|
Métodos naturales de regulación de la fertilidad: Perspectiva moral |
Visión cristiana de la sexualidad
La Iglesia católica entiende y predica que la sexualidad se ordena a la procreación y que es, además, un cauce del verdadero amor –algo mucho más rico que un puro acto físico–, esencialmente donación plena de sí mismo. En el marco de un amor de totalidad se inscribe la sexualidad, que se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte[1].
Aquí radica el alto valor que se atribuye a la unión carnal en cuanto expresión de amor, pues los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente[2].
Esta concepción de la sexualidad hace ilegítima –inmoral– la utilización del sexo fuera del contexto del amor conyugal, ya que la donación plena sólo puede darse en el ámbito propio de un compromiso estable y permanente –para toda la vida–, que excluye todo comportamiento puramente hedonista. Por este motivo, en adelante, al utilizar el término «pareja» me referiré a la unión de dos personas en legítimo matrimonio.
Conviene advertir acerca de la expresión «de modo verdaderamente humano», que para la bondad moral de la relación íntima no basta que se realice dentro del matrimonio, sino que es preciso el pleno respeto, por ambas partes, a la persona del otro, lo que exige atender también a sus legítimos deseos.
Por eso la doctrina católica rechaza cualquier instrumentalización del sexo con la egoísta finalidad de buscar exclusivamente el placer, que entraña, además, una visión reductiva de la sexualidad. Lo que la Iglesia católica rechaza radicalmente y de forma categórica es todo uso del sexo como “juguete”, con violencia o sin ella, con anticonceptivos o sin ellos, fuera y también dentro del matrimonio.
Queda excluido, por tanto, el uso prematrimonial de la relación sexual, no por falta de amor entre quienes tienen la intención de unirse en matrimonio pero aún no lo han hecho, sino porque la plena donación corporal de sí mismo sólo cobra sentido –desde esta óptica– dentro de la lógica de un amor de totalidad, que implica y compromete la vida entera dentro del marco estable y permanente de un compromiso sellado de por vida.
Otro aspecto de la doctrina católica respecto a la sexualidad, que adquiere carácter de principio moral para el discernimiento de la bondad o malicia de algunas actitudes, es la apertura a la vida de la unión conyugal fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador[3].
Una razón teológica podemos aportar a este respecto: en el origen de cada persona humana hay un acto creador de Dios, pues el alma espiritual no es biológicamente transmisible. La capacidad procreativa, inserta en la sexualidad humana, es –en su más profunda verdad– una cooperación con el poder creador de Dios. Por eso, la fractura voluntaria de la unidad entre ambos significados de la relación íntima entre esposos, es atribuirse un poder que sólo a Dios pertenece[4].
Pero existe, también, una razón de orden antropológico: el cuerpo es parte constitutiva de la persona, algo que pertenece al ser de la persona y no al tener. El amor de los esposos les lleva a hacer de sí mismos una donación total del uno al otro, por lo que nada de lo que pertenece al ser de la propia persona puede quedar excluido de esa donación. De este modo, la contracepción introduce un límite en la recíproca donación, que al dejar de ser total, expresa un rechazo objetivo a dar al otro, respectivamente, todo el contenido de la propia feminidad o masculinidad[5].
Los «métodos naturales» en la dinámica del amor
Sin embargo, lo expuesto hasta ahora, no significa que lo único importante de la relación íntima conyugal sea la posible prole, sino que, precisamente por el gran valor que tiene el acto conyugal como vehículo importante –y en buena medida necesario– para manifestar y conservar el amor mutuo, la Iglesia católica sostiene que, cuando concurren circunstancias suficientemente graves para evitar un nuevo embarazo, como motivos de salud física o psíquica, situación económica, etc., se puede salvaguardar esa importante dimensión del amor que es la unión carnal recurriendo a los períodos infértiles que la propia fisiología impone[6].
La Iglesia no propone habitualmente la abstinencia total a los matrimonios que se encuentran en una situación difícil frente a un posible nuevo embarazo, aunque –como es lógico– respeta la decisión de vivirla. En este sentido, aunque nuestro ambiente cultural está ahora configurado por la aceptación de que la satisfacción sexual regular es un derecho de la pareja, es necesario afirmar que el matrimonio no es una licencia para realizar uniones íntimas, sino una «comunidad de vida», dentro de la cual cabe expresar el amor a través de la donación de la totalidad –también corporal– de la persona.
