, diplomático y académico italiano. Es venerado como
,
en el seno de una familia noble, rica y reconocida en la ciudad.
Recibió una sólida formación religiosa e intelectual. Formó parte de una
congregación mariana. A los dieciocho años era secretario del embajador
de Venecia, y en
. En el congreso conoció al nuncio apostólico
, año en el que fue nombrado canónio de Padua y prelado de la Casa Pontificia por
(su amigo Fabio Chigi). Consejero y cercano al
, formó parte del Supremo Tribunal de la Firma Apostólica. Entre
obispo de Padua. En
cardenal de San Marcos.
Al llegar a Bérgamo como obispo, ordenó donar a los pobres el dinero
que se querían gastar en la fiesta de su recepción. Además, vendió sus
bienes y los distribuyó entre las necesidades, imitando en esto a
.
En sus visitas pastorales se alojaba en casas humildes y comía con
ellos, como uno más. Dedicaba mucho tiempo al catecismo y la educación
religiosa, y, de noche, a la plegaria.
.
le encargó, en 1676, la supervisión de la enseñanza de la religión
católica en Roma. Sus actividades como obispo fueron influyentes en su
época; en la línea de la reforma
,
amplió y dio más recursos a los seminarios de Padua y Bérgamo,
dotándolos de profesores de toda Europa. Fomentó el estudio de les
lenguas orientales en el seminario de Padua y promovió la unidad entre
las iglesias católica y griega.
,
y en Padua fundó una biblioteca y una escuela poliglota, que se
convirtió en una de les mejores de Italia. También creó escuelas
populares e instituciones de catequesis y formación religiosa, para
orientar o formar a los padres y educadores. Promovió la publicación de
obras religiosas y de devoción dirigidas al pueblo, especialmente los
escritos de
.
También fundó instituciones de caridad. Durante una gran peste en
Roma, personalmente ayudó en la asistencia en los enfermos, contando en
unos 13.000. Fundó la Congregación de los Oblatos de los Santos
Prodóscimo y Antonio en Padua.
. Fue beatificado por
Venerables hermanos y queridos hijos:
El rito solemne que estamos celebrando cuadra el ornato de algunas palabras
apropiadas al extraordinario acontecimiento.
Os las dirigimos con la acostumbrada sencillez de acentos que esperamos no os
resulte desagradable.
Estas palabras quieren ser un toque de buena, alentadora y
edificante doctrina.
Ante todo, sobre el misterio de la Ascensión, del que San Lucas
nos ofrece en su libro "Actus apostolorum" los trazos vivos y sublimes; en
segundo lugar sobre las falanges de los santos que ascendieron con Cristo a
través de los siglos y están asociados con él en la participación de la gloria
celestial; tercero, sobre la festividad de hoy particularmente alegre junto al
trono de Dios al festejar la introducción de San Gregorio Barbarigo en las más
altas esferas de la gloria con que la Iglesia quiere circundar después de esta
vida a sus hijos insignes para ejemplo y protección del pueblo cristiano.
I. EL GRAN MISTERIO DE LA ASCENSIÓN
Contemplemos, pues, ante todo, el gran misterio de la Ascensión
de Nuestro Señor.
Es bello, es delicioso para nuestro espíritu que la más solemne
celebración de este misterio pertenezca, por especial privilegio, a esta
Basílica Constantiniana, Catedral de Roma. Su Pontífice entre los más insignes,
San Gregorio, la llamaba la Basílica de Oro, Áurea Basílica, dedicada al
Santísimo Salvador y ya desde tiempos antiguos fue proclamada «madre y cabeza de
todas las iglesias de Roma y del mundo —urbis et orbis omnium ecclesiarum mater
et caput».
Sí, el rito se adecua al templo. Y el templo latera-se flamea
con la gloria y el triunfo final de Jesús: via, veritas et vita: mundi
Salvator in aeternum.
De la historia de la obra redentora de Jesús, la Resurrección es
ciertamente el acontecimiento más sagrado; la festividad más alta y gloriosa es
la Pascua. Pero es muy natural que, sellada la victoria de la vida sobre la
muerte, cumplida la redención, el Verbo Divino, hecho Hombre, tornase triunfante
al Padre para mostrarle en su cuerpo glorificado las señales de su triunfo y
para dar comienzo a la nueva historia de las relaciones pacíficas nuevas entre
cielo y tierra con el perdón de Dios después de la expiación de la cruz y de la
sangre.
