lunes, 14 de noviembre de 2011

Evitar las discusiones interiores. Por un monje.


Oh hermano, si pudieras comprender y gustar la dulzura de ser conocido sólo de Dios! Sé dichoso al irradiar a Cristo, pero no te turbes lo más mínimo porque esa irradiación sea aún demasiado discreta. ¿No estás suficientemente cansado de conversar con los hombres, que aún los evocas en tu espíritu para contarles tus razones?
¡Sólo con Dios solo! Él lo sabe todo. Él lo puede todo. Él te ama. Si supieses lo bueno que es tener la cabeza vacía de toda criatura para no admitir más que la imagen de Jesús-Cristo y de María, los reflejos creados más puros del Invisible. Habla con ellos: eso se hace sin ruido de palabras. Las palabras sirven de poco: ve, mira, contempla. ¿Los miembros no son el honor de la cabeza? No apartes los ojos del divino Rostro del Cuerpo Místico. Es tu papel contemplativo.
Nuestras discusiones interiores no son, frecuentemente, más que la consecuencia de los altercados del día. Créeme: no discutas jamás con nadie; no sirve para nada. Cada uno y cada una están seguros de llevar la razón y busca menos ser aclarado en sus dudas que vencer en una disputa de palabras. Se retiran disgustados, atrincherados en sus posiciones, y la disputa continúa por dentro. Se acabó el silencio y la paz.
Si no lo tienes que hacer por tu cargo, no intentes convencer. Pero si quieres permanecer tranquilo, pasa la página apenas se inicie la controversia. Acepta ser derribado al primer golpe y ruega dulcemente a Dios que haga triunfar su verdad en ti mismo y en los otros; y, a otra cosa: tu alma no es un forum, sino un santuario. Se trata para ti, no de tener razón, sino de embalsamar a tu alrededor con el perfume de tu amor. La verdad de tu vida testificará la de tu doctrina. Mira a Jesús en su proceso: “callaba” (Mt 26 63), aceptando las injurias; ahora Él es Luz para todo hombre que viene a este mundo (Cf. Jn 1, 9)

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