sábado, 23 de agosto de 2014

María y un seminarista en Nazaret

Pide por todos los seminaristas, para que, en medio del ruido del mundo, puedan escuchar la voz de María que los acompaña.
 
María y un seminarista en Nazaret


Durante la misa, nuestro Obispo es asistido en ella por un sacerdote, dos monaguillos y un seminarista de quien, y por casualidad, apenas sé su nombre.

Me pregunto, Madre querida, cuál habrá sido el camino que debió recorrer ese joven para llegar hasta...

- Hasta un especial sitio en mi Inmaculado Corazón.- Me respondes mientras le miras desde tu imagen del altar.

- Madre, por caridad, cuéntame lo que él y tantos como él, significan para ti.

Tu imagen de La Dolorosa, al pie de la Cruz, y junto a San Juan, parece murmurar una respuesta. Así es Madre, tu siempre eres para tus hijos, respuesta serena al alma.

- Verás, hija, desde aquellos tiempos en que veía a los Apóstoles ir recorriendo lentamente los caminos que Jesús les mostraba. Desde que aprendí a conocer sus dudas, sus preguntas, sus renuncias. Desde aquellos días mi corazón ha ansiado ser compañera de camino en quienes entregan su vida al servicio de Dios. Ese camino que empezó, para mí, el día de la Anunciación, en medio de un indescriptible gozo, pero que continuó, más tarde, en medio del silencio y la rutina de Nazaret.

- Comprendo, Madre, o casi... pero, a ellos, a nuestros seminaristas, ¿Cómo les acompañas?

Cuando un alma escucha el llamado de Dios y responde, le invito a compartir mi alegría en el día de la Anunciación. Luego, le acompaño fielmente en las dificultades que debe afrontar, pues les espera un viaje a Belén, no programado, y muchas puertas que han de cerrarse. Tendrá una Nochebuena con canto de ángeles y también un Simeón anunciando espadas. Deberá buscar, en medio de tantas noches oscuras, un sitio seguro para resguardarse de las tentaciones. Oh! Hija, no puedes imaginar cuán hermoso, sereno y perfumado, es el sitio que tengo reservado para ese amado hijo.

-Es ¿Tu Corazón? O sí, seguro ha de ser tu Corazón, Madre querida. Allí tienes, para el alma, una exquisita ternura, un refugio seguro en las tormentas del alma, y, sobre todo, el camino más corto, seguro y fácil para llegar a Jesucristo.

-Así es hija. Desde mi corazón, le llevaré a los días en que Jesús se perdió y yo le buscaba. Le contaré que muchas veces deberá hacer esta búsqueda a lo largo de su vida. Después, le traeré conmigo a los días de Nazaret, al silencio, a lo cotidiano, a las pequeñas cosas.

- Entonces, Madre, un seminario ¿Es como un pequeño Nazaret?

- Pues... sí.

- Y, si es Nazaret, entonces ¡estas tú!. Siempre, cada día, cada mañana.

- Cada mañana- y tus ojos parecen recorrer todos los seminarios del mundo-, cada mañana le pregunto, si quiere permanecer junto a mí en Nazaret. Y su "sí" me alegra el alma. Y nos vamos juntos a buscar agua al pozo. Él alivia mis cansados brazos y yo le sirvo agua fresca cuando estudia en la biblioteca. También me ayuda a cargar la leña y encender el fuego y yo le regalo gracias a su alma, para que su oración no sea una simple repetición de palabras sino un torrente de amor que, desde su corazón, llegue al Corazón de Jesús.

Miro hacia el altar y allí, en un rincón, en un Nazaret de silencio, el joven seminarista se arrodilla durante la Consagración.

- Hija mía- susurras a mi corazón- ahora soy yo la que quiere pedirte algo.

- Dime, Madre, dime, pues mi corazón halla gozo en servirte.

Ora, hija, ora por ese joven y por todos los seminaristas. Ora para que, en medio del ruido del mundo, puedan escuchar el canto del viento de Nazaret, el perfume de aquel hogar, que ahora habitan. Ora para que, cada mañana, su corazón elija, nuevamente, acompañarme al Corazón de Jesús, de donde brotan ríos de agua viva.. Ora para que sientan mi mano en la suya, mi abrazo en la noche oscura del alma, mi compañía en cada día, en cada alegría, en cada soledad, en cada pena. ¿Puedo, hija, contar con tus oraciones?.

-Sí, Madre, sí, y perdóname por no habértelas ofrecido antes. Perdóname por haber esperado, cómodamente, que siempre haya un sacerdote en la parroquia, sin haber pensado que, para hallarlo, primero debió existir un seminarista que, cada mañana, eligió ser tu compañero en Nazaret. Que sintió tu mano, cuando yo sólo le regalaba olvido, que sintió tu abrazo, cuando yo ni siquiera me preocupé por saber su nombre.

La misa ha terminado. Todos se han retirado. El joven seminarista atiende los pequeños detalles para la siguiente misa. Ahora sé que está contigo en Nazaret, ordenando la casa, esperando a Jesús.

Te regalo, Madre, mi oración por él. Regálale tu, todo el perfume de Nazaret. 

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