miércoles, 18 de junio de 2014

Siete nuevos principios —y una clave— para educar aceptablemente

Educar no es una cuestión de acumulación de conocimientos. Se trata más bien de ayudar a desarrollar armoniosamente todas las dimensiones que cualifican a la persona
 
Siete nuevos principios —y una clave— para educar aceptablemente
Siete nuevos principios —y una clave— para educar aceptablemente
Asentados los tres principios fundamentalísimos que apunté en el artículo precedente, podemos considerar otros que se derivan de ellos y, en última instancia, con ellos se identifican y casi coinciden entre sí. De ahí que no me haya esforzado en encontrar un determinado orden con preferencia a cualquier otro. En cierta manera, en los párrafos que siguen, «todo está en todo».

1. Padres ejemplares… por amor 

«Primum vivere…»: más enseña la vida que cualquier teoría

Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. En concreto, jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están (o parecen estar) super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.

Por todo lo anterior, escribe Javier Salinas: «Educar no es una cuestión de acumulación de conocimientos. Se trata más bien de ayudar a desarrollar armoniosamente todas las dimensiones que cualifican a la persona. Esto constituye el primer servicio a toda persona. Una realidad que supone sobre todo educadores, alguien a quien imitar, con quien confrontarse, y que puede ofrecernos posibilidades para alcanzar la meta de la educación que es el ejercicio de la libertad y la voluntad de comprometerse con aquello que es bueno, noble y justo. […]
Por otra parte, no hay que olvidar que la educación es fundamentalmente imitación, conocimiento de valores y repetición de aquellas formas de comportamiento que hacen excelente a la persona.»

Algo similar recuerda J. S. Mill: «Lo que forma el carácter no es lo que un niño o una niña puede repetir de memoria, sino lo que ellos aprendieron a amar y admirar.»

Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo y, muy particularmente, con la orientación que impriman al conjunto de su existencia: en última instancia, o el amor propio o el amor a Dios (y, por Él, a todos los demás)
Coherencia eficaz…

Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de incitación, de confirmación y de ánimo:

1. No hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él.

2. E igualmente a comer de todo (¡el «no me gusta» debería desterrarse de cualquier familia… comenzando por los padres!), a poner y quitar la mesa, el lavavajillas, a ir al supermercado…

3. A mantener en el hogar un tono de corrección, en el vestir y en el hablar, pongo por caso.

4. A controlar los enfados y las rabietas, a no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su camino, a estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo, etc.
[El test definitivo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo esté dispuesto a hacer por sus padres —normalmente, si la familia «funciona», mucho o todo—, sino lo que uno de los hermanos es capaz de hacer por los restantes… sobre todo cuando la tarea en cuestión «le toca» a otro hermano.]

Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas, despierta… y arrastra
O ineficacia, e incluso daño

En el extremo opuesto, la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive, junto con la falta de amor recíproco —esposo-esposa—, son los mayores males que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos.

Cosa que ocurre, sobre todo, a determinadas edades (la adolescencia, por ejemplo, pero también algunos años antes), cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

¡Produce pasmo ver hasta qué extremos puede ser cruel y despiadado el juicio de un crío o una cría! (y, sin embargo, no debería asombrarnos; como decía Tomás de Aquino, «… la justicia, sin misericordia, es crueldad»).

Para ser padres ejemplares

Para evitar que esto pudiera suceder, o, dicho en positivo, si queremos ser unos padres ejemplares, existe una especie de precepto cuya importancia resulta imposible exagerar y al que, por eso, acudiré más de una vez.
El mejor modo de mantener y fomentar la armonía de un hogar y el crecimiento de los hijos consiste en:

1. Reducir cuanto se pueda el número de normas por las que se rige su conducta: «tantas como sea necesario y tan pocas como sea posible», sugiere Murphy-Witt.

2. Hacer que esos criterios fundamentales respondan a la verdad y la bondad objetivas, y no a preferencias o caprichos de los cónyuges (de nuevo, la primacía del ser sobre la subjetividad).

(Y, por consiguiente, han de cumplirlos tanto los padres como los hijos: también, pongo por caso, el empleo de la tele, del ordenador y artilugios similares, la visión de determinados programas, el-uso-y-no-abuso de bebidas alcohólicas o de caprichos culinarios… o, con los matices imprescindibles, la hora de volver a casa).

3. Lograr que en todo lo demás se respete exquisitamente la libertad y la iniciativa de los chicos (igual que, antes, las del cónyuge), aunque el modo como actúen, siempre que sea éticamente lícito, choque frontalmente con las preferencias del padre o de la madre… que, como vengo repitiendo, «no cuentan para nada».

Lo que importa es el bien del hijo, no mis caprichos de padre o de madre
En resumen: unos cuantos criterios claros —muy pocos e inamovibles— y un exquisito respeto al modo de ser de cada cual.

Estabilidad

Insisto ahora en que, a pesar de lo que a veces pensemos y de lo que imponen ciertas modas ya un tanto desfasadas, los niños y adolescentes —más todavía que los adultos— necesitan de forma imperiosa unos puntos de referencia sólidos. De lo contrario, se tornan inseguros, vacilantes, indecisos… ¡y sufren inútilmente!
Como es lógico y vengo apuntando, establecer esos hitos es tarea de los padres en función de la realidad: del bien y de la verdad objetivos.
Por tanto, recuerda Murphy-Witt, «… es maravilloso que también se tengan en cuenta los intereses de los niños en la familia. Pero si se pueden negociar todas las reglas, todos los límites, todas las tareas, básicamente no hay nada válido. Todo fluye continuamente, en función de las ganas, del humor y de la forma en que se encuentren los padres. Así, los niños nunca saben a qué atenerse. Una democracia familiar de este tipo no fomenta ni la autonomía ni la seguridad en uno mismo. Al contrario, provoca inseguridad en los niños y en última instancia los deja al libre albedrío de los adultos. Al fin y al cabo, son mamá y papá los que deciden, y quizás incluso de forma autoritaria cuando no hay tiempo para discutir interminablemente. Entonces, el que antes se nombraba compañero a sí mismo, se convierte de repente en dictador, lo cual es muy difícil de entender para los niños. No es de extrañar, pues, que se rebelen y que no respeten lo que se ha establecido sin tenerlos en cuenta.»
En este caso, el peligro suele venir, una vez más, de estar más pendientes de nosotros mismos que del bien real de nuestros hijos.

Prosigue la autora alemana que acabo de citar: «Los padres que han sufrido en su propia infancia demasiada severidad, suelen pasar al otro extremo. Normalmente no se dan cuenta de que sus hijos sufren igual con esta laxa “no educación”. Puesto que si papá y mamá les conceden una libertad de decisión ilimitada a sus retoños, les están pidiendo demasiado.

