En toda la historia humana no se escuchó jamás una pregunta más misteriosa ni más dramática: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Por: Padre Fernando Montes S.J
Al terminar su vida en esta tierra, si hablamos como hombres, vino el fracaso total. El Hijo de Dios Altísimo por quien y para quien todas las cosas habían sido hechas... el que era el principio y el final de todo lo que existe entre nosotros... experimentó hasta lo más hondo de su alma no sólo la derrota sino el abandono de su mismo Padre.
Antes, lo habían abandonado sus apóstoles, lo dejamos nosotros que vendríamos después... y entonces lo hirió la lejanía de su Dios.
El sintió que no era un hombre sino un gusano; escarnio y vergüenza de su pueblo... se experimentó como el agua derramada. Apretado contar el polvo de la muerte vio cómo se repartían el botín de sus despojos.
Allí sintió los gritos del descalabro: ¿Fueron vanos sus trabajos? ¿Fue falsa su palabra que El creía fuente de su vida? ¿ Serían verdad que los ricos y no los pobres eran bienaventurados ante Dios?
¿Tenía sentido asumir la causa de los más desposeídos y sufrientes de la tierra? ¿Los pecadores no podrían volver a sentarse en la mesa de los hijos? ¿Sería razonable perdonar, poner la otra mejilla y llegar a amar al enemigo?
¿Sería posible en esta tierra la vida en el Espíritu?... Y más allá de la muerte, ¿estarían los brazos abiertos al Padre?
En ese momento todo se hizo pregunta y abandono. Eso es el infierno. Sin ser pecador, asumió en su carne las consecuencias del camino que ha elegido el hombre al alejarse de Dios. “Su corazón como cera se derritió en sus entrañas, su garganta se secó como una teja y su lengua se apegó a su paladar” (Salmo 22)
Esta pregunta que hoy comentamos no es sólo de Jesús, es del hombre en su conjunto... y por lo tanto es nuestra. Jesús para expresar su angustia, que constituye el centro de la cruz, no formuló con sus propias palabras de interrogación.
El prefirió tomar un salmo que resumía los llantos y amarguras de su pueblo. Todos los sufrientes de Israel, los exiliados, los humillados, enfermos y oprimidos se habían vuelto a Dios con las palabras Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Jesús al formular esa pregunta, con palabras de otros que sufrieron antes que El, hacia converger hacia su persona todo el llanto que ha derramado el hombre. En tal momento asumía en su carne todos los abandonos y todo los desgarrones que experimentó y sigue experimentando la humanidad en este mundo.
Allí, como nunca, El era El Hombre. Allí era más cercano a nosotros que en Belén o cuando hacía milagros.
En esta pregunta entendemos, mejor que en otras partes, la verdad de la Encarnación... comprendemos que es cierto que “el Verbo se hizo carne”, que compartió la suerte y el sufrimiento humano.
Que su humanización no consistió sólo en hacerse hombre. El se hizo pobre, pequeño y fracasado. El hizo suyas la soledad, la angustia y los quiebres de la humanidad. Y desde entonces, por sola que sea nuestra soledad, ella tendrá una compañía.
De algún modo todos hemos pasado o pasaremos por algo semejante y algo de nosotros colgaba esa tarde de la cruz.
La lección de Jesús es que en esas circunstancias, no se detuvo en la pregunta, siguió rezando el salmo con las briznas de vida que aún palpitaban en su cuerpo. Prefirió seguir confiando en la Palabra y en el amor de su Padre...
Siguió alabándolo en medio de la asamblea (Salmo 22,v.23). En esto se diferenció de nosotros y nos abrió el camino de la vida. A donde nosotros llegamos por orgullo y por el pecado, El llegó por solidaridad y por obediencia.
Allí mostró la hondura de su amor y de su fe. Confió en su Padre y lo amó hasta el extremo... y en sus manos entregó el Espíritu. Su muerte se hizo vida fecunda para todos nosotros. El abrió así el fondo de todo camino sin salida.
Todo dolor, toda duda, todo hastío, unidos al sufrimiento de Cristo y puesto con amor en las manos del Padre, se hace fuente de vida y camino de resurrección. No existe otra ruta con más esperanzas para el hombre.
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