La antífona que se nos presenta en la salmodia de hoy está
inspirada por el profeta David: A summo caelo egressio eius, et occursus eius
usque ad summum eius. Desde la cima divina del cielo Él descendió sobre el
mundo para redimirlo y para salvarlo; consumada la obra de misericordia y de
piedad, Jesús asciende de nuevo al seno del Padre de donde había salido (Sal
18,7).
¡Qué gran misterio es éste! La victoriosa reconquista de todo el
género humano para la dominación directa de quien lo había creado; reconquista
esplendorosa de luz evangélica y de sangre divina derramada para nueva, íntima,
reconstrucción de toda alma creyente y de un nuevo orden social en la sucesión
de los pueblos y de los siglos eternos; prodigio de poder, prodigio de gloria
para Jesús Salvador, rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos.
Desde su primera aparición en el seno virginal de María y
después entre los vagidos y sonrisas de Belén, desde los silencios y su
escondida vida humilde y laboriosa durante treinta años, desde el anuncio del
Evangelium Regni a través de la Galilea y la Judea, y, por último, desde el
trágico epílogo de la Pasión hasta los esplendores victoriosos de la
Resurrección, hasta esta admirable Ascensión que enciende en luz sobrenatural a
nuestros ojos y penetra de gracia y exultación los corazones, ¡qué estupenda e
inefable sucesión, queridos hermanos e hijos, de acontecimientos! /Oh, qué
inesperada variación de aspectos fulgurantes que reflejan la íntima comunicación
de lo divino con lo humano, del cielo con la tierra!
Un instante más, una mirada más a este cuadro sublime.
Al llegar de Jesús al cielo cumple sus promesas. He aquí al
Espíritu Santo en las lenguas de fuego posadas sobre las cabezas de los reunidos
en el Cenáculo en trance de operar en los pechos aquella fecundación de gracia
de la que brota la Santa Iglesia en su distinta fisonomía de sociedad
sobrenatural y jerárquica, introduciéndola en su historia de reino de Dios
militante sobre la tierra para que se desenvuelva después en purgante más allá
de la tumba y, finalmente, triunfante en el cielo.
II. LA GLORIA DE LOS SANTOS EN LA ASCENSIÓN
Queridos hermanos e hijos:
La luz de la Ascensión se irradia desde este vértice en un
segundo aspecto de divina providencia en beneficio de la humanidad regenerada;
,un nuevo encanto, un prodigio inefable de gracia y de gloria.
Con Jesús que asciende a la diestra del Padre se abren las vías
del cielo para los hijos del hombre ganado ya para su primitivo destino de
criatura espiritual nacida para los eternos bienes.
Ya San Mateo, el primero de los evangelistas, había contado que
al morir Jesús sobre el Gólgota, además de extinguirse el velo del templo en dos
partes y removerse la tierra y las piedras, se abrieron también los sepulcros «et
multa corpora sanctorum qui dormierant surrexerunt, et exeuntes de monumentis
post resurrectionem eius venerunt in sanctan civitatem et apparuerunt multis»
(Mt 27,52-53)
¿Cómo no descubrir en este inesperado prodigio el primer esbozo
de la procesión que después de cuarenta días había de tener lugar desde el
Olivete por la vía luminosa de los cielos y para acompañar precisamente al
Redentor divino triunfante en el momento de tomar en su forma humana posesión
del reino eterno que el Cordero sacrificado por los pecados del mundo se había
asegurado por derecho sacro y glorioso?
Entre los padres y doctores que diversamente interpretan este
pasaje de San Mateo, el Aquinatense, en su Comentario, toma posición
decididamente junto a los que sostienen que corpora sanctorum qui dormierant
resurrexerunt —añade él—, tanquam intraturi cum Christo in coelum (Super
Evang. S. Matth., Lectura, c. XVII, ed. IV, 1951, n. 2395, p. 367; I.
Knabenbauer, S. J., Comment. in Evang. S. Matth., Pars altera, Parisiis,
1893, pp. 538-539).