Simplemente todavía no pueden aceptar la responsabilidad de su vida, lo cual los hace más bien poco autónomos y para nada independientes.

Los padres que se abstienen por completo en la educación, optan por su propia comodidad. Sus hijos los consideran con frecuencia indiferentes. “A ellos les da igual lo que haga”, creen muchos. La consecuencia es que intentan una y otra vez llamar la atención: discretamente con malas notas en el colegio, dolores de cabeza o trastornos alimentarios, o haciéndose notar más mediante peleas y conductas inquietas o agresivas. Así desafían a sus padres permanentemente para que tomen una determinación de una vez, para que les den el apoyo que con tanta urgencia necesitan.

Así pues, ¡se acabó conceder una supuesta libertad progresista y no inmiscuirse por comodidad! Los niños quieren que los eduquen. Para ello es necesario también que aprendan a tomar sus propias decisiones, pero en función de su edad y paso a paso, bajo la dirección paterna. Quien conduzca a su hijo cuidadosamente hacia este objetivo, podrá dejarle alguna vez con plena confianza toda la libertad de decisión respecto a sus propios intereses.»

Las pautas que se establezcan en un hogar deben responder a la verdad y el bien objetivos, reales

2. Amar: animar y recompensar

Quererlos como son; es decir, como están llamados a ser; es decir, mejor de lo que son
Como antes apuntaba, solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista como el real-ideal al que han de aspirar.

Por el contrario, cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más bien poco… y les instaremos, sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen depreciada y empequeñecida.

Como dicen Faber y Mazlish, «… la actitud que subyace a sus palabras es tan importante como las palabras mismas. La actitud con la que prosperan los niños es la que comunica poco más o menos: “Eres básicamente una persona adorable y eficiente. Ahora mismo hay un problema que requiere tu atención. Una vez hayas tomado conciencia de él, lo más probable es que respondas responsablemente”.

La actitud que derrota completamente a los niños es la que comunica: “Eres básicamente irritante e inepto. Siempre te las ingenias para hacerlo todo mal, y este último incidente es una prueba más de tu absoluta incapacidad.»

Atender a cuanto de excelente hay en ellos

El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna… «aunque no fuera —suelo explicar, con una punta de ironía— sino para no defraudar a sus padres».

Así lo expone Samalin, referido a un caso concreto:

«A veces, no nos damos cuenta de que un comentario o crítica antes del hecho concreto parece predestinar su ejecución. Cuando la madre de Jill estaba a punto de salir por la tarde, dijo a su hija: "Jill, quiero que seas buena niña y no molestes a tu hermanito cuando esté aquí la canguro". La madre de Jill esperaba que su hija se portara mal antes de que sucediera. Tal vez tuviese razón para suponerlo, debido al comportamiento habitual de Jill. Pero la niña oyó el mensaje oculto: "Mamá espera que tú lo molestes", y cumplió la profecía atormentando y haciendo llorar a su hermanito.»

Y agrega después la norma general:

«Con las mejores intenciones, muchos padres creen que conseguirán un cambio en sus hijos si les señalan lo que hacen mal. No obstante, lo triste del caso es que la crítica refuerza todavía más el mal comportamiento que intentamos corregir.
Los niños se toman de una forma muy personal las críticas que sus padres les hacen. Se sienten atacados por las personas por las que esperan ser admirados. Las críticas pueden, incluso, llegar a convencerles de que no pueden cambiar y […] verse a sí mismos perdedores en ambos sentidos. En otros casos, los ataques críticos hacen que los niños se pongan a la defensiva y respondan con hostilidad y desconfianza. Las críticas, con independencia del tipo que sean, no animan a los niños a cambiar.»

Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos y una paralela ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el único fin de recibir la atención que necesita.
Paradójicamente, cuando solo atendemos a lo que los chicos hacen mal, las regañinas se transforman en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten

Aceptación incondicional

Gottman y Silver lo explican con otros términos y tono, y lo aplican inicialmente al matrimonio, que es donde en primerísima instancia debe tener vigencia. Pero la idea que subyace a sus palabras es sustancialmente la que acabo de sugerir: la clave y el punto de partida de todo intento de ayudar a una persona consiste en aceptarla de manera incondicional, amarla… y hacérselo saber con el máximo cariño.

«La base para enfrentarse de forma efectiva a cualquier clase de problema es la misma: comunicar tu aceptación básica de la personalidad de tu compañero.

Por nuestra naturaleza humana, es prácticamente imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende.
De modo que la regla básica es: antes de pedir a tu pareja que modifique su modo de conducir, comer o hacer el amor, debes hacerle sentir que la comprendes. Si alguno de los dos se siente juzgado, incomprendido o rechazado por el otro, no podréis enfrentaros a los problemas del matrimonio. Y esto se aplica tanto a los grandes problemas como a los nimios».

Y, ya en relación con los hijos, indican lo decisivo que resulta aceptar de forma incondicionada los sentimientos de una persona (como después veremos):

«Las personas solo pueden cambiar si se advierten aceptadas tal como son. Si nos sentimos criticados o poco apreciados, no podemos cambiar. Al contrario, al vernos asediados, nos atrincheraremos para protegernos.

En este aspecto, los adultos podríamos aprender mucho de las investigaciones realizadas con niños. Para inspirar en un niño una imagen positiva de sí mismo y habilidades sociales básicas, la clave es comunicarle que comprendemos sus sentimientos. Los niños crecen y cambian de forma óptima cuando reconocemos sus emociones (“Ese perro te ha asustado”, “Estás llorando porque te sientes triste”, “Pareces muy enfadado. Vamos a hablar de ello”), en lugar de menospreciarlos o castigarlos por sus sentimientos (“Es una tontería tener miedo de ese perro”, “Los niños mayores no lloran”, “En esta casa están prohibidas las rabietas. Vete a tu cuarto hasta que te tranquilices”).

Cuando hacemos saber a un niño que sus sentimientos son legítimos, le estamos comunicando que es aceptado incluso cuando está asustado, triste o enfadado. Esto le ayuda a sentirse bien consigo mismo, lo cual hace posible el crecimiento y el cambio positivo.

Lo mismo ocurre con respecto a los adultos. Para mejorar un matrimonio, tenemos que sentirnos aceptados por nuestra pareja.»
Es casi imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende, nos aprecia o valora y nos ama

Confianza bien fundamentada

Por consiguiente, y de ordinario, es preferible que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa.
Para lograrlo, hay que hacerle advertir que nuestro amor es —¡de veras: nunca por táctica!— incondicional, incondicionado e incondicionable, y que, aunque deseemos que dé lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés… ¡o por mala voluntad!, no alcanza tales niveles o incluso comete una o mil barbaridades.

