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Juan Francisco de Regis, Santo |
Predicador Misionero
La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses
-los que recibieron el nombre de hugonotes-, alimentada por los
intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa
de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil
en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo
XVII.
En uno de los períodos de paz en que se
despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a
la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima
de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el
1597, de unos padres campesinos acomodados.
Cuando nació, ya había
pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en
la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y
en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y
faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya
convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría
a los hugonotes libertad religiosa casi completa.
Juan Francisco decidió entrar
en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos,
cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste
del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros
hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años;
y como hacen falta brazos para la enorme labor de
caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir
insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que
pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace
ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades
para la profesión solemne.
Este hombre es tan de Dios que,
cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en
la región de Montpellier, se hace notar por su predicación
a pesar de que su estilo no goza del cuidado
y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros
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Juan Francisco de Regis, Santo |
predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria
asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la
elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso
que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar
de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que
«se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar
celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de
llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba
el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades
que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita
envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué
la envidia de los demás es casi consustancial al santo?
¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre
los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar
respuesta adecuada.
Quiso ir al Canadá a predicar la fe;
pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó
a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no
fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia,
en la región del Vivarais, donde vivió el resto de
su vida. Allí fue donde se pudo comprobar más palpablemente
el talante de aquel religioso grandote y flaco que con
su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La
región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían
ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers
se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte
de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los
protestantes; sólo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en
qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las
costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó
la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más
a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir
de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de
rigorismo excesivo y de que su predicación -llena de sátiras
e invectivas- creaba el desorden en las parroquias; y la
calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes
prudencia y le prohiben exuberancia en el celo. Creyeron más
fácilmente a los «instalados» que al santo. ¿Por qué será
eso?
Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la
situación de la gente. A pie recorre sube por los
picos de la intrincada montaña, camina por los senderos, predica
en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte.
Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se
llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle.
Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución
a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa
noches en oración y la labor de confesonario no se
cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le
sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad:
derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes
que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco
días después, marchó al cielo. Era el año 1640.
Y
«si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón
de las misiones rurales en tierras de Francia, este es
san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.
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