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Mártires Ingleses |
Mártires
Fueron hombres y mujeres, clérigos y laicos que dieron su
vida por la fe entre los años 1535 y 1679
en Inglaterra.
Ya habían surgido dificultades entre el trono inglés
y la Santa Sede que ponían los fundamentos de una
previsible ruptura; el motivo fue doble: el trono se reservó
unilateralmente el nombramiento de obispos para las diferentes sedes -lo
que suponía una merma de libertad de Roma para el
desempeño de su misión espiritual-, al tiempo que ponía impuestos
y gravámenes tanto a clérigos como a bienes eclesiásticos -lo
que suponía una injusticia y merma en los presupuestos económicos
de la Santa Sede-. Luego vinieron los problemas de ruptura
con Roma en tiempos de Enrique VIII, con motivo del
intento de disolución del matrimonio con Catalina de Aragón y
su posterior unión con Ana Bolena, a pesar de que
el rey inglés había recibido el título de Defensor de
la Fe por sus escritos contra la herejía luterana en
el comienzo de la Reforma. Pero fue sobre todo en
la sucesión al trono, después de la muerte de María,
hija legítima de Enrique VIII y Catalina de Aragón, cuando
comienza a reinar en Inglaterra Isabel, cuando se desencadenan los
hechos persecutorios a cuyo término hay que contar 316 martirios
entre laicos hombres y mujeres y clérigos altos y bajos.
Primero fueron dos leyes -bien pudo ser la gestión del
primer ministro de Isabel, Guillermo Cecil- principalmente las que dieron
el presupuesto político necesario que justificase tal persecución: El Decreto
de Supremacía, y el Acta de Uniformidad (1559). Por ellas
el Trono se arrogaba la primacía en lo político y
en lo religioso. Así la Iglesia dejaba de ser «católica»
-universal- pasando a ser nacional -inglesa- cuya cabeza, como en
lo político era Isabel. Y el juramento de fidelidad necesario
supuso para muchos la inteligencia de que con él renunciaban
a su condición de católicos sometidos a la autoridad del
papa y por tanto era interpretado como una desvinculación de
Roma, una herejía, una cuestión de renuncia a la fe
que no podía aceptarse en conciencia. De este modo, quienes
se negaban al mencionado juramento -necesario por otra parte para
el desempeño de cualquier cargo público- o quienes lo rompían
quedaban ipso facto considerados como traidores al rey y eran
tratados como tales por los que administraban la justicia.
Vino la
excomunión a la reina por el papa Pío V (1570).
Se endurecían las presiones hasta el punto de quedar prohibido
a los sacerdotes transmitir al pueblo la excomunión de la
Reina Isabel I.
En Inglaterra se emanó un Decreto (1585)
por el que se prohibía la misa y se expulsaba
a los sacerdotes. Dispusieron de cuarenta días los sacerdotes para
salir del reino. La culpa por ser sacerdote era traición
y la pena capital. En esos años, quienes dieran o
cobijo, o comida, o dinero, o cualquier clase de ayuda
a sacerdotes ingleses rebeldes escondidos por fidelidad y preocupación por
mantener la fe de los fieles o a los sacerdotes
que llegaran desde fuera por mar camuflados como comerciantes, obreros
o intelectuales eran tratados como traidores y se les juzgaba
para llevarlos a la horca. Bastaba con sorprender una reunión
clandestina para decir misa, unas ropas para los oficios sagrados
descubiertas en cualquier escondite, libros litúrgicos para los oficios, un
hábito religioso o la denuncia de los espías y de
malintencionados aprovechados de haber dado hospedaje en su casa a
un misionero para acabar en la cuerda o con la
cabeza separada del cuerpo por traición.
No se relatan aquí las
hagiografías de Juan Fisher, obispo de Rochester y
gran defensor de la reina Catalina de Aragón, o del
Sir Tomás Moro, Canciller del Reino e íntimo
amigo y colaborador de Enrique VIII, -por mencionar un ejemplo
de eclesiástico y otro de seglar- que tienen su día
y lugar propio en nuestro santoral. Sí quiero hacer mención
bajo un título general de todos aquellos que -hombres o
mujeres, eclesiásticos tanto religiosos como sacerdotes seculares- dieron su vida
con total generosidad por su fidelidad a la fe católica,
resistiéndose hasta la muerte a doblegarse a la arbitraria y
despótica imposición que suponía claudicar a lo más profundo de
su conciencia. Ana Line fue condenada por albergar sacerdotes en
su casa; antes de ser ahorcada pudo dirigirse a la
muchedumbre reunida para la ejecución diciendo: «Me han condenado por
recibir en mi casa a sacerdotes. Ojalá donde recibí uno
hubiera podido recibir a miles, y no me arrepiento por
lo que he hecho». Las palabras que pronunció en el
cadalso Margarita Clitheroe fueron: «Este camino al cielo es tan
corto como cualquier otro». Margarita Ward entregó también la vida
por haber llevado en una cesta la cuerda con la
que pudo escapar de la cárcel el padre Watson. Y
así, tantos y tantas... murieron mártires de la misa y
del sacerdocio.
En la Inglaterra de hoy tan modélica y
proclive a la defensa de los derechos del hombre hubo
una época en la que no se respetó la libertad
de conciencia de los ciudadanos y, aunque las medidas adoptadas
para la represión del culto católico eran las frecuente y
lastimosamente usadas en las demás naciones cuando habían de sofocar
asuntos políticos, militares o religiosos que supusieran traición, pueden verse
aún hoy en los archivos del Estado que las causas
de aquellas muertes fue siempre religiosa bajo el disimulo de
traición. Y, después de la sentencia condenatoria, los llevaban a
la horca, siempre acompañados por un pastor protestante en continua
perorata para impedirles hablar con los amigos o rezar en
paz. Así son las cosas.
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