Por esto, aunque con frecuencia se hable de «derecho al débito conyugal», esta expresión sólo puede entenderse en el sentido de la mutua donación, nunca como derecho a «imponer» una determinada manifestación de amor, pues entonces tal actitud entrañaría una falsificación del amor y, en definitiva, una instrumentalización de una persona humana, que no se vería totalmente respetada.
Lo que la doctrina católica excluye es, pues, la «mentalidad anticonceptiva», es decir, la postura del «evito engendrar porque quiero», porque «es una lata otro niño» (o simplemente uno); porque «rompe mis planes» profesionales, de vacaciones, etc. La «mentalidad anticonceptiva» es radicalmente distinta a la postura de la pareja que recurre a los métodos naturales porque existe una causa suficiente que lo justifique. Para éstos el planteamiento sería: «que lástima que no pueda afrontar un nuevo hijo porque una causa razonable (no entramos ahora en su naturaleza) lo hace prohibitivo».
Las críticas dirigidas contra el magisterio de la Iglesia a propósito de la regulación de la natalidad se pueden resumir en tres objeciones:
La primera, niega que exista una sustancial diferencia antropológica y ética entre métodos naturales de regulación de la fertilidad y los medios anticonceptivos: si hay razones –dicen– para no desear más hijos, el método es indiferente, es lo mismo que sea “natural” o “artificial”. La opinión –afirman– de que existe una diferencia ética entre métodos naturales y artificiales revelaría un biologismo que confunde leyes fisiológicas y leyes morales.
Los métodos anticonceptivos –a excepción de las terapias hormonales plenamente justificadas, cuyo efecto secundario sea la pérdida de la fertilidad[7]–, están destinados a eliminar la capacidad procreadora de un acto conyugal que se quiere realizar a toda costa. Con la contracepción los cónyuges intentan hacer uso de la propia sexualidad como si no fuera procreativa, como si fuera solamente genitalidad, cosa que no ocurre en la continencia periódica.
No tiene, pues, sentido asimilar la contracepción a la continencia periódica por justas causas: la continencia, en cuanto virtud, no puede ser considerada un medio anticonceptivo. Los esposos pueden practicarla incluso por otras razones, por ejemplo, por motivos religiosos[8].
Los «métodos naturales» son procedimientos de «diagnóstico de la fertilidad». Este diagnóstico puede utilizarse para regular la natalidad mediante la continencia en los períodos fértiles, o también para buscar un hijo que no llega. El problema moral está aquí en saber cuándo existen justos motivos para recurrir a la continencia periódica. Sin embargo, los anticonceptivos tienen como finalidad exclusiva la contracepción; su connotación moral va, pues, implícita desde el principio en el propio método.
En consecuencia, desde el punto de vista ético, la diferencia no está entre dos tipos de “métodos”, que tienen la misma finalidad, sino entre dos tipos de “comportamiento”: la contracepción y la continencia periódica por justos motivos. El problema moral tampoco se sitúa en el tipo de procedimiento: nada es moralmente bueno simplemente por ser natural, ni moralmente malo sólo por su carácter artificial.
La segunda objeción intenta poner de relieve la dificultad en la aplicación de los métodos naturales cuando el ciclo de la mujer es irregular; afirman que no son suficientemente seguros para evitar un embarazo, o que “no pueden utilizarse cuando existen razones que desaconsejan su utilización” (sic).
Ante esta objeción la respuesta no es moral, sino técnica: la elección del procedimiento adecuado y su correcta utilización resuelven el problema. En cuanto a la seguridad, la Organización Mundial de la Salud (OMS) en un estudio realizado en cinco países obtuvo una fiabilidad final, para los métodos naturales, del 97,8%[9], similar al índice hallado con anticonceptivos orales. Es obvio que no se puede responder al último punto de la objeción si no se especifica cuáles son las “razones que lo desaconsejan”. Además, cabe añadir en favor de los «métodos naturales» la total ausencia de efectos colaterales.
La tercera objeción, que está en la base de las anteriores, sostiene que no se puede afirmar que la contracepción o cualquier otro acto humano sea siempre malo: hay que tener en cuenta las diversas circunstancias en que se realiza un determinado acto, ya que de ellas depende, en última instancia, su valor moral. Esta tesis niega la existencia de «absolutos morales», es decir, de normas morales universal y permanentemente válidas.
En este punto, ante la imposibilidad de abordar la cuestión con la necesaria amplitud en este trabajo[10], me limitaré a recordar que la Iglesia católica, desde su comienzo y de modo constante, ha propuesto la existencia de «absolutos morales»: toda la Tradición de la Iglesia ha vivido y vive en la convicción de que existen actos que, per se y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente incorrectos en razón de sus objetos[11]; esta doctrina ha sido recordada de nuevo en la encíclica Veritatis splendor[12].
