Bertrand de Margerie , s.j.
Academia Pontificia Santo Tomás de Aquino
Roma
En 395, en el contexto donatista, Agustín comenta -por primer vez - el Salmo 21, mesiánico y eclesial. Interpreta el grito del salmista : “¿Dios mío, Dios mío. por qué me has abandonado?” en los siguientes términos:
“¿Qué quería decir el Señor? Dios no lo había abandonado, porque el Señor mismo era Dios, Hijo de Dios; ¿por qué entonces estas palabras? Porque nosotros estábamos presentes, porque el Cuerpo de Cristo es la Iglesia (Ef. 1, 23). El Señor parecía decir: este Salmo fue escrito acerca de Mí: “La voz de mis pecados aleja de mí la salvación” ¿Cuáles pecados? Cómo puede decir mis pecados sino porque reza por nuestros pecados e hizo de nuestros pecados sus pecados, para hacer de su justicia nuestra justicia”
Este texto de Agustín interpreta el pensamiento del salmista y su uso por Jesús crucificado a la luz de la doctrina paulina de la incorporación a Cristo. Se percibe la influencia de los criterios exegéticos del donatista Ticonio. A los ojos del joven sacerdote Agustín, es en nuestro nombre y no en el suyo que Jesús retoma el grito del Salmista. Aún más: hablando en nuestro nombre de sus pecados Jesús reza por nosotros los pecadores, nos justifica y salva. Estas palabras no sólo no significan un imposible abandono del Verbo consubstancial por el Padre eterno, ni siquiera manifestarían un sufrimiento, una pasividad de la humanidad asumida por este Verbo, sino más bien subrayan su actividad salvífica.
Es como Cabeza de la Iglesia, piensa Agustín, que Cristo crucificado canta el salmo 21. Esta impresión de impasibilidad humana de Cristo crucificado todavía no tiene un fundamento sólido. Un poco más adelante, en el comentario del mismo salmo, Agustín menciona con insistencia los sufrimientos humanos de Jesús precisamente en el momento de repetir el grito de abandono del salmista:
“Muchos otros invocaron al Señor y fueron inmediatamente librados de sus penas presentes, sin tener que esperar la vida eterna. Job, abandonado al demonio a pedido de este espíritu malhechor, recuperó no obstante la salud ya durante esta vida... Por el contrario, el Señor fue flagelado y nadie vino a su socorro. Grita ‘¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?’ y nadie lo socorre”
Aquí el carácter humanamente dramático del grito de Jesús moribundo es obviamente percibido. Otras partes del comentario del mismo salmo muestran, en Cristo crucificado, la conciencia de ser, por sus sufrimientos mismos, el Salvador no de una parte de la humanidad sino del mundo entero.
Pasaron 18 años y Agustín, probablemente en 413, comenta nuevamente -de manera más extensa- en el contexto del pelagianismo inicial, este mismo grito del salmista y de Cristo crucificado: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” en una carta a Honorato: la famosa epístola 140
En el contexto del Salmo 72, Agustín nos hace entender que “el Dios omnipotente otorga a los impíos los bienes de este mundo, para que los buenos no los busquen como algo de gran precio”.
Agustín toma como punto de partida de su explicación, singularmente renovada, el siguiente principio general:
“Este Salmo profético, el Salmo 21, hablaba de la gracia de la nueva alianza escondida bajo el velo de la antigua y más precisamente bajo el velo de la forma del servidor doliente, abandonado que carga nuestras enfermedades (Is 53, 14) y es, en nuestro favor, en los dolores
Es “el lenguaje de nuestra enfermedad, revestida por nuestra Cabeza, el que escuchamos en este Salmo”.
El principio de Cristo Jefe, hablando en nombre de su Cuerpo, aparece nuevamente. Poco después viene la profundización decisiva: esto es la definición de la naturaleza íntima del abandono sufrido por el justo del Salmo 21: “Cuando pedimos a Dios que nos otorgue los bienes temporales y que nos oiga, nos abandona en esto y no somos oídos; pero no nos abandona en lo tocante a bienes más elevados y preferibles, cuya inteligencia, gusto y deseo quiere inspirarnos.
Este principio, distinguiendo dos abandonos, uno temporal y corporal, el otro espiritual y eterno, es formulado como conclusión de un desarrollo muy notable: VII, 19; VIII, 20 y 22.
