Estaban hambrientos. “Váyanse a trabajar y no molesten”, se oía detrás de una puerta. “Aquí no hay nada, ¡pordioseros!”, decía otro. Las múltiples tentativas frustradas entristecían a los niños.
Por fin, una señora muy atenta les dijo: “Voy a ver si tengo algo para ustedes… ¡pobrecitos!”, y volvió con una latita de leche.
¡Que fiesta! Ambos se sentaron en la acera, y el más pequeño le dijo al de diez años: “tú eres el mayor, así que toma primero”. Y lo miraba con sus dientes blancos, con la boca medio abierta, relamiéndose.
Yo contemplaba la escena como un tonto. ¡Si vieran al mayor mirando de reojo al pequeñito! Se llevaba la lata a la boca y, haciendo de cuenta que bebía, apretaba los labios fuertemente para que no le entrara ni una sola gota de leche en la boca. Después, extendiéndole la lata, le decía a su hermanito: “Ahora es tu turno… ¡sólo un poquito!”
Y el hermanito, dando un trago exclamaba: “¡Está sabrosa!”… “Ahora yo”, le decía el mayor, y de nuevo, llevándose la latita a la boca, fingía que bebía, pero no tomaba nada.
“Ahora tú”… “Ahora yo”… “Ahora tú”… “Ahora yo”… y después de cuatro o cinco tragos, el menorcito, de cabello ondulado, barrigudito, con la camisa afuera, se acababa toda la leche… ¡él solito!
Esos “ahora tú” y “ahora yo” me llenaron los ojos de lágrimas… y entonces, sucedió algo que me pareció extraordinario. El mayor comenzó a cantar y a jugar fútbol con la lata vacía de leche. Estaba radiante, con el estómago vacío, pero con el corazón rebosante de alegría.
Brincaba con la naturalidad de quien no hace nada extraordinario. O mejor aún, con la naturalidad de quien está habituado a hacer cosas extraordinarias sin darles la mayor importancia. ¡Qué maravilloso sería el mundo si fuéramos un poco más como aquel niño!
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