(Y mucho más, cuando se trate de creyentes, hemos de hacerle ver que Dios lo ama sin condiciones, tal y como es, precisamente porque así lo ha creado… aunque cuente con su lucha para mejorar.)

El Amor divino —incondicional, incondicionado e incondicionable— es el auténtico fundamento de la autoestima de cualquier cristiano
Ante los errores, descubrirles las virtualidades que guardan en su interior

En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades —lo que lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia, como antes dejé dicho… o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro— es para él un gran incentivo.

En efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.
Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que (creemos que) esperan de nosotros.

Por eso, según recuerda un eminente pensador francés:

La clave de la educación consiste en ver y querer a aquel a quien amamos, en cada momento, un poco mejor de lo que en realidad es
[Aunque quizá luego vuelva sobre ello, conviene aclarar que ese «un poco», y no más, resulta trascendental. Si, por convencimiento errado o por equivocada estrategia, hacemos pensar a nuestro hijo que esperamos de él comportamientos tan extraordinarios que realmente lo superan, en lugar de animarlo a que mejore lo estaremos empujando hacia la desesperanza y la inacción: «puesto que nunca lograré hacer aquello que mis padres esperan de mí, y tenerlos así contentos, ni siquiera vale la pena que lo intente.»]

Reconocer su valía como personas

La actitud positiva a que vengo aludiendo se concreta, también en estas circunstancias, en apreciar más lo que es —una ¡persona-persona!— que lo que hace… y actuar consecuentemente.

1. Seguir sus sugerencias.

Por tales motivos, cuando un hijo apunta una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de manifestar, no hay que tener miedo a darle la razón.
No se pierde autoridad; más bien al contrario.
La ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone, en la grandeza de la persona del hijo, con independencia de su edad,… y en la calidad personal que con ese gesto —reconocer que el hijo tiene más razón que nosotros— ponemos de manifiesto (de nuevo el ser se sitúa por delante de la mera conciencia subjetiva).

2. Recompensas mesuradas

Al animar y elogiar es preferible anteponer el esfuerzo realizado (más cercano a lo que es) al resultado obtenido (más relacionado con lo que hace o logra): lo que importa es que el hijo se sienta cada día más a gusto por el hecho de ir mejorando, de ser progresivamente mejor persona, y no por lo que hace o tiene o recibe.

Como recuerda Samalin, en concordancia con el más sano sentido común:
«… un niño que se siente bueno, actúa bien con más facilidad.»

En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, de ordinario no se debe recompensar al niño —aunque sí elogiarlo— por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial.

Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante. De acuerdo con lo que acabo de apuntar, las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido

Sin excederse en los premios… 

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones, al menos, por otros dos motivos:

1. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo está bien, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a pensar más en sí (en su premio) que en los otros; en definitiva, a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás… que es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona.
(Dicho sin agresividad y con cariño: estos procedimientos sirven más para «adiestrar» o «domesticar» a nuestros hijos que para educarlos y hacerlos crecer humanamente).

2. Y además, porque cuando tales «premios» vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.

Pero reforzando sus buenas acciones con el elogio oportuno

La oportunidad del elogio oportuno la trataré en otro momento. Me limito ahora a copiar estos párrafos de un especialista:

«A menudo, los padres no perciben la importancia del elogio y otra forma de aliento cuando los hijos se comportan adecuadamente. Es importante tener presente que el buen estado emocional de los niños requiere que tengan confianza en sí mismos, a la cual ayuda el reconocimiento que reciben de sus padres.»

A lo que agrega, en mayúsculas: «SU HIJO NECESITA DE SU ATENCIÓN. SI NO LA OBTIENE PORTÁNDOSE EN FORMA DESEABLE Y POSITIVA, LA BUSCARÁ PORTÁNDOSE EN FORMA INDESEABLE Y NEGATIVA. EL ELOGIO, EN EL VOLUMEN Y MOMENTO ADECUADOS, DEMUESTRA AL NIÑO LA ATENCIÓN Y LA PREOCUPACIÓN PATERNAS Y LO AYUDA A MANTENERSE EN EL BUEN CAMINO.»

De lo contrario, como ya dije, nuestras reprimendas se transforman en refuerzo psicológico justo para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten

En resumen 

Cuanto hemos considerado hasta el presente confluye en una ley básica:
Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos.

Consiste en descubrir y ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal, haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

Lo contrario, dejar de corregir a nuestros hijos a causa del sufrimiento que pueda originarnos el hacerlos padecer a ellos —¡supuesto que la corrección sea necesaria!—, es una manifestación de sensiblería blandengue y, al término, de egoísmo —nunca de buen amor— y una de las lacras que más daño provocan en los educadores y en los educandos en el momento actual.

Aplicado a un extremo particular, afirma Samalin: «Los padres pueden permitirse ser flexibles cuando han decidido que el tema no tiene la suficiente importancia como para dar pie a una batalla. No obstante, hay muchos casos en que los padres deben establecer unos límites claros, y seguir mostrándose estrictos en lugar de flexibles. En ese caso, uno puede mostrar autoridad frente al hijo; pero, al mismo tiempo, evitar un enfrentamiento.»

Estimo de capital importancia luchar con todos los medios para superar el error teorético y práctico al que me he referido.

Pues, como ya sabemos:

Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre satisfecho, sino ayudarle a crecer como persona

De ahí que, ya de manera más directa, una de las asignaturas que hemos de enseñar a nuestros hijos es, justo, la del sufrimiento ineludible. Lo confirma el matrimonio Robinson:

«Una enseñanza que solo sois capaces de darla vosotros en el hogar. Y, sobre todo tú, la madre.
Ser madre es enseñarles a saber sufrir. Por mucho que les protejas, tus hijos han entrado en un mundo lleno de contratiempos y penas. También a ellos les va a llegar la hora del dolor. No puedes dejarles inermes ante esa prueba.

No se trata de evitarles todos los sufrimientos. Bien sabes que no puedes. Se trata de ayudarles en lo inevitable. De hacer de ellos unos hombres y mujeres hechos y derechos.

Que, ante el dolor, sientan ellos vuestro apoyo y no, precisamente, vuestra irritación o desesperación. Que sientan vuestra cercanía junto con vuestra serenidad.

Que, en los momentos difíciles del hogar, no sean ellos testigos de histerias, alborotos o lamentaciones. Que no os vean reaccionar como fieras enjauladas ante la contrariedad. Que vean serenidad y dominio.

Las madres siempre han sido maestras en el sufrir. No dejéis de enseñarles esta lección; una de las más importantes para la vida.»

3. La autoridad, manifestación de «buen amor»

Autoridad razonable y razonada

Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos.
1. Es preciso también ejercer la autoridad (recuerden la distinción entre auctoritas y potestas).

