sábado, 19 de noviembre de 2011

El fundamento de la sacramentalidad del matrimonio




La Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Autor: Miguel Paz, profesor extraordinario de Teología del Sacramento del Matrimonio en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Juan Pablo II pone el fundamento de la sacramentalidad del matrimonio en la “imagen y semejanza con Dios que desde “el principio”, esto es, en el “plan original” de Dios, tiene la unión entre el hombre y la mujer. El paralelismo que encontramos en Génesis 1, 27: “A imagen suya los creó / macho y hembra los creó” revela que la “unión de los dos” representa la más originaria visibilidad del amor de Dios (o de Dios que es Amor) en el mundo. Esta idea la resume Juan Pablo II en la Familiaris Consortio n. 11:

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión.

La “unidad de los dos” en el capítulo segundo del Génesis se expresa como unión en “una sola carne”. Adán después de haber pasado revista a los animales sin encontrar en ellos un “ayuda semejante” (una “ayuda adecuada” traduce Juan Pablo II), reconoce en el cuerpo de Eva su propia humanidad, la imagen de Dios: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23) y de este reconocimiento surge la unión: “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y se harán una sola carne” (Gn 2,24). El cuerpo sexuado lleva “inscrita” en su visibilidad la llamada al amor y a la comunión más íntima. Es lo que Juan Pablo II llama el “significado esponsal” del cuerpo humano.

Jesucristo, al expresar su concepción del matrimonio en su respuesta a la cuestión del divorcio (cfr. Mt 19 = Mc 10) se remite “al principio” : Moisés permitió el divorcio, pero “al principio no fue así” (Mt 19, 8) y une Gn 1,27 con Gn 2, 24: «¿No habéis leído que el Creador, al principio, “los hizo varón y hembra”, y que dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?” De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,4-6).

San Pablo, recogiendo la enseñanza de Cristo, tiene en mente Gn 2, 23-24 cuando expresa lo que Juan Pablo II llama la “gran analogía” entre la unión del hombre y la mujer en “una sola carne” y la unión entre Cristo y la Iglesia. En el capítulo 5 de la Carta a los Efesios, exhortando a los esposos cristianos a amar a sus esposas, pone como modelo el amor entre Cristo y su Iglesia: «Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne”. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 29-32).

Esta “gran analogía” recorre la Sagrada Escritura. Procede de la tradición profética y conecta perfectamente con el hecho de que “la unidad de los dos” “en una sola carne” sea “imagen y semejanza de Dios” desde el punto de vista del amor y la comunión. Y el amor y comunión de Dios con respecto a la humanidad, en la Escritura se llama “Alianza”, primero de Dios con su Pueblo, luego perfectamente cumplida en la unión de Cristo con su Iglesia, la “Nueva Alianza”.

El matrimonio, para S. Pablo es “misterio” con respecto a Cristo y la Iglesia, esto es, manifestación y participación del plan de salvación de Dios escondido desde la eternidad y en la plenitud de los tiempos revelado y realizado en Cristo. Es sacramento de la Nueva Alianza.

Vamos a profundizar algo más en esta línea a partir de la expresión “una sola carne”, ¿cuál es su significado? La expresión “una sola carne” en su sentido más físico, hace referencia inmediata a un dato biológico común a todos los seres sexuados: que los órganos masculino y femenino funcionan como un solo órgano para realizar una función que ninguno de los dos puede realizar solo: la generación de un nuevo ser viviente, semejante al padre y a la madre y de su misma especie.

Este hecho biológico, en el ser humano adquiere un significado muy superior, pues se integra en la unidad de la persona humana y en su relación con los demás y con Dios: «La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida», nos enseña el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, n. 51). Es un significado de amor, un “significado esponsal”, que al mismo tiempo es una exigencia moral, una “vocación al amor” pues toda digna relación humana de algún modo se resume en el amor. Esta “vocación al amor” se realiza en el matrimonio o en la castidad consagrada por el reino de los cielos. (También podemos decir que la realiza quien sin casarse o consagrarse vive la castidad propia de su estado y se esfuerza por cumplir el precepto del amor a Dios y al prójimo.)

La diferencia-complementariedad entre el hombre y la mujer es el más básico ser-el uno-para-el-otro que existe a nivel de relaciones humanas, y hace posible el amor que llamamos sexual. En el ser humano el acto sexual se abre a la procreación como acto de amor. El amor de los progenitores se difunde en el amor hacia el hijo que viene procreado. El matrimonio es el único “lugar” existencial en que el ejercicio físico de la sexualidad alcanza su dignidad de amor, pues se integra en la donación mutua de toda la persona. Dice Juan Pablo II en la Familiaris Consortio n. 11:

El único "lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección conscien­te y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo (Gaudium et Spes, 48), que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadera significado.