En concreto, refiriéndose a la contracepción, Juan Pablo II se dirigía en su Alocución a teólogos moralistas el 12‑XI‑1988 en estos términos: cuando describió el acto de la contracepción como intrísecamente ilícito, Pablo VI quiso enseñar que la norma moral es tal que no admite excepciones. Ninguna circunstancia social o personal pudo, puede ahora o podrá jamás convertirlo en un acto lícito en sí mismo. La existencia de normas particulares relativas a la actuación del hombre en el mundo, dotadas de fuerza constrictiva que excluye siempre y en cualquier situación la posibilidad de excepciones, es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que no puede ser puesta en cuestión por los teólogos católicos.
Por supuesto, a la hora de emitir el juicio moral sobre un determinado acto han de tenerse en cuenta las circunstancias; incluso pueden modificar la moralidad de ese acto. Sin embargo, desde el punto de vista ético, el primer elemento esencial en el libre actuar humano –y dinámicamente el más definitorio– es el acto interior de la voluntad, la intención: porque del interior del corazón de los hombres proceden las malas acciones[13].
Junto a este elemento hay otro, igualmente esencial, determinado por las obras. Son actos subordinados al acto interior, pero que lo condicionan estructuralmente, ya que la intención se expresa a través de las obras exteriores: por sus frutos les conoceréis[14].
De este modo, se puede clarificar mejor la diferencia ética entre la continencia periódica por justas razones y la contracepción. En la contracepción, hay siempre un acto que, por su objeto, se opone al orden querido por Dios: los anticonceptivos están destinados a privar al acto conyugal de su capacidad procreativa separando el significado unitivo del significado procreador de la unión conyugal, por lo que suponen una falsificación del verdadero amor de totalidad.
En efecto, no se puede olvidar que en su realidad más profunda, el amor es esencialmente donación; y el amor conyugal hace a los esposos capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana[15]. Se comprende ahora cómo al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, la contracepción impone un lenguaje objetivamente contradictorio[16].
Por eso la Iglesia sostiene que la contracepción es un acto intrínsecamente desordenado, que por su objeto -por buenas y nobles que sean las intenciones de los cónyuges- nunca se puede ordenar a Dios: en sí mismo desnaturaliza el amor conyugal y degrada la sexualidad humana, negando a la persona su específica dignidad.
En la continencia periódica, por el contrario, el acto externo –dejando ahora al margen la intención– es lícito: en sí misma no daña el orden de la transmisión de la vida humana, y tiene en cuenta los deseos del otro cónyuge; la continencia periódica es siempre una decisión compartida.
Dos visiones antropológicas encontradas
Las dos formas de comportamiento que estamos considerando ‑anticoncepción y continencia periódica‑, responden, en último término, a dos concepciones opuestas de la persona y, por consiguiente, de la sexualidad.
Una, la continencia periódica, tiene presente una antropología atenta a la dignidad de la persona, en la que se inscribe la sexualidad: se reconoce el carácter sagrado del origen de cada persona y, también, del amor personal que la engendra, y tiene vivamente en cuenta la dignidad del amor conyugal y sus exigencias de comunión; de tal modo que la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no «usada» como un «objeto»[17].
Por el contrario, la contracepción no respeta la sexualidad en su dimensión personal, ya que por su misma estructura los actos anticonceptivos subordinan los valores personales -el amor conyugal, la paternidad y maternidad, la nueva vida- a la consecución del placer. Se da a la persona del cónyuge un valor instrumental en vistas a la obtención de placer, con lo que la pretendida «liberación sexual» se convierte en una forma nada sutil de esclavitud.
Entre los peligros de la contracepción están la infidelidad conyugal, degradación de la moralidad y el no menos importante de la consideración instrumental del «otro»: la reducción a la categoría de «objeto» de una persona humana; este riesgo es particularmente intenso para la mujer[18], también cuando es el varón quien utiliza un método anticonceptivo. La contracepción resulta, pues, una postura machista, aunque, muchas veces, consentida o buscada por la mujer.
Importancia de los justos motivos
Como ya se ha señalado, la bondad de un acto no depende sólo del objeto, sino de la intención del sujeto, raíz de la actuación moral. Por eso, si no existieran justos motivos para retrasar los nacimientos, es decir, si los cónyuges practicaran la continencia periódica con intención meramente anticonceptiva, su conducta, aunque lícita por su objeto, sería, por su finalidad, análoga a la contracepción y, por tanto, ilícita.