Corresponde, pues, a los muertos del Antiguo Testamento, los más
próximos a Jesús —nombremos dos de los más íntimos en su vida, Juan Bautista, el
Precursor, y José de Nazaret, su padre putativo y custodio—, corresponde a ellos
—así piadosamente lo podemos creer— el honor y el privilegio de abrir este
admirable acompañamiento por los caminos del cielo; y procurar las primeras
notas al interminable Te Deum de las generaciones humanas que ascienden
siguiendo las huellas de Jesús redentor hacia la gloria prometida a los fieles
por su gracia.
Aun sin tocar aquí la grave cuestión acerca del número de los
elegidos, es, sin embargo, bien cierto que con el nombre de Jesús sobre la
frente y con su gracia en el corazón y en la vida, el cómputo de los buenos
discípulos y de los amigos de Jesús durante veinte siglos supera todo posible
cálculo y el cortejo que se inicia con la Ascensión debe consolar y alentar a
toda alma creyente y confiada en las promesas de Cristo.
Para nosotros, humildes sacerdotes del Señor y cuantos valientes
seglares nos siguen de cerca, familiarizados como estamos con los libros
sagrados de los dos Testamentos, los horizontes del espíritu se abren fácilmente
a confortadoras visiones acerca de los bienes asegurados al ejercicio de las
virtudes cristianas en la vida y en la fidelidad de los preceptos del Señor.
Sorprende felizmente comprobar cómo de los veintisiete libros del Nuevo
Testamento, el último que cierra la serie sea el Apocalipsis de San Juan, que
aparte de cierta dificultad sobre la inmediata interpretación de algunos pasajes
particulares de incierta significación, el conjunto nos proporciona un panorama
que nos hace descifrar los luminosos horizontes de la gloria de los elegidos
para quienes las tres denominaciones de la Iglesia Santa de Jesús, militante,
purgante, triunfante, se despliegan en una riqueza tal de energías espirituales
que nos infunde una íntima y alentadora tranquilidad para realizarlo todo, para
sufrirlo todo, con la mirada siempre fija en el rostro de Jesús, sereno, manso y
alentador.
Oíd cómo la voz del vidente de Patmos nos desvela los secretos
de cuantos siguen fieles y constantes la ley del Señor. Ved en primer lugar la
muchedumbre de los doce mil signados por cada una de las doce tribus de Israel.
Esta muchedumbre numerosa se desparrama en la amplitud del horizonte de modo que
nadie puede contarla con precisión, entre una multitud de todos los pueblos, de
todas las lenguas, de todas las naciones.
Contemplando este espectáculo surge espontánea la pregunta:
¿éstos, vestidos de trajes purpúreos, y éstos, ornados de blanca estola, y
aquellos otros que tienen en las manos ramas de olivo, quiénes son y de dónde
vienen y continúan llegando?
!Ah! Estos son los santos familiares de nuestro espíritu, de
nuestros ojos, de nuestra admiración. Los primeros y los más antiguos, pero
también los modernos; son los Apóstoles del Evangelio, los mártires, los
confesores, los vírgenes y las vírgenes, los misioneros, los Pontífices, los
sacerdotes y religiosos de toda clase y de todas las tierras.
Todos, todos están alegres ahora, pero todos ascienden de la
tribulación que les ha purificado y continúan subiendo y se colocan después en
torno al trono del Cordero, en torno a Jesús que ascendió primero y que hoy
habita con ellos y es su vida, fuente inagotada e inexhaustible de la felicidad
de los siglos eternos (Ap 7,17).
Oh, queridísimos hermanos e hijos. Este espectáculo que nos
llena de alegría los ojos y el corazón es siempre la solemnidad de la Ascensión
del Señor, que se prolonga y se duplica y celebra como su complemento en la
fiesta de Todos los Santos.
San Lucas inició la primera página del poema de nuestra vida
espiritual. El vidente de Patmos canta su epílogo. Las últimas palabras están
allí: "Ven Domine, Iesu" (Ap 22,20).
III. TAMBIÉN SAN GREGORIO BARBÁRICO
ENTRE LOS SANTO DE LA ASCENSIÓN
Obispo y Cardenal, confesor y Pontífice, por la proclamación de
hoy, adquiere en el culto de la piedad litúrgica y popular el puesto de honor y
de intercesión que la costumbre eclesiástica de siglos reconoce a los más
distinguidos.
El está preparado —como lo estuvo también hasta aquí— para
difundir sobre la Iglesia universal, ahora más que nunca, un rayo esplendoroso
de aquella 1uz divina de santidad pastoral que salva a los pueblos y amplía los
triunfos del reino del Señor.