2. Y explicar siempre, en la medida de lo posible —¡y con la mayor brevedad!—, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

Un apoyo sencillo a favor de la brevedad, con palabras de Faber y Mazlish:

«Muchos padres nos han comentado cuánto aprecian esta táctica. Afirman que ahorra tiempo, sofocones y explicaciones tediosas.

Los adolescentes con los que hemos trabajado nos han dicho que ellos también prefieren el aviso escueto: “Esa puerta”, “El perro”, o “Los platos”, en el que hallan una grata liberación de las arengas usuales.

Según nuestro criterio, el valor de estas indicaciones lacónicas estriba en que en vez de una orden acuciante, damos al niño la oportunidad de ejercer su propia iniciativa y su propia inteligencia. Cuando nos oye decir “El perro”, tiene que pensar: “¿Qué ocurre con el perro? ¡Ah, claro! Esta tarde no lo he llevado a pasear. Será mejor que lo saque ahora”.»

Y otro, expresado con fuerza y buen humor, de Samalin:

«¿Qué puedo hacer para que mi hijo me escuche?
Esta pregunta suele ser la primera que los padres plantean en mis cursillos. La respuesta es muy corta: hable menos. Los niños están tan habituados a las largas órdenes de los padres, que muy pronto se vuelven sordos a sus palabras.

Como un niño dijo: "Cuando mi madre está en la segunda frase, yo me he olvidado ya de la primera". Otro niño comentó: "Mamá, siempre que te pregunto algo sencillo, me das una respuesta tan larga...". Si usted puede detenerse al final de la primera frase, verá cómo consigue respuestas más cooperativas, y evitará muchas peleas diarias.

Si usted consigue ceñirse a lo que yo llamo "orden de una sola palabra", se acostumbrará a ser breve.»

La seguridad de unas referencias claras

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan difundida, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido.

A los efectos, estimo muy valientes y oportunas las puntualizaciones de Diego Macià: «Hoy es frecuente oír hablar de “la desobediencia de los hijos”, pero es importante considerar que sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres”, la falta de disciplina.

Muchos padres, por propia comodidad, o por temor a ser impopulares a los ojos de sus hijos, mantienen actitudes de concesión constante. Ceden ante cualquier petición de sus hijos. Esto, sin duda, será muy perjudicial para ellos, pues crecerán sin patrones adecuados de conducta y solo guiados por su libre albedrío.

Pero la autoridad y la disciplina, tan necesarias, no están basadas en el “Porque lo digo yo, que sé lo que te interesa y soy tu padre” o en el “Cuando seas mayor lo entenderás”, sino en el razonamiento, en la demostración, en la fuerza de la razón. Lo importante es conseguir ante nuestros hijos una “respetabilidad razonada”. Son autoritarios los que, careciendo de autoridad, tienen que apelar a la fuerza para imponer sus criterios.

Pensemos que el temor y el miedo nunca pueden ser formativos. Esta forma de actuar de los padres produce primero temor y posteriormente rebeldía en los hijos. El recurso a la fuerza, la bofetada continua, la amenaza constante, inhiben la capacidad de iniciativa del joven y debilitan su personalidad.

Los padres tienen como misión enriquecer, no anular, la personalidad de sus hijos. Educar es fomentar la creatividad, abrir sus mentes y ayudarles a ser libres. Nosotros, como padres, tendremos que ordenar las infinitas posibilidades de nuestros hijos, pero sin marcarles unilateralmente el camino.

Los padres tienen muchas veces que “mandar” a sus hijos, pero no todo el mundo tiene autoridad y se hace respetar. Siendo muy difícil educar sin inspirar respeto, los padres que no tengan autoridad personal la tendrán que aprender.»
En conclusión: el niño tiene necesidad de autoridad y la busca y nos la pide, aunque se niegue aparentemente —¡como es su «obligación»!— a reconocerlo.

(Cada vez oigo con más frecuencia frases del estilo: «mis padres no me quieren —“pasan” de mí— porque me dejan hacer lo que me da la gana»; y las pronuncian chicos que protestan airadamente —como es su «deber»— cuando se les niega lo que han pedido.)

Sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres” (D. Macià)

Estables y predecibles

Insisto, porque se trata de un punto clave y bastante desatendido: un muchacho que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación razonables y razonadas, se torna inseguro o nervioso.

Advierte de nuevo Murphy-Witt:
«… a los pequeños les falta por desgracia y con frecuencia la sensación de seguridad y estabilidad, también en familias en las que aparentemente todo marcha a la perfección. Ello se debe a que a menudo los propios padres provocamos la inseguridad de nuestros hijos mediante nuestra “pedagogía tambaleante” y nuestra inconsecuencia. Reglas formuladas hoy y que mañana ya no son válidas; límites que varían a discreción según el estado de humor y la presión temporal; consecuencias con las que se amenaza pero que nunca, o solo ocasionalmente, se llevan a cabo. Los padres que se comportan así provocan más bien la inseguridad de sus hijos y, de forma indirecta, los empujan a desafiar a mamá y a papá continuamente. ¡En absoluto se trata de una situación feliz para la familia!
Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones, que hoy reaccionen igual que mañana y pasado mañana, que pongan límites con amor por el bien de su hijo y que insistan en que estos se respeten. Los niños necesitan padres fuertes que hayan encontrado su lugar en la vida y lo ocupen de forma inamovible, que no vayan permanentemente de un lado a otro, titubeen y vacilen, sino que sepan con exactitud qué quieren para sí mismos y para su familia. Con unos padres así los niños se sienten seguros y acogidos. Y solo así pueden ser de verdad felices.»

Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones

Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas.

Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos… de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Sin embargo, tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o rebajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).

Un chico que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación claras, se torna inseguro, nervioso y/o agresivo

Siempre las interferencias del yo

Pero ¡cuidado!, porque detrás de esta vacilación hay muy a menudo una extraña mezcla de miedos y prevenciones… y de amor propio: el horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la tienen sus hijos?; los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí), no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.
Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide.

E igualmente es importante que los padres, explicando siempre que la situación lo requiera —¡y con brevedad!— los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

(Más adelante indicaré modos concretos de llevar a cabo estos consejos, así como algunos otros que ya han sido expuestos o enunciaré en lo que queda de escrito.

Copio, de momento, estas dos citas, referidas a situaciones muy distintas y de diverso alcance e importancia: el miedo a exigir y la falta de participación real en el dolor de los hijos, provocados ambos por una ausencia de buen amor.

