está demostrado que en niños de entre 0 y 3 años las pantallas inducen al déficit de atención, reducción del vocabulario, déficit de realidad (el niño aprende menos con las demostraciones virtuales que con las reales), que los contenidos rápidos derivan en hiperactividad y en impulsividad, etc. Basándose en esos estudios, muchas asociaciones pediátricas han recomendado a los padres que no dejen ver pantallas a sus hijos menores de 2 años. Y recomiendan no más de 2 horas para las otras edades. Internet es una herramienta imprescindible en muchos ámbitos laborales. Por lo tanto, no se trata de demonizar esa herramienta, sino de matizar su uso en función de la edad.
 
¿A qué edad deberían entonces introducirse en la tecnología?
Cuando los niños tengan la cabeza bien amueblada, hayan desarrollado una serie de virtudes (discreción, intimidad, autocontrol...), sepan lo que están buscando y por qué lo están buscando... Entonces estarán preparados para usar las nuevas tecnologías. No antes. No hay una edad mágica, eso han de saberlo los padres de cada niño. 
 
Usted denuncia que hoy los niños lo tienen todo antes incluso de desearlo. ¿Es necesaria la frustración o la educación de los deseos para orientarlos hacia el bien?
No se trata de frustrarlos o de educar el deseo estrictamente hablando. No podemos “forzar” a un niño a desear algo, pero podemos educar en la belleza y en el asombro, y eso hará que el niño encuentre “motivos” para asombrarse y vea “sentido” en la belleza. Le damos oportunidades para poder desear lo bueno, lo verdadero y lo bello. Eso se hace filtrando lo que no lleva en sí mucha belleza, lo vulgar, lo mediocre. Y a veces los niños han de saber renunciar a cosas buenas para desear cosas aun más excelentes. Un niño de 5 años sin duda prefiere ir de excursión a la montaña con sus padres a quedarse solo delante de la consola. Si la excursión se convierte en una tradición semanal familiar, no quedará tiempo para la consola.  
 
Quizá, después de todo, tengamos que preguntarnos para qué educamos, en vez de pensar tanto en cómo hacerlo...
Llevamos años paseando por el callejón sin salida de los “cómos” (“recetas” para educar) y nos hemos olvidado de lo más importante: el “por qué” y el “para qué” de la educación. Sin sentido no hay educación, solo hay acumulación de conocimiento, déficit de pensamiento y repetición de comportamientos sin sentido. Ahora se ha puesto muy de moda hablar de “valores”. Un valor es algo “subjetivo” que conviene porque al educador “se le ha ocurrido”. Hoy, este valor y mañana, otro. La jerarquía como única fuente de sabiduría “porque te lo digo yo” no funciona. Hemos de hablar de virtudes. Y no hay virtudes si no hay “norte”. El norte de las virtudes es la belleza, la verdad y la bondad, que tienen fuerza por sí mismas. 
 
Educar como usted propone es ir contracorriente incluso del propio sistema educativo actual. ¿Es factible?
Es cierto que hay mucho conductismo en el sistema educativo actual, y por lo tanto poco espacio para el despliegue del asombro. Pero también hay muchas ganas de cambiar. Claro que es posible, yo veo los resultados en las personas que lo ponen en práctica: niños con personalidad, con fuerza y convicción, niños sin complejos, que arrasan positivamente. La educación en el asombro no es una utopía. Lo he visto con mis propios ojos.
 
¿Algún consejo para los padres?
Mucha naturaleza, poca pantalla, mucho silencio y una buena dosis de misterio. Y, sobre todo, mucha belleza. A veces los padres nos desanimamos, porque no vemos los resultados a corto plazo de todo lo que hacemos bien. Hemos de creer que todo lo que se siembra se recoge, aunque en algunos casos no lo vayamos a ver nunca. Las personas que construían catedrales nunca llegaron a ver el resultado de sus esfuerzos. Educar, es trabajar para la eternidad. 
 
Educar en la belleza, ¿es conducir hacia Dios?
C. L’ Ecuyer: Los niños tienen una inteligencia espiritual mayor que los adultos. La inteligencia espiritual nos permite intuir que, detrás de todo lo bello que nos rodea, está la “Suma Belleza”, como la llamaba san Agustín. No vemos la Suma Belleza porque entre Ella y nosotros hay un velo. El grosor de ese velo depende del grado de inteligencia espiritual que tengamos. Para los niños, el velo es muy fino, porque ellos se asombran con mayor facilidad y tienen más sensibilidad para percibir la belleza que les rodea. Esa capacidad de percibir la belleza que “existe en todas las cosas”, como decía santo Tomás de Aquino, les lleva necesariamente a la Suma Belleza. No hay educación en la fe si no hay educación en el asombro y en la belleza. Y si lo intentamos, entonces acabamos con una fractura entre fe y razón. No es casualidad que san Juan Pablo ii empezara su encíclica Fides et Ratio dando protagonismo al asombro: “Sin el asombro, el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal”. Si no experimentan deslumbramiento ante las realidades naturales y sobrenaturales, nuestros hijos vivirán una fe conductista, mecánica, que no resistirá al paso de los años.
 
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