La castidad, aunque se refiera al cuerpo, es una virtud, y por lo tanto hunde sus raíces en primer lugar en el espíritu: la voluntad de los cónyuges de separar arbitrariamente amor y procreación, aunque se lleve a cabo mediante la continencia periódica, no puede ser nunca casta, pues la virtud ha de nacer del amor, nunca del egoísmo.
Sobre esta fundamentación ético‑antropológica se apoyó la Humanae vitae, al especificar en qué consiste la noción cristiana de paternidad responsable: la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido[19]; lo que se aleja de la visión unidireccional tan extendida de la paternidad responsable, que se polariza solamente hacia la «limitación del número de hijos» y se desentiende otros aspectos.
Por eso no es posible llegar a comprender bien la diferencia entre contracepción y continencia periódica, cuando se silencia la necesidad de los justos motivos. La virtud de la castidad no es sólo moderación en el placer, sino, más bien, uso ordenado del sexo a la luz de la inseparable vocación de los cónyuges al amor y a la procreación. Sólo así se puede comprender por qué los cónyuges no pueden decidir arbitrariamente el número de hijos a través del recurso a la continencia periódica.
En cualquier caso, hay siempre una diferencia moral entre esta última y los medios anticonceptivos. En la continencia periódica, los cónyuges aceptan las consecuencias naturales de su conducta sexual, mientras que en la contracepción no. Así se explica por qué cuando algunas parejas deciden abandonar la contracepción y recurrir a la continencia periódica descubren a menudo el verdadero sentido del amor y, si no tenían justas causas para no procrear, se abren plenamente a la vida.
No es sólo cuestión de métodos
En la práctica de los métodos naturales de regulación de la fertilidad, la ciencia debe ir siempre unida al autodominio, ya que al recurrir a ellos interviene necesariamente esa perfección característica de la persona, que es la virtud[20].
En esta aplicación de los conocimientos científicos, la técnica no sustituye de ninguna manera el compromiso de las personas, ni interviene para manipular la naturaleza de la relación; como sucede –ya lo hemos señalado– en el caso de la contracepción, con la que se separan deliberadamente los significados unitivo y procreador del acto conyugal.
Con frecuencia la doctrina de la Iglesia acerca de este problema es mal comprendida y rechazada, pues se la presenta de manera unilateral. Muchas veces tiende a permanecer sólo el juicio de que la anticoncepción es ilícita, pero raramente se hace el esfuerzo de entender esta norma a la luz de la visión integral del hombre y de su vocación natural y sobrenatural. En realidad, sólo profundizando en la concepción cristiana de la responsabilidad ante el amor y ante la vida es posible darse cuenta plenamente de la diferencia antropológica y moral que existe entre la anticoncepción y el recurso a los «métodos naturales».
La responsabilidad ante el amor es inseparable de la responsabilidad ante la procreación. Por eso, la apertura a la vida en las relaciones conyugales protege su misma autenticidad como relaciones de amor, salvándolas del peligro de caer en el mero goce utilitario.
De ahí que la difusión de los métodos naturales no puede convertirse en una simple instrucción, desvinculada de los valores morales propios de una educación para el amor. Pues, no es posible practicar los métodos naturales como una variante ´lícita´ de una opción contra la vida, que sería sustancialmente análoga a la que inspira la anticoncepción: sólo si existe una disponibilidad fundamental a la paternidad y a la maternidad, entendidas como colaboración con el Creador, el recurso a los métodos naturales se convierte en parte integrante de la responsabilidad ante el amor y ante la vida[21].
BIBLIOGRAFÍA
Estudios
VARIOS AUTORES, La Paternidad Responsable. 3ª ed., Ed. Palabra, Madrid, 1989. Contiene algunos discursos de Juan Pablo II FINNIS, J., Absolutos Morales. EIUNSA, Barcelona, 1992 MELENDO, T. y FERNANDEZ‑CREHUET, J., Métodos Naturales de la Regulación Humana de la Fertilidad. Ed. Palabra, Madrid, 1989 WOJTYLA, K., Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid, 1969
Intervenciones pontificias y Magisterio de la Iglesia Católica
CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes PABLO VI, Enc. Humanae vitae, 25‑VII‑1968 JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22‑XI‑1981 JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia, 2‑XII‑1984 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 2360‑2372 JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6‑VIII‑1993
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario