1) El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios:
“Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijopara ser salvador del mundo“ (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).
2) El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios:
“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él“ (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios al mundoque dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna“ (Jn 3, 16).
3) El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad:
“Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí… “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, infica: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf.Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
4) El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina“ (2 P 1, 4):
“Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1).
Por último recordar que en un himno muy antiguo citado ya por san Pablo se cantaba el misterio de la Encarnación de Dios en estos términos:
Igualmente en la carta a los Hebreos se habla de este mismo misterio de fe esencial:«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8)
«Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9 [LXX]).
En definitiva, la fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios“ (1 Jn 4, 2). Esta es la alegre convicción que desde sus comienzos la iglesia primitiva cantaba: “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tm 3, 16).
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