domingo, 31 de agosto de 2014

¿Por qué cuando dos se casan se organiza una fiesta y cuando dos van a vivir juntos no?

El ir a vivir juntos no equivale a casarse. Lo que se celebra en las bodas no es el hecho de que dos se decidan a compartir el lecho, la mesa y la casa
 
¿Por qué cuando dos se casan se organiza una fiesta y cuando dos van a vivir juntos no?
¿Por qué cuando dos se casan se organiza una fiesta y cuando dos van a vivir juntos no?
Se trata de una pregunta muy interesante. ¿Qué les impide a dos que van a vivir juntos el organizar una fiesta? ¿Acaso no es en realidad el comienzo de la vida en común el motivo de la celebración? Y si organizasen ellos mismos la fiesta, ¿se trataría también de una fiesta nupcial? Y si la respuesta a esta pregunta fuese afirmativa, ¿por qué de hecho no se suelen celebrar este tipo de fiestas de inicio de la convivencia?

Se suele pensar que la fiesta nupcial la organizan los esposos -con la ayuda de sus familias- y que son ellos los que deciden a quienes invitar a los ritos religiosos y al banquete. Sin embargo, no es así. Las bodas son una institución divina, por mucho que esta afirmación pueda parecer carente de sentido en una sociedad que por fin se habría liberado de las cadenas de la religión. Digamos que los esposos pueden organizar los festejos, pero no quienes celebran las bodas. El ir a vivir juntos no equivale a casarse. Lo que se celebra en las bodas no es el hecho de que dos se decidan a compartir el lecho, la mesa y la casa. Las bodas son, por definción, la fiesta cósmica, social y litúrgica en la que el hombre y la mujer celebran la alianza conyugal mediante la que constituyen la familia.

Antiguamente, las gentes celebraban la unión conyugal alrededor del tálamo nupcial, que se encontraba en la tienda y sobre el que los esposos recibían la bendición por parte del padre de familia o del sacerdote, según fuese el caso. Así, los símbolos de la tienda y del tálamo indicaban precisamente el sentido último de la sexualidad y la razón de la celebración: el hombre y la mujer se entregan recíprocamente y buscan la ayuda divina para realizar algo que está fuera de su alcance y que Jesús expresaría con belleza y profundidad: “ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19, 6).

Todas las palabras con las que se hace referencia a la celebración festiva nupcial guardan relación profunda con los signos jurídicos y litúrgicos, es decir, sociales y religiosos, establecidos por las sociedades desde tiempos ancestrales.

Las nupcias -en su sentido etimológico- hacen referencia a esa segunda fase del matrimonio antiguo, en el que la mujer era “cubierta” por el varón. El acto conyugal era el signo principal: alrededor del tálamo, los abuelos, los tíos, los primos de los eventuales descendientes de los esposos celebraban de esta manera la fecundidad propia del matrimonio. La fecundidad está ligada a la entrega de las personas -que es lo que se celebra- y no al hecho de que se acuesten juntos, cuando carece de sentido simbólico y es simplemente un hecho.

Las bodas aluden al intercambio de los “votos matrimoniales”, es decir, al consentimiento matrimonial con el que desde que en el IV Concilio de Letrán (1215) los esposos se declaran su amor y su entrega “hasta que la muerte les separe”.

El casamiento indica también esa búsqueda de edificar una casa contando con la ayuda de Dios y de la comunidad. La tienda o casa es precisamente el símbolo nupcial de la protección de Dios sobre la nueva familia, invocada en la bendición sobre el tálamo.

Sin embargo, desde el siglo XII la historia de las nupcias conoció una verdadera revolución. Se aceptó un principio jurídico que trajo importantes consecuencias sociales: el consentimiento matrimonial es la única causa eficiente del matrimonio y no se requiere ninguna formalidad jurídica para que sea válido. Durante los siglos XII y XVI Europa conoció tiempos difíciles en los que abundaban las convivencias conyugales sin celebración de ningún tipo. Se les denominaba matrimonios clandestinos, porque eran ilícitos, pero eran tenidos por válidos.

Hoy son cada vez más frecuentes las parejas que van a vivir juntos, a pesar de que esas uniones no tengan ningún respaldo legal ni canónico. Esas uniones son ilícitas e inválidas, porque desde finales del siglo XVI tanto los ordenamientos de los Estados reformados como el de la Iglesia exigen que se respete una formalidad jurídica, consistente en prestar el consentimiento en presencia de un testigo cualificado y dos testigos comunes.

El hecho de que hoy suceda de nuevo el fenómeno de convivencias sin celebración nupcial se debe a razones distintas a las de entonces. Más bien, parece que muchas personas no encuentran razones para celebrar el matrimonio. Una vez ha desaparecido Dios del horizonte de sus vidas, la existencia pierde sentido y deja de ser algo que se celebre en el santuario de la vida: la familia.

Ciertamente, hay también razones sociales para que el estado matrimonial esté ligado a un momento fundacional, pero es evidente que no son las principales. No satisfacen por sí mismas a muchas personas, porque no encuentran en ellas una motivación seria y suficiente e incluso les parecen hipócritas.

Parece que el camino debería encontrarse en recuperar la simbología religiosa de las nupcias, puesto que no es exclusiva de los cristianos, sino que es patrimonio común de la Humanidad.

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