En verdad la Providencia dispuso que transcurriera mucho tiempo
entre su muerte en Padua, en junio de 1697 y su presente exaltación aureolada en
este 26 de mayo de 1960 por el acto de la canonización. Pero mirando más a fondo
nos es fácil descubrir incluso en este retraso un designio de bondad celestial,
que todo lo dispone para advertencia y ejemplo saludable de la presente
generación.
Los progresos de la ciencia moderna, el descubrimiento de
insospechadas alegrías puestas al servicio de la vida presente, vienen
produciendo cierto encantamiento sobre la fácil medición del espíritu con las
asperezas indefectibles, que la voluntad, decidida a hacer honor a las propias
responsabilidades individuales y colectivas debe saber superar o sufrir.
Cuanto concierne al ejercicio de las virtudes cristianas en la
vida ordinaria de aquí abajo, se juzga más o menos importante con miras a
nuestra salud eterna y santificación, o de fácil compromiso con el espíritu del
mundo. Y esto produce una sensible adaptación a las llamadas exigencias del
pensamiento moderno, un dejar ir y un dejar correr los gustos y las modas del
siglo con aquel desgraciado estribillo: hoy se hace así; esta es la moda que
priva hoy; una superación de los tiempos vividos que, por lo demás, es flaqueza
si es que no es negación de la doctrina sustancial revelada que fue gloria de
nuestros padres transmitida a nosotros.
Pues bien, este nuestro San Gregorio Barbarigo fue un Prelado
modelo en el sentido más justo y amplio del término. Obispo de Bérgamo y a medio
siglo de distancia de San Carlos Borromeo, fue un imitador suyo admirable en la
aplicación de la legislación postridentina para el gobierno de la diócesis.
Trasladado a Padua y allí pastor infatigable de aquella grey, durante treinta
años hizo florecer en ella tal riqueza de instituciones eclesiásticas, de
cultura, de asistencia, de apostolado, que hizo veneradísima su persona e
inmortal su nombre, incluso para los siglos que siguieron a su laborioso paso.
Prelado de alta cultura científica, de física y de matemáticas, de literatura
latina, italiana y de las diversas lenguas de Europa y de Oriente; vigilante de
todas las formas más penetrativas del celo pastoral, fue realmente un gran
personaje de sus tiempos. Pero bajo el velo precioso de su modernidad él cultivó
ante todo un espíritu exquisitísimo de santidad auténtica, purísima, que le
permitió conservar la inocencia bautismal y crecer año tras año en el ejercicio
de las virtudes sacerdotales más altas y edificantes. Eran estas virtudes: una
fe que lo puso en guardia contra las sutilezas del quietismo y del galicanismo,
una confianza en Dios que le hacía familiar la elevación continuada de su
espíritu hacia Jesús, mediante jaculatorias continuas como dardos de amor, una
fortaleza impertérrita en circunstancias angustiosas que le hicieron decir con
el puño cerrado sobre el pecho: «color de púrpura, color de sangre; y que esto
os diga que por la justicia y por el buen derecho de Dios yo estoy dispuesto a
sacrificar mi vida». Una caridad inflamada de padre y de pastor desarrollada en
las formas más abundantes y variadas de la entrega de un gran corazón de hombre
insigne y de sacerdote venerable. La caridad es la esencia de la santidad y de
la caridad de San Gregorio Barbarigo os queremos dar, queridos hermanos e hijos,
todavía un nuevo testimonio esta tarde junto a la tumba de San Pedro.
Volviendo ahora sobre el objeto de estas nuestras sencillas
palabras y alegrándonos una vez más del misterioso y místico acontecimiento a
que ellas ponen un sello que se agrega a otros manuscritos u oficiales estos
días, es nuevo y legítimo motivo de complacencia ver aplicado a San Gregorio
Barbarigo cuanto según la doctrina fijada por el Papa Benedicto XIV, su obra
De servorum Dei beatificatione, libro IV, c.41, núm. 1, se refiere a rendir
honor a los santos de Dios proclamados tales bajo este nombre y en virtud de
canonización equipolente: per quam Summus Pontifex, aliquem Dei Servum in
antiqua cultus possessione existentem et de cuius heroicis virtutibus aut
martyrio, et miraculis constans est, historicum fide dignorum, communis assentio,
et continuata prodigiorum fama non deficit, iubet in universa Ecclesia coli per
Officii et Missae recitationem et celebrationem, determinato aliquo die,
etc.
