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María Rosa Molas y Vallvé, Santa |
Fundadora de las Hermanas de la Consolación
Nació en Reus (Tarragona)
el 24 de marzo de 1815. Creció en un ambiente
familiar de libertad y responsabilidad que le ayudó a madurar
su personalidad muy temprano.
María Rosa, a partir del día
de su primera comunión, vive una vida interior profunda, en
la que el Señor, a veces, le da a gustar
la dulzura inefable de su presencia. «Quien llega a probar
cuán dulce es Dios -exclama- no puede dejar de caminar
en su presencia». Dios es para ella «Esposo dulce» o
simplemente «Dulzura mía».
Pero en su experiencia espiritual más frecuentemente
predominan «el silencio de Dios» y la dolorosa sensación de
la ausencia del Esposo, por quien se desvive.
Esta experiencia, que
marca su vida, la hace entrar en un camino de
humildad y abnegación, de olvido de sí misma y búsqueda
incansable de la gloria de Dios y del bien de
los hermanos. Es esa la actitud honda de su vida,
que expresa cuando repite: «Todo sea para gloria de Dios.
Todo para bien de los hermanos. Nada para nosotras». Este
es el camino de «humildad, sencillez y caridad, de abnegación
y espíritu de sacrificio» que ella dice «son el alma
de su Instituto». Es la «humildad de la caridad» la
que lelleva a vivir «fascinada por el otro» y a
realizar los gestos más heroicos de caridad con la mayor
sencillez y naturalidad.
En enero de 1841 había entrado en
una Corporación de Hermanas de la Caridad, que prestaban sus
servicios en el Hospital y la Casa de Caridad de
Reus. Allí da pruebas de caridad heroica, en el humilde
servicio a los más pobres; allí escucha el clamor de
su pueblo, se conmueve y sale en su defensa. El
11 de junio de 1844, asediada y bombardeada la ciudad
de Reus por las tropas del General Zurbano, con otras
dos Hermanas, atraviesa la línea de fuego, se postra a
los pies del General, pide y obtiene la paz para
su pueblo.
Años después, va con otras Hermanas a Tortosa,
donde su campo de acción se amplía. Allí descubre la
falsa situación del grupo al que pertenece y experimenta «la
orfandad espiritual en que se halla». Su inmenso amor a
la Iglesia la lleva a dialogar con sus hermanas, a
discernir con ellas los caminos del Señor. El 14 de
marzo de 1857, se pone bajo la obediencia de la
autoridad eclesiástica de Tortosa. Se encuentra así, sin haberlo deseado
nunca, Fundadora de una Congregación que, al año siguiente -el
14 de noviembre- a petición de María Rosa, se llamará,
Hermanas de la Consolación, porque las obras en que
de ordinario se ejercitan» ... «se dirigen todas a consolar
a sus prójimos».
Por voluntad suya, la Congregación tendrá por
fin: «Dilatar el conocimiento y Reino de Jesucristo», «como manantial
y modelo de toda caridad, Consuelo y perfección» y «continuar
la Misión sobre la tierra de nuestro dulcísimo Redentor», «consolando
al afligido», educando, sirviendo al hombre en «cualquier necesidad».
El
Señor la había preparado para la misión de Fundadora a
través de múltiples servicios y situaciones, a veces dolorosas, que
ella vivió con serena y heroica paciencia. María Rosa vive
con fortaleza estas situaciones; las vive en silencio y tiene
«para cuantos afligen su espíritu, delicadas atenciones y afabilidad». Las
vive con serenidad y, a patentes injusticias, responde con servicios
generosos y hasta heroicos. Así, a las autoridades de Tortosa
que injustamente la han alejado de la escuela pública de
niñas, presta su ayuda para la organización de un Lazareto,
«dispuesta a sacrificarlo todo en pro de nuestros pobrecitos hermanos»,
por si sus «servicios fuesen bastantes para aliviar la suerte
del prójimo».
Esta mansedumbre y paciencia en soportar no son,
en María Rosa, cobardía ni debilidad, sino fortaleza que se
hace parresía, valentía y libertad evangélicas, cuando están en juego
los intereses de los pobres, la verdad, o la defensa
del débil. La vemos salir en defensa de las amas
de lactancia a quienes la administración no paga el justo
salario; defender a sus hijas, injustamente desacreditadas por un administrativo
de uno de sus hospitales; impedir a un médico utilizar
a los niños expósitos para experimentar intervenciones quirúrgicas.
Y esto
lo hace María Rosa sin perder en ningún momento su
sereno equilibrio. «Poseía el secreto de ganar los corazones», «infundía
recogimiento y veneración». «Era inexplicable verla siempre bondadosa, afable y
cariñosa con una superioridad de espíritu envidiable».
Esta actitud constante que
caracteriza a María Rosa Molas, se entiende tan sólo desde
«el secreto de su corazón, que llenaba sólo Dios». Era
«efecto del íntimo y continuo trato con Dios que presidía
su vida, su acción, sus afectos».
«Creía de poca importancia
cualquier sacrificio, humillaciones, calumnias, persecuciones. Cuanto la acercaba a Dios
le era muy grato ... Difícil, inaguantable y amargo lo
que sospechaba que a él ofendía». Desde ese amor a
Dios «se hacía caridad vivida», «se inclinaba sobre el necesitado,
sin distinción alguna», si no era en favor de los
ancianos más desvalidos y de los niños más abandonados «que
eran la pupila de sus ojos».
Pasa su vida haciendo el
bien, ofreciéndose a sí misma «en el don de una
completa entrega en la misericordia y en el consuelo, a
quien lo buscaba y a quien, aun sin saberlo, lo
necesitaba».
Cumple así su misión consoladora hasta que, a fines
de mayo de 1876, siente que el Señor se acerca.
Tras breve enfermedad, desgastada por su servicio incansable a los
pobres moría al caer el 11 de junio de 1876,
domingo de la Santísima Trinidad. ç
El Papa Pablo VI la
beatificó el 8 de mayo de 1977, ese día dijo
de ella que fue "Maestra de Humanidad" y que "vivió
el desafío humanizante de la civilización del Amor". En 1988
Juan Pablo II la declaró santa ante toda la Iglesia.
Su figura sigue siendo hoy mensaje para los creyentes y
para todos los hombres de buena voluntad que trabajan en
la transformación del mundo.
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