Está claro que tienes un deseo apasionado de conocer y abrazar la voluntad de Dios en tu vida. ¡Debes estar muy agradecido por sentir este anhelo! Tú tienes «hambre y sed de justicia» (Mateo 5,6), y por tanto, ¡eres bienaventurado!
La vida espiritual es, en sus elementos más básicos, nada menos que el seguimiento de Cristo, el buscar imitarlo. En el Evangelio leemos que su alimento – aquello que anhelaba y que lo nutría y fortalecía – era «hacer la voluntad de Aquél que me envió» (Juan 4,34). El solo hecho de que hayas enviado esta pregunta es prueba segura de que el Espíritu Santo está trabajando mucho en tu corazón y que estás haciendo el esfuerzo de colaborar con Él. Por otra parte, lo más probable es que la turbación que la situación te está causando no venga del Espíritu Santo. Espero que los pensamientos siguientes te puedan ayudar a tener más paz.
Antes de tratar de contestar la cuestión especifica sobre tu sufrimiento físico, debemos hacer una distinción teológica. La frase «voluntad de Dios» puede causar confusión si no identificamos dos grandes sub-categorías: desde nuestra perspectiva, la voluntad de Dios puede ser indicativa o permisiva.
La voluntad indicativa de Dios
Dios puede indicar que desea que hagamos ciertas cosas –ésta es su voluntad indicativa. En esta categoría encontramos los Diez Mandamientos, los mandamientos del Nuevo Testamento, por ejemplo, «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 15,12), «Id y haced discípulos de todas las naciones» (Mateo 28,19), los mandamientos y enseñanzas de la Iglesia (por ejemplo el ayuno del Viernes Santo), las responsabilidades de nuestro estado de vida y las inspiraciones específicas del Espíritu Santo (por ejemplo cuando la Beata Madre Teresa recibió la inspiración de iniciar una nueva orden religiosa para servir a los más pobres entre los pobres).
El campo de la voluntad indicativa de Dios es enorme, toca todas las actividades y relaciones normales de cada día que se entretejen en el tapiz de la integridad moral y la fidelidad a la vocación de nuestra vida, además de las infinitas posibilidades de las obras de misericordia (obedeciendo así el mandamiento de «amar a tu prójimo como a ti mismo» (Marcos 12,31).
Sin embargo, el crecimiento en la virtud cristiana no consiste sólo en aquello que hacemos, sino también en cómo lo hacemos, lo que abre ampliamente el campo de crecimiento en la virtud cristiana. Podemos lavar los platos (responsabilidades de nuestro estado de vida) con resentimiento y autocompasión, o bien, con amor, cariño y alegría sobrenatural. Podemos asistir a la misa del domingo (tercer mandamiento y mandamiento de la Iglesia) con apatía y de mala gana, o bien, con convicción, fe y prestando atención.
La voluntad permisiva de Dios
Pero la frase «voluntad de Dios» también toca otra categoría en la experiencia de vida: el sufrimiento. El sufrimiento, de un tipo o de otro, es nuestro compañero permanente mientras caminamos en este mundo caído. Dios ha revelado que el sufrimiento no era parte de su plan original, sino que fue consecuencia del pecado de nuestros primeros padres, que desgarró la armonía de la creación de Dios. Su voluntad indicativa a Adán y Eva en el Jardín del Edén fue: «no coman del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal» (Génesis 2,17). Ellos desobedecieron y la naturaleza humana cayó, la creación perdió, el mal logró cierto predominio en la condición humana dando cabida a «la inmensa miseria que oprime al hombre, a su inclinación al mal y a la muerte» (Catecismo, 403).
Aquí es cuando la distinción entre la voluntad indicativa y permisiva de Dios aparece. Dios no deseó ni ordenó que Adán y Eva se rebelaran a su plan, pero permitió que lo hicieran. De igual manera, a través de la historia humana, Dios no desea que suceda el mal (y su consecuencia: el sufrimiento), pero lo permite. Por ejemplo, ciertamente Él no deseó de manera explícita que sucediera el Holocausto pero, por otro lado, permitió que sucediera.
La cuestión de por qué Dios permite el mal, y el sufrimiento que emana del mismo, aun el sufrimiento de inocentes, es una pregunta extremadamente difícil de contestar. Sólo la fe cristiana, en su conjunto, da una respuesta satisfactoria, una respuesta que sólo puede penetrar en nuestro corazón y nuestra mente a través de la oración, el estudio y la ayuda de la gracia de Dios (ver el Catecismo n. 309). Vale la pena mencionar la respuesta que dio san Agustín cuando escribió: que si Dios permite que el mal nos afecte, es sólo porque sabe que puede utilizarlo para producir un mayor bien. Podemos no ver ese bien de manera inmediata, de hecho, podemos no verlo durante todo nuestro peregrinar en el mundo, pero la resurrección de Cristo (Domingo de Pascua) es la promesa de que la omnipotencia y la sabiduría de Dios nunca son sobrepasadas por los triunfos aparentes del mal y del sufrimiento (Sábado Santo).
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