miércoles, 2 de noviembre de 2011

OFICIO DE DIFUNTOS



PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 35-57

La resurrección de los muertos y la venida del Señor

Hermanos: Alguno preguntará: «¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?» ¡Necio! Lo que tú siembras no recibe vida si antes no muere. Y, al sembrar, no siembras lo mismo que va a brotar después, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de otra planta. Es Dios quien le da la forma que a él le pareció, a cada semilla la suya propia. Todas las carnes no son lo mismo; una cosa es la carne del hombre, otra la del ganado, otra la carne de las aves y otra la de los peces. Hay también cuerpos celestes y cuerpos terrestres, y una cosa es el resplandor de los celestes y otra el de los terrestres. Hay diferencia entre el resplandor del sol, el de la luna y el de las estrellas; y tampoco las estrellas brillan todas lo mismo.

Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: "El primer hombre, Adán, fue un ser animado". El último Adán, un espíritu que da vida. No es primero lo espiritual, sino lo animal. Lo espiritual viene después.

El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales.

Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Quiero decir, hermanos, que esta carne y sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni lo ya corrompido, heredar la incorrupción.

Os voy a declarar un misterio: No todos moriremos, pero todos nos veremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta; porque resonará, y los muertos despertarán incorruptibles, y nosotros nos veremos transformados. Porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.

Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!


Otra lectura:

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 12-34

La resurrección de Cristo, esperanza de los creyentes

Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo.

Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo, cosa que no ha hecho, si es verdad que los muertos no resucitan. Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.

Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza.

Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Porque Dios ha sometido todo bajo sus pies. Pero, al decir que lo ha sometido todo, es evidente que excluye al que le ha sometido todo. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos.

De no ser así, ¿qué van a sacar los que se bautizan por los muertos? Si decididamente los muertos no resucitan, ¿a qué viene bautizarse por ellos? ¿A qué viene que nosotros estemos en peligro a todas horas? No hay día que no esté yo al borde de la muerte, tan verdad como el orgullo que siento por vosotros, hermanos, en Cristo Jesús, Señor nuestro. Si hubiera tenido que luchar con fieras en Éfeso por motivos humanos, ¿de qué me habría servido? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.

Dejad de engañaros: malas compañías estragan buenas costumbres. Sacudíos la modorra, como es razón, y dejad de pecar. Ignorancia de Dios es lo que algunos tienen; os lo digo para vuestra vergüenza.


SEGUNDA LECTURA

San Atanasio de Antioquía, Sermón 5 sobre la resurrección de Cristo (6-7.9: PG 89, 1358-1359.1361-1362)

Cristo transformará nuestro cuerpo humilde

Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. Pero, no obstante, Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Los muertos, por tanto, que tienen como Señor al que volvió a la vida, ya no están muertos, sino que viven, y la vida los penetra hasta tal punto que viven sin temer ya a la muerte.

Como Cristo que, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y participarán de la resurrección de Cristo, como Cristo participó de nuestra muerte.

Cristo, en efecto, no descendió a la tierra sino para destrozar las puertas de bronce y quebrar los cerrojos de hierro, que, desde antiguo, aprisionaban al hombre, y para librar nuestras vidas de la corrupción y atraernos hacia él, trasladándonos de la esclavitud a la libertad.

Si este plan de salvación no lo contemplamos aún totalmente realizado –pues los hombres continúan muriendo, y sus cuerpos continúan corrompiéndose en los sepulcros—, que nadie vea en ello un obstáculo para la fe. Que piense más bien cómo hemos recibido ya las primicias de los bienes que hemos mencionado y cómo poseemos ya la prenda de nuestra ascensión a lo más alto de los cielos, pues estamos ya sentados en el trono de Dios, junto con aquel que, como afirma san Pablo, nos ha llevado consigo a las alturas; escuchad, si no, lo que dice el Apóstol: Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.

Llegaremos a la consumación cuando llegue el tiempo prefijado por el Padre, cuando, dejando de ser niños, alcancemos la medida del hombre perfecto. Así le agradó al Padre de los siglos, que lo determinó de esta forma para que no volviéramos a recaer en la insensatez infantil, y no se perdieran de nuevo sus dones.

Siendo así que el cuerpo del Señor resucitó de una manera espiritual, ¿será necesario insistir en que, como afirma san Pablo de los otros cuerpos, se siembra un cuerpo animal, pero resucita un cuerpo espiritual, es decir, transfigurado como el de Jesucristo, que nos ha precedido con su gloriosa transfiguración?