Y es que en el ser humano, este fenómeno de la diferencia-complementariedad entre el hombre y la mujer, que llamamos sexualidad, abarca todos los niveles de la persona: el biológico-corporal, el psicológico, el espiritual, este último entendido no sólo como inteligencia y libertad, sino también en su apertura a Dios. Esta apertura la llena Dios mismo con su gracia, elevando al hombre al nivel de participación a la misma vida divina, a nivel sobrenatural. Los tres primeros niveles están unidos por la naturaleza humana, que es naturaleza racional, capaz de conocimiento y amor, es la naturaleza de la persona humana. El nivel sobrenatural, que da al amor la plenitud última a la que tiende, se alcanza solamente por don de Dios y, aunque implique directamente y en primer lugar el nivel espiritual, precisamente por la unidad sustancial de la persona humana, alcanza también los otros niveles. Es toda la persona la que por la gracia queda unida a Dios. De nuevo citamos el n. 11 de la Familiaris Consortio:

En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.

El sacramento del matrimonio encuentra su explicación precisamente en este encuentro entre dos realidades que atañen a toda la persona humana: la sexualidad y la gracia. El matrimonio adquiere un significado y una realidad superior, sobrenatural, a la luz del “misterio”, es decir, de la realización del plan eterno de salvación en Jesucristo.

Como enseña el Concilio Vaticano II, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, revela plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes n. 22). ¿De dónde viene últimamente la capacidad y la exigencia de amor interpersonal a la que está llamada la sexualidad humana? Toda verdadera unión de amor entre los seres humanos participa del amor de Dios, es su reflejo “a su imagen y semejanza”. Más en concreto, la unión de amor entre el hombre y la mujer es el modo más “originario” en que se refleja el amor de Dios por la humanidad, que encuentra su culmen en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, la perfecta Imagen del Padre.

Jesucristo en los Evangelios se presenta como “el Esposo”; viene a culminar la Alianza entre Dios y la humanidad. Por el amor que recibe de Dios en Cristo, la persona recobra su integridad y la armonía entre todos los niveles de su ser, llega a ser en sí misma “imagen y semejanza” de Dios. Al mismo tiempo, se hace capaz de amar verdaderamente a los demás “a imagen y semejanza” del Amor de Dios. Este Amor ha sido derramado en los corazones de los cristianos con el Espíritu Santo que les ha sido dado (cfr. Rm 5,5). Y es que el matrimonio no sólo es imagen de la comunión Cristo-Iglesia, sino también de la comunión Padre-Hijo en el Espíritu Santo. Estas dos analogías se deducen la una de la otra: la entrega mutua de Cristo y su Iglesia es imagen y realización en la historia de la entrega eterna del Padre y el Hijo. Así se expresa Juan Pablo II, en la Mulieris Dignitatem, n. 7:

Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta también el existir en relación al otro “yo”. Esto es preludio de la definitiva autorreve­lación del Dios uno y trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu San­to. (...) Dios, que se deja conocer por los hombres por medio de Cristo es unidad en la Trinidad: es unidad en comunión. (...) El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individual­mente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además queel hombre y la mujer, creados como "unidad de los dos" en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina.

Podemos decir que si la unidad del hombre y Dios en Jesucristo es afirmada y aceptada, entonces se afirma también la unidad entre los diversos componentes de la persona, y la unidad de las personas entre sí en relaciones de verdadero amor. Si se niega la encarnación de Cristo, se niega la unión entre la humanidad y la divinidad y se termina por negar la unidad psicofísica del hombre y la unión entre los seres humanos. No se capta ya el significado humano de lo biológico, y menos todavía el significado sobrenatural de lo humano. Esta disgregación de significados es, según Juan Pablo II, el gran error del pensamiento moderno, como podemos ver en la Carta a las Familias, n. 19:

La separación entre espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido como consecuencia que se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las de su semejanza con los demás cuerpos del mundo creado, utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para la producción de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al hombre conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado independientemente del espíritu y del pensamiento, es utilizado como un material al igual que el de los animales -esto sucede, por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y fetos-, se camina inevitablemente hacia una terrible derrota ética.

(...)

Para el racionalismo es impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea«el Esposo»,fuente originaria y única del amor esponsal humano. El racionalismo interpreta la creación y el significado de la existencia humana de manera radicalmente diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y, mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se le da la posibilidad de participar en el «gran misterio», ¿qué queda sino la sola dimensión temporal de la vida?Queda la vida temporal como terreno de lucha por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo.

El gran esfuerzo de la Iglesia en los tiempos modernos está siendo el de suturar este desgarramiento, esta fragmentación en la auto-comprensión del ser humano. El Concilio Vaticano II en la constitución pastoral Gaudium et Spes, la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, las Catequesis sobre el amor humano en el plan divino de Juan Pablo II, junto con la monumental producción de su pontificado en torno al matrimonio y a la familia, son las piedras miliares en este camino contracorriente a una civilización que con lógica implacable se precipita a las conclusiones de unas premisas mal puestas y ciegamente mantenidas.

Podemos resumir así el evangelio del matrimonio, que hoy más que nunca la Iglesia debe proclamar:

El amor entre el hombre y la mujer, fundado sobre su diferencia-complementariedad sexual, que les hace ser uno para al otro y les abre a la transmisión de la vida humana, alcanza su digna realización en el matrimonio, el cual, a la luz del plan divino de salvación, es imagen y participación en el mundo visible y sensible del amor único, indisoluble y fecundo de Dios por la humanidad, que encuentra su plenitud en el amor entre Cristo y la Iglesia, imagen y participación a su vez del amor entre el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo,en el seno de la Trinidad.

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