1. Respecto al primer extremo, sostiene Aguiló: «Afecto no quiere decir exceso de indulgencia ni falta de exigencia, porque el afecto, cuando es verdadero, va unido a la exigencia. Y si uno quiere a su hijo debe exigirle, porque si no, en realidad no lo quiere, o al menos no lo quiere bien. Probablemente se quiere sobre todo a sí mismo, y mal querido.
La gente que mima a sus hijos, en el fondo los mima por egoísmo, pues el cariño se manifiesta, entre otras cosas, en la exigencia, y cuando se mima a un hijo suele ser porque se busca lo gratificante de su presencia y de su fugaz satisfacción, o el alivio de no tener que exigirle, y eso indica falta de cariño verdadero.
No se le está queriendo de verdad, ya que se le está provocando una hipoteca muy grande en su vida, con la excusa de ese cariño. Y lo que se consigue con ese exceso de indulgencia es hacerle un desgraciado.

Lo que digo es un poco fuerte, pero me parece que es así de triste y de duro: es una verdadera tragedia que padres buenos hagan a sus hijos desgraciados por no exigirles, y que encima piensen que eso es una manifestación de cariño, cuando es más bien una manifestación de debilidad o de egoísmo.»

2. Y, en relación al segundo, los ya citados Zattoni y Gillini: «… el adulto impermeable al sufrimiento de un niño es un adulto que se defiende, un adulto que está centrado en sí mismo, apresado totalmente por sus propios dramas y sus propios deberes; ciertos sufrimientos del niño que le ha sido confiado podrían anular sus puntos de apoyo, sus seguridades, las “recetas” en las que cree.
El adulto sano y flexible, en cambio, le permite al niño vivir su dolor, sabiendo —como ya hemos dicho más arriba— que no lo aplastará y poniendo en práctica para ello toda una serie de apoyos y acompañamientos que activan los recursos del niño.»)

Nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo
Las normas imprescindibles… ¡y punto!

Como consecuencia, según ya advertí, un criterio básico en la educación del hogar es que:

1. Deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, sino adecuadas al ser de la realidad: a lo que, en cada caso y circunstancia, es bueno o malo, conveniente o dañino.


2. Hay que lograr que siempre se cumplan.

3. Y dejar una absoluta libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.

Y la razón, que antes no expuse, es que, de nuevo en virtud de su singularidad personal, ¡ellos gozan de todo el «derecho» —o más bien, de la obligación— de llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a hacerlos «a nuestra imagen y semejanza»!, como fotocopias o calcomanías.

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo; sino solo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o de «afirmarnos»… o porque uno se siente nervioso y todo le molesta.

Se compromete así la propia autoridad sin necesidad alguna, abusando de ella, y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».

No tenemos ningún derecho a hacer a nuestros hijos «a nuestra imagen y semejanza»
Ni una sola orden que no se haga cumplir afablemente

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y, además de simplificar en gran medida nuestra actividad formadora y de ayudar a no «quemarnos», consigue a menudo calmar las rabietas o hace que no lleguen a producirse.
Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir, con la misma suavidad que decisión, que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad.

(Por consiguiente, antes de mandar algo o de imponer un castigo, conviene «pensar dos veces» —¡al menos!— si uno está en condiciones y dispuesto a hacerlo cumplir… aunque eso suponga la molestia de levantarse, dejar lo que me ocupaba o distraía, tomar al crío o la cría de la mano y, con idéntica calma y paz que determinación, sin elevar el tono ni perder la compostura, «hacer que haga lo que debe hacer».)

Y todavía resulta más dañino que la madre pronuncie el fatídico «¡te he dicho mil veces…!», «tire la toalla» y amenace al chico con lo que va a suceder «cuando venga tu padre».

Con esa conducta, y sin pretenderlo en absoluto:

1. Transmite el mensaje de que ella (que ha repetido ¡en mil ocasiones! un mismo mandato sin resultado alguno) no goza de capacidad para dirigir ese hogar.

2. Además, transforma al marido en una suerte de ogro, encargado fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos…

3. O lo convierte en un irresponsable, porque no puede o no quiere o no sabe corregir aquella actuación que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar después de tantas horas desde que fue llevada a cabo: ya que —a causa del tiempo transcurrido— difícilmente el muchacho, sobre todo si es muy pequeño, establecerá la relación adecuada entre su mal comportamiento ya casi olvidado y la punición de ahora, que advertirá como un arbitrio.
La convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una eficacia inigualable

Al contrario:

«Ceder ante las presiones, caprichos o malhumores de los hijos es transmitirles el mensaje de que no se puede con ellos, haciéndoles el flaco servicio de dejarlos a la deriva de sus impulsos temperamentales, sin hacerles ver que una sólida personalidad se construye luchando por adquirir virtudes» (Lyford-Pike).

Afablemente, amablemente, sin perder nunca la paz

Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación.

1. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad.

2. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones.

2.1. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente (¡de veras!, no por táctica) en que vamos a ser obedecidos.

2.2. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes…

2.3. ¡Y evitemos de raíz los gritos y la pérdida del propio control!

Para la mayoría de las peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?» (o mejor aún, más breve, según explicaré).

De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.
De nuevo con palabras de Lyford-Pike:

«Mantener la calma sin perder la compostura ante los caprichos de los hijos multiplica la eficacia de la educación a la vez que les transmite un modelo atrayente de personalidad que les servirá para toda la vida.»

Y con el refuerzo proporcional

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima particularmente favorable.

1. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…»

2. Quizá sea acertado darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.

Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla, reclamarla… o imponerla


Regañar y castigar, también como prueba de amor

Lo primero, el bien del hijo

Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un amable reproche o una punición serena, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados (lo cual implica reflexionar unos momentos antes de «pasar a la acción»), contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. Pero muy de vez en cuando resultan imprescindibles.
La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices. También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos debe llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
Por eso no extraña este comentario: «Ocurre con frecuencia que actitudes desequilibradas en un sentido conviven con actitudes desequilibradas en sentido opuesto; por ejemplo, que entre los comportamientos de padres permisivos aparezcan inesperadamente actitudes extremadamente rígidas.»
Si no existe un criterio objetivo —lo que es bueno— tanto me da pasarme por un extremo como por su opuesto.
Dosificar de forma inteligente los castigos… cuando sean imprescindibles

Respetar y fomentar

Pero resultaría pedante, o incluso neurotizante y neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres de manera arbitraria y cambiante.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante.
Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación.
En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?; y, en el caso de que así fuere, ¿cuántos años nos ha costado conseguirlo?, ¿qué esfuerzo nos supone todavía?).
Por lo mismo, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato.
Como es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia.
Si se trata de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.
Las reprensiones han de ser claras, sucintas y no humillantes