El Apóstol, en efecto, bien enterado de esta materia, nos enseña cuál sea el futuro de toda la humanidad, gracias a Cristo, el cual transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso.

Si, pues, esta transfiguración consiste en que el cuerpo se torna espiritual, y este cuerpo es semejante al cuerpo glorioso de Cristo, que resucitó con un cuerpo espiritual, todo ello no significa sino que el cuerpo, que fue sembrado en condición humilde, será transformado en cuerpo glorioso.

Por esta razón, cuando Cristo elevó hasta el Padre las primicias de nuestra naturaleza, elevó ya a las alturas a todo el universo, como él mismo lo había prometido al decir: Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.


Otra lectura:

San Braulio de Zaragoza, Carta 19 (PL 80, 665-666)

Cristo resucitado, esperanza de todos los creyentes

Cristo, esperanza de todos los creyentes, llama durmientes, no muertos, a los que salen de este mundo, ya que dice: Lázaro, nuestro amigo, está dormido.

Y el apóstol san Pablo quiere que no nos entristezcamos por la suerte de los difuntos, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según se afirma en el Evangelio, no morirán para siempre: por la fe, en efecto, sabemos que ni Cristo murió para siempre ni nosotros tampoco moriremos para siempre.

Pues él mismo, el Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá de cielo, y los muertos en Cristo resucitarán.

Así, pues, debe sostenemos esta esperanza de la resurrección, pues los que hemos perdido en este mundo los volveremos a encontrar en el otro; es suficiente que creamos en Cristo de verdad, es decir, obedeciendo sus mandatos, ya que es más fácil para él resucitar a los muertos que para nosotros despertar a los que duermen. Mas he aquí que, por una parte, afirmamos esta creencia y, por otra, no sé por qué profundo sentimiento, nos refugiamos en las lágrimas, y el deseo de nuestra sensibilidad hace vacilar la fe de nuestro espíritu. ¡Oh miserable condición humana y vanidad de toda nuestra vida sin Cristo!

¡Oh muerte, que separas a los que estaban unidos y, cruel e insensible, desunes a los que unía la amistad! Tu poder ha sido ya quebrantado. Ya ha sido roto tu cruel yugo por aquel que te amenazaba por boca del profeta Oseas: ¡Oh muerte, yo seré tu muerte! Por esto podemos apostrofarte con las palabras del Apóstol: ¿Dónde está muerte, tu victoria?¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

El mismo que te ha vencido a ti nos ha redimido a nosotros, entregando su vida en poder de los impíos para convertir a estos impíos en amigos suyos. Son ciertamente muy abundantes y variadas las enseñanzas que podemos tomar de las Escrituras santas para nuestro consuelo. Pero bástanos ahora la esperanza de la resurrección y la contemplación de la gloria de nuestro Redentor, en quien nosotros, por la fe, nos consideramos ya resucitados, pues, como afirma el Apóstol: Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.

No nos pertenecemos, pues, a nosotros mismos, sino a aquel que nos redimió, de cuya voluntad debe estar siempre pendiente la nuestra, tal como decimos en la oración: Hágase tu voluntad. Por eso, ante la muerte, hemos de decir como Job: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor. Repitamos, pues, ahora estas palabras de Job, y así, siendo iguales a él en este mundo, alcanzaremos después, en el otro, un premio semejante al suyo.

EVANGELIO: Jn 14, 1-6

HOMILÍA

Beato Ogerio de Lucedio, Sermón 6, sobre las palabras del Señor en la última cena (56: PL 184, 904-905)

Apareceré para juzgar, y os aposentaré en aquellas
estancias a fin de que allí estéis conmigo para siempre

Vosotros reinaréis conmigo en la vida eterna, donde hay muchas estancias, es decir, multitud de grados de gloria, pues allí uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas. La casa de Dios Padre es esta: su predestinación y presciencia. En esta casa, cada uno de los elegidos dispone de su propia estancia, de acuerdo con el denario consignado, que es el mismo para todos: este denario indica la duración de la vida en la eternidad, duración única para todos, sin diferencia alguna.

O también: la casa de mi Padre es el templo de Dios, el reino de Dios, esto es, los hombres justos, entre los cuales existen múltiples diferencias. Y éstas son las estancias de la misma casa, es decir, aquellos grados de gloria que están preparados en la predestinación, como dice el Apóstol: El nos eligió antes de crear el mundo por la predestinación; pero dichos grados de gloria hay que esperarlos activamente. Por eso dice el Apóstol: A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó. Palabras que sintonizan con aquellas del Señor: Si no, os lo habría dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros.

