Cuenta una leyenda que al terminar Dios la creación del mundo decidió dejar una chispa de su ser en la humanidad, pero quiso dejarla en un lugar difícil de encontrarla, ya que el ser humano valora muy poco todo aquello que encuentra con facilidad.
Reunido el “Gran Consejo Celeste”, sus miembros comenzaron a
aconsejarle: Tenéis que esconder la chispa sobre lo más alto de la
tierra, o en la mayor profundidad posible, o en medio de los océanos. A
cada propuesta Dios respondía negativamente, porque estaba seguro de que
en esos lugares el ser humano, con su espíritu aventurero, con la
tecnología y con su aguda inteligencia sería capaz de descubrirla.
A Dios se le ocurrió otro lugar: “Voy a esconder mi chispa divina en el
lugar más inaccesible que el ser humano pueda imaginar, en un lugar de
muy difícil acceso, en lo más profundo de la persona”.
Nos
cuesta descubrir a Dios y a nosotros mismos, ya que todo nos lanza y
nos seduce al exterior. Sin embargo en el interior de cada persona es
donde habita Dios y donde nace la vida. San Pablo nos recuerda que
“somos templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros”
(1Co 3,16). El mismo Jesús nos dice que si alguien le ama, cumplirá su
palabra y el Padre le amará y vendremos a él y habitaremos en él (Jn
14,23).
El Espíritu trabaja en silencio, nos enseña a distinguir claramente la
voz y la intervención de Dios. Ora en nosotros, nos ensancha la mirada y
el corazón, nos cambia la existencia.
El Espíritu, que mora en el interior, es el que ha estado siempre muy
presente en toda la Historia de la Salvación. Fue él quien habló por los
profetas, el que protagonizó la Encarnación, el que abrió los ojos a
Simeón, el que quitó el miedo a los seguidores de Jesús y los lanzó a
predicar por el mundo, el que impulsa a millones de personas a descubrir
a Dios y a dar la vida por el Reino. ¡Dichoso quien lo conoce y le deja
actuar!
“Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo...
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero”.
(Secuencia de Pentecostés)
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