Sufrir por hacer sufrir

Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…» Las confrontaciones solo engendran celos y antipatías.
Como adelanté, tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero en las pocas ocasiones en que resulte necesario el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre» —cabría recordar con san Pablo—, incluso el dolor que surge en nosotros al provocar el de los seres queridos, cuando tal sufrimiento resulte necesario.
Y los hijos lo advierten.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros.
A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!» Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer»… estando al mismo tiempo convencidos de que, en un 99% de los casos sí que les importa, y les importa mucho.
En tal sentido, la eficacia de la educación es directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo», siempre que ello sea imprescindible

5. Formar la conciencia: amar lo bueno y bello
Interiorizar los criterios


En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.
La solución —más, a medida que van creciendo— no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos, sino lo que solemos conocer como «formar su conciencia».
Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, aprendiendo por sí mismos a distinguir lo bueno de lo malo.
E igualmente, que tengan la fuerza de voluntad —y el cortejo de virtudes necesarias— para llevar a cabo aquello que estiman que deben hacer, por más que les resulte molesto o costoso.
Que distingan por sí mismos el bien del mal, y que lleguen a realizar con gusto lo bueno y a rechazar, también gustosos, lo malo

El atractivo —¡la belleza!— del verdadero bien

Para ninguna de las dos cosas basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!»
Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones absurdas, carentes de fundamento.
Por el contrario, es muy importante «educar en positivo», como ya sugerí; lo cual equivale, en este contexto, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones.
Hemos de hacerles ver —¡y previamente, estar nosotros mismos convencidos, porque es ya sustancia de nuestra propia existencia: ser de nuestro ser!— que vivir bien resulta mucho más atractivo y gozoso que obrar incorrectamente, aun cuando una mirada superficial, amplificada en muchos casos por el ambiente y determinados mass media, llevara a pensar de entrada lo contrario.
Para lograr todo lo anterior, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con sus alegrías y contrariedades, como una entusiasta aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para actuar de forma adecuada: para amar y desear lo bueno, y para rechazar lo malo.
En Le crime de Sylvestre Bonnard, Anatole France dejó escrito: «Solamente se instruye deleitando. El arte de enseñar no es sino el arte de despertar la curiosidad de los jóvenes espíritus para satisfacerla inmediatamente; la curiosidad no es viva más que en las almas felices. Los conocimientos que se hacen entrar a la fuerza en las inteligencias las ocluyen y ahogan. Para digerir el saber, es preciso haberlo engullido con apetito.»
Es muy importante mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones

De nuevo la «roca firme» de nuestro ejemplo, claro y constante

Vivir la propia vida, decía. Y esto se concreta, como vengo repitiendo, en tener una vida propia, fruto de una firme y estable apropiación de los valores más auténticos, sedimentados a modo de virtudes.
Según explica Murphy-Witt, «… para que nuestros esfuerzos se vean coronados por el éxito, debemos tener una postura firme en el caos de la cotidianidad. Solo así podemos resistir todas las turbulencias y mantener el rumbo que queremos seguir. Solo así somos la roca firme que transmite fortaleza, confianza y protección. Solo así podemos ofrecer orientación a nuestros hijos en su encuentro diario con su enorme entorno.
Pero solo podemos ser tal roca firme si nosotros mismos conocemos exactamente nuestro lugar en la vida. Adoptar una postura clara debe ser nuestro lema como padres. Firme, inamovible, constante. Una postura que los niños adopten también para sí o con la que puedan chocar, de la que se puedan distanciar. Esto les indica fortaleza a los niños. La fortaleza que buscan cada día de nuevo, especialmente en la actualidad. “Los niños necesitan padres fuertes”, exige también la doctora Margot Käßmann, obispa comprometida socialmente de la iglesia evangélico-luterana de Hannover y madre de cuatro hijas, en su libro Erziehen als Herausforderung (La educación como desafío). Y añade: “Pero no me refiero a la fortaleza en el sentido de capacidad de imposición frente a los niños; son fuertes los padres con convicciones claras”.
La claridad constituye, por tanto, la fórmula mágica de la educación. ¡La claridad vence!, ya que quien tiene una postura clara, también la puede defender consecuentemente, sin vacilaciones. Y los padres consecuentes no solo tienen éxito en sus esfuerzos educativos; también tienen hijos felices, satisfechos y fuertes. Razón suficiente para que usted, como padre, reflexione de verdad sobre dónde exactamente se sitúa en la vida. “Quien eduque a niños no podrá esquivar la pregunta de la propia base vital”, opina la doctora Margot Käßmann. En consecuencia, aclare sus ideas: sobre sus propios valores, objetivos, planes y sueños. Cuanto más clara sea su postura, antes se convertirá en la roca firme que su hijo necesita para ser feliz.»
Hemos de llegar a ser, por nuestra rectitud y coherencia de vida, la roca firme en que puedan apoyarse y descansar nuestros hijos

Otros medios de formar la conciencia

Además, interesa hacer comprender a los hijos lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudarles a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado.

1. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos.

2. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado.

3. La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento (mejor, un arrepentimiento) que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.

Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas.
A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad sus propias decisiones, permitirle que elija entre distintos miembros de una alternativa, decirle como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicarle brevemente el porqué.
Deben ponerse los medios para que los hijos sean y se sientan progresivamente más responsables de sus acciones

6. Un amor equivocado lleva a malcriar a los niños
Los antojos… ¡para los embarazos!


Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos.
Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares.

1. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma.

2. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse y aprovecharse de los otros… o de llevárselos por delante.

Como si uno o una no estuvieran

Por eso, frente a los caprichos de los niños, no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme.
Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas.
¡Qué más da quedar bien o mal! Nosotros no contamos. Su bien, ¡el de los hijos!, debe ir siempre por delante del nuestro.
Así ejemplifica Samalin:
«¿Por qué los niños nos hacen enfadar tanto? Por lo general, se trata de un sentimiento de impotencia derivado de nuestra incapacidad para mantener el control. Muchos padres creen que ellos deben controlar a sus hijos.
Si un niño se comporta de una forma que parece negativa o inaceptable, se le dice a la madre que no debe “dejarle” actuar de esa forma, que debe “hacerle” actuar... Si ella no puede controlar el mal comportamiento del niño, se considera una mala madre, una madre inadecuada, incompetente. Su comportamiento amenaza su imagen y... su incapacidad para conseguir que el niño haga lo que ella quiere le provoca un enfado aún mayor y hace que incluso llegue a perder el control.
Si los niños se portan mal, creemos que ello nos afecta negativamente, a nosotros. Si no podemos controlarlos, estamos resentidos por el problema que nos causan, porque nos desafían, nos ignoran o nos decepcionan.
Abandonar la escena no suele ser posible cuando estamos con otras personas, ni tampoco cuando ello puede suponer algún peligro para el pequeño. Pero si nos sentimos a punto de explotar en público y nos sentimos incómodos por toda esa audiencia que nos mira, a nosotros y a nuestros hijos, siempre podemos consolarnos pensando que esas personas son extraños y que no volveremos a verles. Es preferible centrarse en las necesidades inmediatas del niño y en las nuestras propias que aparecer como un “buen padre” ante los ojos de los demás.»
Y, más adelante, en un contexto muy similar:
«Cuando estamos en público, sentimos una presión adicional acerca del comportamiento de nuestros hijos, ya que ellos tienen que hacernos quedar bien. Algunos niños sienten esta presión y entonces pueden portarse mal a propósito para demostrarnos que "No soy tu muñeco", lo que aumenta todavía más nuestro malestar. Cuando sentimos los ojos de otros adultos sobre nosotros es muy difícil que no reaccionemos de una forma cohibida, en especial si sentimos que nos están juzgando. Con independencia de lo que los otros digan con sus miradas, el mensaje implícito es: "¿Cómo es que no sabes dominar a tu hijo?". En estas situaciones públicas tan incómodas es esencial recordar que nuestro hijo es más importante que el extraño que nos mira, lo que nos permitirá centrar más nuestra atención en las necesidades del pequeño.»
Como ya sugerí, la atención primordial al otro, con olvido de uno mismo, constituye la clave de la educación… y de toda la vida humana.
La prioridad del tú sobre el yo es la regla de oro de la educación

