Necesidad del Espíritu Santo
Christ in Gethsemane
«Nuestra religión es una religión del milagro, de la presencia del Espíritu Santo, de esa fuerza que primero en la actividad de Jesús y luego en la de los apóstoles, irrumpe en medio de lo cotidiano de manera extraordinaria, mutando las leyes.
Leer los Evangelios es asistir a una permanente muestra del poder de Dios que actúa en el mundo transformándolo.
Jesucristo cura a los enfermos y lo hace de una manera especialísima: limpiándoles de sus pecados, porque la enfermedad del cuerpo está asociada al pecado del alma, y la acción del Espíritu Santo puede trascender incluso las leyes de la vida y de la muerte.
El cristianismo se expandió gracias a las persecuciones. El Espíritu Santo realizaba curaciones y señales prodigiosas al paso de los apóstoles, dotándoles de diversos carismas. Sin embargo, la historia de la Iglesia nos muestra la desaparición progresiva de esta acción del Espíritu Santo, aunque es verdad que hay santos y fundadores que han recibido esta gracia inestimable.
Parece que la persona receptora del Espíritu Santo necesita cierta preparación, aunque este don se da según la voluntad divina allí donde quiere, más allá de cualquier acción humana. El viento sopla donde quiere pero uno puede ponerse en posición de recibirlo.
Pentecostés no se produce inmediatamente, sino que antes hubo una oración permanente y una intensa comunión entre los primeros cristianos. También se transmite por la imposición de las manos de los que poseen el Espíritu, aunque no a cualquiera, sino al que es apto moralmente, como se observa en el caso de Simón, el mago.
La lectura de los Evangelios de los Hechos de los Apóstoles, deja muy claro que la persona de Cristo Jesús Mesías, evidenciaba su filiación divina mediante claros signos y señales, asociadas a la curación de los cuerpos y las almas, a una purificación de los pecados.
También, que el Espíritu Santo enviado por mediación de Cristo desciende sobre los que le siguen perteneciendo, los cuales, si actúan en Su Nombre, harán los mismos signos, en incluso otros, para edificación y conversión del prójimo.
Este Espíritu se manifiesta donde quiere relacionado con: la oración continua, la comunión apostólica, la profunda devoción a la persona de Cristo y la identificación con su redención.
El Espíritu Santo provoca conversiones masivas, motivadas no solo por la manifestación de signos extraordinarios, sino también por la elocuencia de los que lo poseen, que penetra los corazones y los transforma, como es notorio en la tarea apostólica de Pedro y de Pablo, por ejemplo.
Pero cuando los hombres dejan de escuchar la inspiración del Espíritu, a medida que su vida deja de adecuarse a la enseñanza de Cristo, empieza a declinar su presencia en ellos. En ocasiones es una desviación teórica que da lugar a múltiples herejías, y en otra es una desviación de la práctica con una laxitud de vida.
No en vano, los Padres del desierto se apartaron del común de los fieles, huyendo literalmente al desierto, intentando conservar vivo el Espíritu. Es posible ver en ellos, en su historia y relatos, como actuaba esta Presencia extraordinaria y salvífica en sus vidas para bien de innumerables almas.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces y múltiples quebrantos ha sufrido el cuerpo místico de Cristo a través de cismas y reformas, y mucha degradación muestra el mundo, dominado hoy más que nunca por la oscuridad y el pecado. Por eso, me pregunto; ¿Es posible que nuestra Iglesia vuelva a ser de Cristo? Es decir, que viva en ella el Espíritu Santo que la cohesionó e hizo expandirse en sus orígenes. Y, si esto es posible, ¿qué debemos hacer nosotros para que lo sea?
Estas preguntas son fundamentales, hoy más que nunca, en una época donde parece triunfar el nihilismo y la alineación consumista. Porque si en un grupo de cristianos actuales irrumpiera un nuevo Pentecostés que mostrara los signos que difundieron la Buena Nueva en los principios, se acabarían las discusiones y las divisiones en las Iglesia. Ya no sería cuestión de si tienen razón los tradicionalistas o los progresistas, de si hay que hacer esto o lo otro. Si el Espíritu Santo habitara nuevamente entre nosotros, sería una experiencia profundamente conmovedora, no solo para los que la recibieran, sino para los que presenciaran sus manifestaciones. Aunque la ciencia se ha entronizado como diosa, sucumbiría ante las verdaderas manifestaciones del Espíritu Santo.
Leyendo los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, observamos que había una conversión profundad de los oyentes por la predicación inflamada por el Espíritu, y curaciones verdaderas operadas por esa misma fuerza santa. Se curaba el alma y el cuerpo, se convertían las gentes a una vida nueva, porque los transmisores vivían una vida nueva que les venía de Dios. Vivían en sí mismo la experiencia de lo Divino.
¡Oh Señor, envía tu Espíritu!»
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