VII, 19. Si, cuando oramos a Dios para retener o conseguir los bienes temporales, no somos escuchados, en el hecho de no escucharnos, nos abandona. Pero no nos abandona en cuanto a los bienes superiores, que quiere que comprendamos, prefiramos y codiciemos. Por eso sigue diciendo el salmo: He clamado a ti de día sin que me escuchases y de noche -también aquí se entiende “sin que me escuchases”-. Pero mira lo que añade: y no (me escuchas) para mi insipiencia. Dice, pues, esto: no me escucharás cuando clamo de día, esto es, en la prosperidad, para no perderla; ni de noche, esto es en la adversidad para que se me devuelvan los prósperos que perdí. Pero esto lo haces no para mi insipiencia, sino más bien para que sepa qué es lo que debo esperar, desear y requerir de ti ahora por la gracia del Nuevo Testamento. Yo clamo para que no me quiten los bienes temporales; Tú, en cambio, habitas en el santuario, alabanza de Israel. No quiero que deseches este deseo mío; por el que busco la felicidad carnal. Y esto pertenece a la inmundicia de la vetustez, mientras que tú buscas la limpieza de la novedad. Cuando no atiendes a este deseo, nos abandonas, porque pides la claridad en que habitar. Ahora bien, la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones, pero por el Espíritu Santo, que se nos ha donado. Por eso habitas en el santuario, alabanza de Israel. Alabanza de los que te ven, pues no ponen su alabanza en sí, sino en ti, ¿Pues qué tienen que no hayan recibido? Quien se gloría, se gloríe en el Señor.
VIII, 20. Tal es la gracia del Nuevo Testamento. Porque cuando en el Viejo Testamento advertías que sólo de ti se debía requerir y esperar esa felicidad terrena y temporal, en ti esperaron nuestros padres; esperaron y los libraste. A ti clamaron, y fueron salvados; en ti esperaron y no fueron confundidos. A esos padres, que vivían entre sus enemigos, los llenaste de riquezas los libraste de esos enemigos, les hiciste obtener gloriosas victorias y los liberaste de diversas muertes. Para que uno no fuese herido, pusiste un carnero; a otro le sanaste de su podredumbre y le devolviste el doble de lo que había perdido; a otro le conservaste ileso e íntegro entre los leones hambrientos; otros, que, caminaban entre las llamas, pudieron alabarte con grata voz. Algo semejante esperaban los judíos que se realizara en Cristo, para comprobar si verdaderamente era Hijo de Dios. En nombre de ellos se dice en el libro de la Sabiduría. Condenémosle a muerte afrentosa, pues habrá moderación en sus palabras. Si es verdadero Hijo de Dios, le tomará y librará de las manos de sus contrarios. Esto pensaron y erraron: su malicia los cegó. Atendiendo al tiempo del Antiguo Testamento y a aquella felicidad temporal de los patriarcas, en la cual les mostraba Dios que también estos bienes eran un don suyo, no vieron que había llegado el tiempo en que ese Dios, que da los bienes temporales aun a los impíos, tenía que revelar en Cristo que con mayor propiedad da a los justos los bienes eternos.
VIII, 22. Por lo mismo, ¡oh hombres!, aprended por medio de la gracia del Nuevo Testamento a desear la vida eterna. ¿Pensáis que es mucho el que Dios os libre de la muerte, como libró a vuestros padres, cuando Dios predicaba que Él era el único que daba la felicidad terrena? Esa felicidad pertenece al hombre viejo, es decir, a la vetustez que empieza con Adán; pero yo soy gusano y no hombre: Cristo, no Adán. Si por el Viejo fuisteis viejos, sed nuevos por el Nuevo. Por Adán fuisteis hombres; por Cristo, hijos de hombre. Porque no sin causa se llama el Señor en el Evangelio de un modo familiar hijo del hombre, más bien que hombre. Y no sin causa dice en otro salmo: A los hombres y jumentos salvarás, Señor; según se ha multiplicado tu misericordia. Porque también procede de ti esa salud que es común a los hombres y a los jumentos. Pero los hombres nuevos tienen otra propia, muy alejada del consorcio de los jumentos, pues pertenecen al Nuevo Testamento.
Percibimos con facilidad la idea fundamental de Agustín: el justo moribundo prueba en su carne un abandono divino, pero su alma no es de ninguna manera abandonada por Dios; Cristo en Cruz hizo suya la queja de todos los justos sufriendo este abandono con un deseo natural de sobrevivir sin muerte, al cual se unía, de hecho, el deseo carnal del viejo hombre que permanecía todavía en el justo.
Aquí se introduce la consideración de las dos Alianzas; la Antigua prometía la vida temporal, sin excluir la muerte, mientras que la Nueva promete la vida eterna pero pasando por la muerte. Para Agustín, las palabras del salmista, retomadas en nombre de la Iglesia por Cristo, expresan una queja humana frente a la negativa divina de una inmediata inmortalidad corporal, de una salvación sin muerte; estas palabras del salmista está alejadas de la salvación a través de la muerte que promete la gracia del Nuevo Testamento, esto es de Cristo crucificado y resucitado.
En otras palabras, Cristo en la Cruz, haciendo suyo el grito inicial del Salmo 21, quería enseñar el carácter relativo y no absoluto del abandono sufrido a la hora de la muerte; Jesús quería inculcar a los hombres la participación en su abandono temporal y transitorio para arrancarlos del abandono eterno. Enseñaba la aceptación de la muerte temporal para escapar a la muerte eterna. El hombre viejo se preocupa de la muerte temporal, el hombre nuevo de la vida eterna.
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