El sentido es éste: En la casa de mi Padre son diversos los premios de los méritos. Pero como allí los puestos son asignados por la predestinación, no es necesario que yo prepare estas estancias. Y como todavía no son una realidad, por eso añade: Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Que es como si dijera: En la casa de mi Padre tenéis un puesto por la predestinación; pero me voy al Padre y os los prepararé con el concurso de vuestras obras. En la casa de mi Padre tenéis una eterna morada, sólo que ya no podéis tomar posesión de ella si no es a través de un trabajo personal a fondo. En la casa de mi padre disponéis de estancias en función únicamente de la gracia y el don de Dios, pero quiero que las tengáis en adelante también por mí.

Me alejo de vosotros según la divinidad, y os prepararé, según la humanidad, aquella inefable bienaventuranza que preparé para vosotros desde la creación del mundo según la divinidad. No podéis en modo alguno disfrutar de aquellos inefables gozos de vida perenne, si antes no soy despojado de la carne y nuevamente revestido de la misma carne. Subiré al cielo y os enviaré el Espíritu Santo, que os enseñe a manifestar con las obras vuestro reconocimiento, de modo que recibáis también con el concurso de vuestros méritos aquel reino de la felicidad eterna, al cual estáis predestinados.

Diariamente prepara el Señor Jesús a sus fieles un sitio, al recordar a su Padre que su carne padeció por la salvación del género humano; y así, el lugar que por su divinidad nos había preparado, nos lo otorga ahora por su humanidad. Cada vez que hacemos una obra buena: ayunando, orando, leyendo, meditando, llorando por nuestros pecados o por el deseo de ver a Cristo, visitando al enfermo, dando de comer al hambriento, u otras obras buenas que sería largo enumerar, día a día se nos va preparando aquella feliz mansión en el cielo, por aquel que dijo: Sin mí no podéis hacer nada. Pero sólo entonces nos introducirá en aquellas dichosísimas moradas, si cuando viniere a dar a cada uno según sus obras, hallare que hemos vivido en su fe y en su amor. Es exactamente lo que dice: Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Que es como si dijera: apareceré para juzgar, y os aposentaré en aquellas estancias, a fin de que allí estéis conmigo para siempre. ¡Oh inmensa, oh dichosa felicidad, vivir con Cristo!

Otro evangelio:

EVANGELIO: Jn 5, 21-29

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Tratado 19 sobre el evangelio de san Juan, (15-16: CCL 36, 198-199)

La resurrección de los muertos

No guardes silencio, Señor, sobre la resurrección de la carne, no sea que los hombres no crean en ella, y nosotros de predicadores nos convirtamos en razonadores.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Entiendan los que oyen, crean para que entiendan, obedezcan para que vivan. Escuchen todavía otro texto, para que no piensen que aquí se acaba la resurrección. Y le ha dado potestad para juzgar. ¿Quién? El Padre. ¿A quién se lo dio? Al Hijo. Pues al que le dio poder disponer de la vida, le dio asimismo potestad para juzgar. Porque es el Hijo del hombre. Cristo en efecto es Hijo de Dios e Hijo del hombre. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Mira cómo le dio poder disponer de la vida. Pero como la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, hecho hombre de María Virgen, es Hijo del hombre. ¿Y qué es lo qué recibió por ser Hijo del hombre? Potestad para juzgar. ¿En qué juicio? En el juicio final; entonces tendrá lugar la resurrección de los muertos, pero sólo de los cuerpos, pues las almas las resucita Dios por medio de Cristo, Hijo de Dios. Los cuerpos los resucita Dios, por el mismo Cristo, Hijo del hombre. Le ha dado potestad. No tendría esta potestad de no haberla recibido, y sería un hombre sin potestad. Pero el Hijo del hombre es al mismo tiempo Hijo de Dios.

A propósito de la resurrección de los cuerpos, escuchad ahora no a mí, sino al Señor que nos va a hablar con ocasión de los que resucitaron surgiendo de la muerte, adhiriéndose a la vida. ¿A qué vida? A la vida que no conoce la muerte. ¿Por qué no conoce la muerte? Porque dispone de la vida. Y le ha dado potestad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. ¿Con qué tipo de juicio? No os sorprenda esto porque ha dicho: le ha dado potestad para juzgar. Porque viene la hora. No añadió: y ya está aquí; pues quiere insinuar una hora cualquiera al final de los tiempos. Ahora es el momento de resucitar los muertos, la hora del fin del mundo es el momento de resucitar los muertos: pero que ahora resuciten en el espíritu, entonces en la carne; resuciten ahora en el espíritu por medio del Verbo de Dios Hijo de Dios; resuciten entonces en la carne por medio del Verbo de Dios hecho carne, Hijo del hombre.