7. Educar la libertad, por amor y para el amor
La verdadera libertad


No olvidemos que me muevo todavía —sobre todo— en la línea de los principios, más que de las actuaciones concretas. En este ámbito, la tarea del educador es doble:

1. Hacer que el educando tome conciencia del valor casi infinito —¡sin miedos ni mojigaterías!— de la propia libertad.

2. Enseñarle a ejercerla correctamente.
Pero no resulta fácil, en primer término, entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor.

Libres ¡para amar!

Aunque estemos poco acostumbrados a pensar en estos términos, la más auténtica libertad se resuelve, en fin de cuentas, en querer el bien del otro en cuanto otro, en amar.
¿Cómo empezar a advertirlo?

1. Lo libre se entiende a menudo por oposición a lo necesario y exigido o predeterminado.

2. Y como los instintos animales obligan a perseguir el propio bien, la libertad será lo opuesto a ellos.

3. La libertad se concreta, por tanto, en querer lo que no resulta obligado por nuestros instintos-tendencias (centradas en el bien propio); es decir: el bien del otro… en cuanto otro.

Naturaleza de la libertad…

No son el momento ni el lugar para fundamentarlo ni exponerlo por extenso. Conviene, no obstante, señalar que la libertad humana no queda bastante definida por la posibilidad de optar entre distintos elementos (sería la mera indiferencia, tan propia de la modernidad); sino que hay que concebirla, al menos, como la capacidad de auto-conducirse hacia la propia perfección o plenitud, hacia el propio bien terminal y definitivo.
O, con otras palabras, como la facultad de auto-construirse.
Ahora bien, en el estado presente de naturaleza caída, las tendencias inclinan con fuerza al ser humano (varón o mujer) a replegarse sobre el propio yo: a amarse incondicionadamente, de manera egoísta.
Por eso, se advierte con aún más claridad que el acto supremo de libertad, lo que de ningún modo se encuentra determinado o necesitado por esos instintos-tendencias, es justo el amor en su significado más propio y cabal: querer el bien del otro… en cuanto otro.
Lo explica Cardona: «Es absolutamente falso concebir la libertad como la facultad de elegir entre el bien y el mal, que la solicitarían de modo contradictorio: sería tanto como afirmar que Dios no es libre, y que el hombre deja de ser libre justamente cuando ejercita su libertad. La libertad consiste en la facultad de querer, en el sentido fuerte del término: no en el sentido de querer hacer esto o lo otro, sino en el de querer el ser, en el de amar, en el de querer el bien para alguien; y así, sobre todo, en el sentido de quererse para Dios, de amar a Dios más y mejor que a uno mismo, con vistas a la unión de amistad a que hemos sido destinados.»
La libertad consiste en la facultad de querer, en el sentido fuerte del término: en el de querer el ser, en el de amar, en el de querer el bien para alguien
De todo lo anterior se deriva que solo de esta manera, al utilizar la libertad para amar a los demás, poniéndose uno mismo entre paréntesis, consigue la persona desarrollarse, «irse construyendo»: alcanzar la felicidad como perfección y, derivadamente, la dicha.

Y de la no-libertad

Como confirmación a contrario —es decir, para advertir hasta qué extremos el egoísmo impide perfeccionarse y ser feliz, porque mata la libertad—, pueden valer estas palabras de Janne Haaland Matláry:
«Si yo tuviese que determinar un hecho de nuestro tiempo que es un problema para lograr la felicidad humana, señalaría que es precisamente el subjetivismo.
Con esto me refiero a la presunción consensuada de que todo se resuelve en torno a mí mismo; que yo, mi ego, es el centro del universo. Mi tesis es que el hombre contemporáneo es infeliz en la medida en que está atrapado consigo mismo. En muchos casos es un prisionero de sí mismo.»
A la vista de todo lo anterior, resulta más sencillo comprender lo que también sugerí.
En fin de cuentas, ser libre es poder y querer —¡porque me da la gana!— amar al otro en cuanto tal

Libertad genuina

Estamos ya en condiciones de preguntar: ¿quién es auténticamente libre?
La respuesta es profunda, pero no excesivamente complicada:
1. Quien, una vez conocido el bien, lo lleva a cabo porque quiere, por amor a lo bueno.

2. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta… porque, en el fondo, no es capaz de hacer lo que «querría» y debería.

3. No actúa por amor al bien, sino coaccionado… aunque sea por sus propios impulsos interiores no-libres (los apetitos sensibles desordenados, por ejemplo).
Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.

Solo el amor libera


Educar en la libertad significa, por tanto:
1. Permitir y promover que nuestros hijos se autodeterminen y escojan entre distintas posibilidades.

2. Además y muy por encima de eso, ayudarles a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad).

3. Por fin, y como culminación necesaria de los dos puntos anteriores, animarles a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.

Obrar libremente es hacerlo por amor

Si no fomentamos su libertad, nunca serán responsables

Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables.
Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre.»
En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues, en el fondo, es lo mismo— que equivale a ir haciendo progresivamente más libres e independientes a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.

