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Raimundo Lulio, Beato |
Terciario Franciscano
En la isla de Mallorca, con las alas mayores
que el nido, nació Ramón Llull (Raimundo Lulio), en año
incierto del primer tercio del siglo XIII. Hijo de la
primera generación de los conquistadores, acaudillados por don Jaime I,
pudo identificarse ante el tribunal de la Sorbona, en París,
y en un trance ambiguo, como catalán de Mallorca. No
consiguió retenerle el sortilegio de su tierra natal y se
hurtó al abrazo avaro de las costas mallorquinas. Tiempos hubo
en que su nombre fue signo de contradicción y bandera
de combate. Una anécdota falsa de su vida, la de
un amor pecaminoso por una dama, cuyo pecho roía un
cáncer con su diente asiduo, le aureoló con una celebridad
romántica. Raimundo Lulio, para su gloria, no ha menester ninguna
mentira.
Fue varón de deseos, como dijo el arcángel Gabriel, del
profeta antiguo; pero lanzóse a la acción con ímpetu de
arma arrojadiza. En su pecho, molido por la contrición, en
el momento de su crisis espiritual, germinó un triple deseo,
tan vasto, que su desmedida ambición predestinábale a un fracaso
previsible. Quería la iluminación y enderezamiento de toda la infidelidad,
desparramada por el universo mundo. Quería conquistar todas las mentes
con el imperio incondicional de la verdad; e inventó un
sistema científico, a su parecer irrebatible. Quería coronar esta total
dedicación suya con el derramamiento de su sangre, sellándola con
una roja rúbrica final.
Centrada y sustanciada así la vida de
Raimundo Lulio, todo lo demás en ella es lateral y
adjetivo. Son armas de combate al servicio de aquel deseo
triple; y las abandona tan pronto como se convence de
que no le sirven para la consecución de su ideal
inmediato. A la Sorbona de París llevó su sistema filosófico,
su Arte Magna, en la que tenía una fe tan
ciega, que creíala recibida de Dios, por iluminación, como un
don intelectual. No la entienden ni los graves doctores ni
los leves escolares, que la conceptúan demasiado sutil de comprender.
Raimundo sufre un inenarrable desencanto. Va a mitigar su duelo
acerbísimo en las afueras de París, en una bella selva
poblada de árboles, abundosa de fuentes, de verdes prados, de
hierbas en flor y de aves canoras. Fracasado, como él
mismo reconoce, por manera de saber, arrumba su Arte Magna,
y sale de nuevo a la palestra a ver si
triunfará por manera de amor. Fruto de esta crisis y
de esta derrota, es su bellísimo y ameno Árbol de
filosofía de amor, con el que se lanza a un
camino nuevo.
En vaso infrangible lleva el tesoro del apostolado. Apóstol
es, y apóstol incomparable que descuella en su multiforme y
proteica personalidad. Apóstol cuando se sienta en los bancos o
en la cátedra de la Universidad parisina, donde se le
apoda Ramón Barbaflorida. Apóstol es cuando sueña, con antelación de
doscientos años a Santo Tomás Moro, una suerte de cristianísima
utopía, porque utopía es aquel delicioso libro de Blanquerna por
el cual quiere atraer sobre el mundo el reino de
la justicia, del amor y de la paz de Cristo.
Apóstol cuando rima los versos anfractuosos y abruptos de los
Cien Nombres de Dios. Apóstol cuando compone el rústico, digámosle
romancerillo en prosa suelta, del Amigo y del Amado, con
tantos versículos como tiene el año y dice al avecita
cantora en la respuesta enramada de Miramar con un infinito
amor franciscano: Si no nos entendemos por lenguaje, entendámonos por
amor. Apóstol más que nunca, cuando con el favor de
Jaime II de Mallorca, y anticipándose en cientos de años
al Colegio de Propaganda Fide, funda el colegio de lenguas
orientales, cuyo acabamiento y dilapidación hubo de ver con sus
ojos mortales que derramaron las más amargas lágrimas de su
vida, en el cáliz de ajenjo de su obra rimada:
Desconsuelo. Apóstol cuando acude a la corte del rey de
Francia, Felipe, le bel; y a la corte del rey
de Aragón, Jaime II, y dedica el libro De oración
a su esposa, la dulce doña Blanca de Anjou, reina
blanca de blanca paz. Apóstol cuando acude a la corte
de Roma, infructuosamente; y con sus ochenta años a cuestas,
camina hacia el concilio de Viena, sobre el Ródano, durante
la cautividad de Aviñón, y emplaza ante el tribunal de
Cristo al papa Clemente V, de quien promete ser testigo
de cargo, si el concilio se malogra. Apóstol cuando acude
a los capítulos generales de las grandes órdenes religiosas de
su tiempo. Apóstol cuando en su opúsculo De fine, sólo
conocido por su versión latina, excogita y ofrece planes para
la conquista del norte de África, pasando por Málaga y
Granada, camino el más rápido y seguro y primer paso
para la redención del Santo Sepulcro de Jerusalén. Apóstol en
sus proyectos de evangelización del universo mundo, no por violencia
de armas materiales, sino con el sistema con que lo
cristianizaron los apóstoles, con predicación evangélica persuasiva y con derramamiento
de lágrimas y de sangre. Apóstol siempre Raimundo Lulio y
fiel a sus tres deseos originales, que fueron el poderoso
motor de su vida; ¿consiguió el supremo galardón y la
paga del apóstol, que es el martirio?