El Padre no vendrá para juzgar a vivos y muertos, y sin embargo el Padre no se separa del Hijo. ¿En qué sentido no vendrá, pues? Pues en el sentido de que no se le verá en el juicio. Mirarán al que traspasaron. El juez se presentará en la misma forma en que fue presentado al juez; juzgará en la misma forma en que fue juzgado; fue juzgado inicuamente, juzgará justamente. Vendrá en la condición de siervo y como tal aparecerá. ¿Cómo podría aparecerse en su condición de Dios a justos e inicuos? Si el juicio se celebrara únicamente para los justos, como a justos Dios se les aparecería en condición de tal; pero como el juicio es para justos e inicuos, no parece conveniente que los inicuos vean a Dios, pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El juez aparecerá en forma tal, que pueda ser visto tanto por aquellos a quienes va a coronar, como por aquellos a quienes va a condenar. Aparecerá la forma de siervo, permanecerá oculta la forma de Dios.

El Hijo de Dios estará oculto en el siervo, y aparecerá el Hijo del hombre, pues le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Y como quiera que él aparecerá sólo en la condición de siervo y el Padre no aparecerá, pues no se revistió de la forma de siervo, por eso decía hace un momento: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos.


Para el Tiempo pascual:

EVANGELIO: Jn 6, 37-40

HOMILÍA

San Odilón de Cluny, Sermón 5 (PL 142, 1004-1005)

Cristo resucitó para que no dude el cristiano
de la propia resurrección

La resurrección de los muertos, prometida por Dios, es para los cristianos motivo de inquebrantable confianza. La ha prometido la Verdad, y la Verdad no puede mentir. Verdadera es, pues, la promesa que, de la resurrección de los cuerpos, nos ha hecho la Verdad, pues la Verdad que no sabe de mentiras, no puede menos de cumplir todo lo que ha prometido. Y para que tuviéramos absoluta certeza de la futura resurrección de los cuerpos, el mismo Señor se ha dignado darnos una prueba en su propio cuerpo. Resucitó Cristo para que no dude el cristiano de la propia resurrección. Lo que ya tuvo lugar en la cabeza, se cumplirá en el cuerpo.

Pero debemos saber, amadísimos hermanos, que existen dos muertes y dos resurrecciones. Se habla de muerte primera y se habla de muerte segunda. Pues bien: la muerte primera comprende dos partes: una por la que el alma pecadora se aparta por la culpa de su Creador, y otra por la que la sentencia de Dios pronuncia la separación de alma y cuerpo como pena por el pecado. Por su parte, la muerte segunda consiste en la misma muerte del cuerpo y el castigo eterno del alma. Por la muerte primera, el alma tanto del hombre bueno como del malo, es temporalmente separada del cuerpo. Por la muerte segunda, el alma, pero sólo del hombre malo, es eternamente atormentada junto con su cuerpo.

Una y otra muerte pendía sobre todo hombre, porque el pecado de la naturaleza, al ser hereditario, culpabilizaba a toda la estirpe. Vino el Hijo de Dios, inmortal y justo, y para morir por nosotros, tomó nuestra carne mortal. En esta carne, él que no podía tener pecado personal, sufrió sin culpa suya el suplicio de nuestro pecado. Así pues, el Hijo de Dios aceptó por nosotros la segunda parte de la muerte primera, es decir, la muerte de sólo el cuerpo, y con ella nos libró del dominio del pecado y de la pena eterna. Esto es lo que ahora opera Cristo en el mundo por su misericordia, con aquellos a quienes exhorta a vivir bien, haciéndoles el don de la fe para que crean rectamente y otorgándoles la caridad para que se entreguen gustosamente a las obras buenas. En el último día, el Señor se dignará resucitarlos corporalmente, para concederles la bienaventuranza eterna.

Resucitados en el alma por la fe, vivamos, amadísimos hermanos, con justicia para poder resucitar también en el cuerpo a aquella eterna alegría. Saboreemos el don de la primera resurrección con que Cristo nos ha gratificado, para que, cuando resucitemos en el cuerpo, merezcamos reinar para siempre con nuestro Salvador; entonces la muerte será absorbida en la victoria y a los fieles se les dará la vida verdadera y la verdadera alegría, cuando el mismo Dios todopoderoso, en atención a los méritos de la fe y de las buenas obras, dará a sus fieles el reino de los cielos. El que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo, y es Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

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