Para lograrlo, puede resultar imprescindible un profundo cambio de actitud, como indican los párrafos que ahora copio y todo el parágrafo siguiente:

«Usted debe hacer un esfuerzo por confiar en la capacidad de su hijo de decidir por sí mismo. Muchas veces, sin darnos cuenta, hacemos que se cumplan nuestros pronósticos; así, si está convencido de que su hijo es competente para tomar sus propias decisiones, que es bueno y sabe gobernar su vida, está usted influyendo para que así sea. Por el contrarío, si considera que su hijo es incapaz o malo, usted se comportará inconscientemente influyendo en él y en las circunstancias para que al final sea así. Sus pensamientos sobre sus hijos conforman o limitan lo que su hijo puede hacer. Sus pensamientos influyen en la situación y, aunque no diga nada directamente, su hijo percibirá la opinión que tenga de él y de sus capacidades, ajustándose a esa predicción o pronóstico, que terminará cumpliéndose.
Cambie, por tanto, algunos pensamientos u opiniones sobre su hijo. “Mi hijo es responsable de sus actuaciones», «Intentará hacer lo mejor en cada situación”, “Sabe tomar la iniciativa y resolver”, “Sé que sabe cuidar de sí mismo”, “No sé qué puede pasar, pero será interesante verlo”, etc., son los pensamientos positivos que influirán de forma positiva en su tranquilidad, en las situaciones y finalmente en la conducta de su hijo.»
Educar significa ayudar a ser más libre

Si los hijos no llegan a ser libres, los padres han fracasado

La conclusión obtenida es de tal relieve que la dependencia de los hijos respecto a sus padres, cuando se prolonga o intensifica más allá de lo absolutamente imprescindible, debe considerarse el «fracaso de los fracasos» en educación.
O, expresado en positivo: el fin de toda labor formativa es poner cuanto antes al educando en condiciones de valerse por sí mismo, ejercitando su libertad y asumiendo la responsabilidad correspondiente.
Lo razonan, con rotundidad, Charles Robinson y su esposa:
«Educar la libertad constituye nuestra mayor y más importante empresa.
Toda la ciencia, todo el conocimiento, toda la destreza, toda la técnica que podamos transmitirles, no pueden compararse con el don incomparable de enseñarles a usar rectamente de su libertad.
Todo lo demás que aprendan quedará condicionado a su libre elección de usarlo como bienhechores o como malvados.»

Toda dependencia implica falta de capacidad

Y, sin embargo, no es cosa fácil, como sabemos por experiencia y confirman las siguientes citas, tomadas de distintos autores, que ya conocemos:

1. «A veces cuesta mucho no hacer algo por nuestros hijos. Tenemos un sentimiento de pérdida: nos creemos menos necesarios cuando ya no seleccionamos su ropa, corregimos sus deberes o decidimos por ellos. Pero, en última instancia, lo que queremos es que los niños desarrollen sus propios recursos para confiar en sí mismos, para que, en una situación difícil, sean capaces de decir: “Creo que soy capaz de hallar una solución. Puedo probar A, B o C. No tengo que ir a casa y preguntar a mis padres lo que debo hacer”.
Una madre asistente a mis cursillos resumió el proceso de separación de esta forma tan aguda:
“Hace poco he intentado escuchar a mi hijo en lugar de meterme en sus asuntos e intentar resolver los problemas por él. Le he hecho saber que estoy segura de su capacidad para buscar soluciones. Me he dado cuenta de que un ‘buen progenitor’ sabe cuándo dejar que sus hijos cometan sus propios errores, acepten sus consecuencias y aprendan a corregir esos errores por sí solos. Un buen progenitor sabe de qué forma practicar esta especie de ‘negligencia benigna’. Es como aprender a ser un buen malabarista; resulta difícil, pero vale la pena.”»

2. «La mayoría de los libros sobre educación infantil nos dicen que uno de los objetivos capitales de los padres es ayudar a los hijos a separarse de ellos, a convertirse en individuos independientes que algún día sabrán desenvolverse por su cuenta. Se nos insta a no ver a nuestros hijos como copias en papel carbón o prolongaciones nuestras, sino como seres humanos únicos con distintos temperamentos, distintos gustos, distintas emociones, distintos anhelos, distintos sueños.
Sin embargo, ¿cómo podemos ayudarles en esa carrera hacia la independencia? Es evidente: dejando que piensen por sí mismos, permitiéndoles enfrentarse a sus propios problemas y aprender de sus errores.
Eso está pronto dicho. Todavía recuerdo a mi hijo mayor luchando con los cordones de los zapatos mientras yo le observaba pacientemente para, al cabo de diez segundos, agacharme y atárselos.
Y a mi hija le bastaba mencionar que tenía cualquier disputa con una amiga para que yo me volcara al instante en darle consejos.
¿Cómo iba a consentir que mis hijos cometieran errores y sufrieran fracasos cuando lo único que tenían que hacer era escucharme y seguir mis consejos?
Quizá el lector piense: “¿Tan terrible es ayudar a un niño a anudarse los cordones de los zapatos, o decirle cómo resolver una trifulca con un amigo, o ahorrarle algún que otro traspié? A fin de cuentas, los hijos son jóvenes e inexpertos. Dependen física y moralmente de los adultos que les rodean”.
Es este el punto donde radica el problema. Cuando una persona vive en una continuada dependencia de otra, es inevitable que salgan a la luz determinados sentimientos.»
Personalmente, estimo que la «solución» a este problema de la «dependencia» —que implica un defecto o una impotencia en la educación, como ya apuntó Kierkegaard— se encuentra, en última instancia, en el apartado que sigue.

1-10. Recurrir a la ayuda de Dios
El Amor de los amores


El breve y rapsódico conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estaría aún más incompleto si no dejara constancia de este último y muy fundamental precepto, que debe acompañar y avivar —¡desde dentro!— a todos y cada uno de los precedentes.
Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. Como sabemos, el agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible y efectivo su perfeccionamiento.
Sabemos, o deberíamos saber, que ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios.

1. Por tanto, y como dije, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza».

2. Nuestra tarea consiste en desaparecer en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.

Los padres, colaboradores de Dios

Como consecuencia, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es él el auténtico protagonista de tal mejora.
A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea.

Por todo ello es muy conveniente:

1. Que invoquen la ayuda y el consejo de Dios, sobre todo en momentos de especial dificultad, pero no solo en ellos.

2. Que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico enrumba caminos que nos hacen sufrir: en la adolescencia, por poner un ejemplo, una «etapa»… que puede hoy durar casi hasta los cuarenta o más años.
El abandono real de la mejora de los hijos en las manos de Dios —tras poner todos los medios para ayudarles— es el baremo definitivo de la categoría educativa de sus padres

Los «colaboradores» de Dios, apoyo para los padres

Además, no debe olvidarse el gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos.
Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.
Enseñarles a tener en cuenta la acción insustituible de Dios puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto de la educación, los padres leguen a sus hijos.
El mejor legado que unos padres pueden transmitir a sus hijos es la conciencia de que, sin Dios, el hombre es incapaz de hacer nada

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