
Pues bien, Dios acaba de condenar el pecado en la carne(Rom 8,3); el crucificado se ha convertido en pecado, de forma que su muerte señala también la muerte del pecado. De esta manera, el que vive en Cristo puede sin duda ser juzgado por Dios, pero no ser condenado: El Señor, al juzgarnos, nos corrige para que no seamos condenados junto con el mundo (1 Cor 11,32; cf. Rom 8,1.33-34). En una palabra, ya no existe el tiempo o el ministerio de la condenación, por muy glorioso que fuera bajo la antigua alianza (2 Cor 3,9). Es evidente que Pablo no podría condenar a los suyos (2 Cor 7,3), mientras que el pecador se condena a sí mismo, al juzgar a los demás (Rom 2,1; Tit 3,11).
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