Esta es la angustiosa
incógnita de nuestros días y el más agudo tormento de
sus biógrafos y de sus devotos. Por largos años y
generaciones se creyó así. Hasta se fijó una fecha: la
que corre desde los postreros días de junio de 1314
al 2 de julio, día de su triunfal arribo a
su isla natal, efemérides honrada con la celebridad de su
fiesta litúrgica y popular Nihil prius fide. El documento en
que se basaba, parece amañado. Documentos auténticos, custodiados en el
archivo de la corona de Aragón, atestiguan fechas de cuatro
meses y aún más posteriores a aquella data. Su martirio,
si fue, es fuerza que sea posterior, pero no nos
lo dice la silenciosa historia; siempre queda, fuera de toda
posible duda, que si no recibió el bautismo de sangre,
durante los ochenta años rebasados de su vida mortal, sufrió
a la continua el aguijón urente del bautismo de fuego.
Raimundo
Lulio, en el generoso ímpetu de su conversión, en su
grandiosa y quizá primogénita obra del Libro de contemplación, escribió
estas palabras grávidas de fogoso deseo y llenas, tal vez,
de clarividente presagio:
«Bienaventurados son, Señor, aquellos que en este
mundo se visten de rojo color y de vestiduras bermejas,
semejantes a las que vestisteis Vos el día de vuestra
muerte. Esta bienaventuranza y esta gracia espera vuestro siervo, todos
los días, de Vos; que sus vestidos sean tintos en
sangre y mojados de lágrimas el día de su muerte,
si es que a Vos pluguiere que él muera por
amor vuestro y por amor de aquellos que os aman.»
Y aun, a veces, con golosa anticipación, deléitase saboreando el
cáliz embriagante del martirio entrañablemente deseado y con ardientes votos
que merecieron ser oídos de Dios:
«Tanto se dilata, Señor, el
día en que yo tome martirio en medio del pueblo,
confesando la santa fe cristiana, que todo me siento desfallecer
y morir de deseo y añoranza porque no llegué a
aquel día en que esté en medio del pueblo, acosado
como león u otra salvaje alimaña, rodeada de cazadores que
la matan y la despedazan.»
La pesadumbre de más de dieciséis
lustros gravitaba en sus hombros; su barba, que en sus
días de París era florida, ahora pendía cuajada en larga
nieve sobre su pecho; y su cabeza blanqueaba con los
rayos fríos de una aurora polar. Era llegada la hora
de disponer de aquellas cosas que el Amado le diera
en comanda. La avara antigüedad nos ha conservado el testamento
postrero. Raimundo, como el protagonista de su Árbol de filosofía
de amor, dejó su cuerpo al polvo de la tierra
para que lo dispersase ante la faz del viento. Distribuyó
su rica pobreza entre los dos hijos de su carne,
Domingo y Magdalena, esposa del prócer barcelonés Pedro de Sentmenat;
los frailes predicadores, los frailes franciscanos; las monjas de Santa
Clara y las de Santa Margarita y las de la
Penitencia y los niños huérfanos de la ciudad de Mallorca,
y la obra de la bienaventurada Virgen María de la
Seo, comenzada por el rey don Jaime I. Mayor preocupación
le merecen sus obras seniles.
«Quiero y mando que copien sobre
pergamino los libros en romance y en latín, que, mediante
la divina gracia, compilé.» Quiere con voluntad muy firme que
de todas sus obras de su invierno que saben a
enjutez de tronco, pero amadas con una ternura especial, como
son amados los benjamines, que se envíen ejemplares a la
cartuja de París y que uno, en pergamino, se envíe
a Micer Percival Spíniola, en Génova, que había de ser
la última tierra cristiana que pisó, en saliendo para el
supremo apostolado africano.
¿Cuándo volvió a Mallorca, vivo o muerto? No
se sabe. ¡O vetustatis silentis obsoleta oblivio! Invidentur ista nobis...
¡Oh herrumbroso olvido de la silente antigüedad! Nos lo ocultó,
por envidia, la callada vetustez con un dedo sobre la
boca.
Raimundo Lulio, de quien se esperaba que pronto sería canonizado,
fue sepultado, provisionalmente, en la sacristía de San Francisco de
Asís. Llamado "Doctor Illuminatus" por sus conteporaneos.
Posteriormente, fue depositado el
autor del dulcísimo Libro de Santa María, todo leche y
miel, en la capilla de Nuestra Señora de la Consolación,
del mismo templo, su coetáneo, en donde espera la resurrección
de la carne. El sepulcro es bello y solemne, lleno
de alegorías, construido por los Jurados de Mallorca, en el
declivio del siglo XV. Es imposible acercarse al monumento sepulcral
sin que a través del alabastro yerto el devoto no
se imagine que va a oír los recios golpes de
ala de un huracán aprisionado, o el crepitar del incendio
de los huesos abrasados de aquel incendio que los abrasó
en vida. Y como de la boca de un oráculo
parécele que va a oír aquellas ardientes palabras que el
mismo Raimundo escribió en el Amigo y el Amado:
«Si vosotros,
amadores, queréis agua, venid a mis ojos, que son fuentes
de lágrimas; y si queréis fuego, venid a mi corazón
y encended en él vuestras antorchas.»
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