Nuestro santo entra así de lleno en la luz y aplicación de esta
doctrina. Y Nos queremos felicitarnos devotamente con él viéndole elevado por la
Santa Iglesia a su puesto: stantem ante thronum, et in conspectu Agni,
amictum stola alba, et palma in manibus eius (Ap 7,9).
Para más completa alegría queremos indicaros, queridísimos
hermanos e hijos nuestros, la singular y bella corona de almas elegidas que
según el testimonio del Papa Benedicto XIV tuvieron el honor y el título de la
canonización equipolente como esta de hoy de San Gregorio Barbarigo. Hélos aquí,
vedlos marchar delante de nosotros en magnífico cortejo; los santos insignes y
veneradísimos siguientes: San Romualdo, San Norberto, San Bruno, San Pedro
Nolasco, San Ramón Nonato, San Juan de Mata y Félix de Valois, Santa Margarita
de Escocia, San Esteban de Hungría, San Wenceslao de Bohemia, San Gregorio VII,
Santa Gertrudis de Einsleben.
Otros santos fueron declarados desde el tiempo de Benedicto XIV
en adelante. León XII inscribió en esta lista a San Pedro Damián; Pío IX a San
Bonifacio, Apóstol de Alemania; León XIII hizo cuatro canonizaciones
equipolentes, las cuatro interesantísimas: San Cirilo y San Metodio (1880), San
Agustín de Cantorbery, San Juan Damasceno, San Beda Venerable; Pío XI agregó a
San Alberto Magno el 16 de diciembre de 1931 y Pío XII a Santa Margarita de
Hungría.
Igualmente grata nos rodea, como en invitación de gracia y de
gloria, la selecta falange de los alumnos de nuestros seminarios y colegios
eclesiásticos de Roma, de Italia y de todas las naciones y lenguas de la tierra.
El Pontificio Seminario Romano, depositario de la venerable
tradición tridentina, está aquí, en su casa, junto a la Basílica lateranense
como árbol vigoroso sobre la puerta del santuario que fue trasladado desde el
centro de la ciudad en 1913 por el decidido gesto pontificio de San Pío X. Con
viva complacencia queremos saludar junto a éste al instituto más antiguo en
orden de tiempo y de medios al Colegio Capránica, que según su tradición antigua
para la fiesta de la Ascensión acogió hoy al Papa a su entrada en Letrán. Está
bien conservar o recordar antiguos usos que edifican la piedad de los fieles. El
Colegio Capránica a lo largo de un siglo (1457-1565) recorrió como una pequeña
estrella el despertarse de una aurora providencial encaminada a determinar una
más sólida formación del clero secular cooperando al feliz apostolado que
transforma las almas de las diócesis, de las naciones. Sobre este horizonte, es
decir, en materia de seminarios, la gloria máxima es la de San Carlos Borromeo
en Milán. Entrevistas ya sus normas por las preciosas consultas de Trento y de
la Urbe; consultas en las que participó San Carlos en Roma pero cuya aplicación
acometió resueltamente en su diócesis. Desde Roma y desde Milán la chispa se
extendió por doquier suscitando fervores y llamas aquí y allá. Pero el más
grande imitador de San Carlos fue San Gregorio Barbarigo en Padua, donde el
Seminario, por orden suya, se convirtió en monumento que todavía después de tres
siglos se conserva in aedificationem gentium.
La gloria del Seminario de Padua es su máxima gloria; pero es
también una invitación a la búsqueda más profunda del tesoro de preciosas
energías y de excelsas virtudes a que abre paso la proclamación de su santidad.
Durante su Episcopado, San Gregorio Barbarigo estudió y vio todo
con proporciones de grandeza. A dos siglos de su beatificación en 1761, y a más
de tres siglos de su vida laboriosa y gloriosa, aquellas proporciones en
relación con las luchas y las victorias de la Santa Iglesia se han acrecentado;
acrecentado en el sentido de una comprensión más viva de las grandes exigencias
que el ejercicio de la vida del cristiano nos presenta hoy, no para el desánimo,
sino para el aliento del espíritu.
Entre los escritos inéditos de San Gregorio Barbarigo hay restos
de sus discursos, pronunciados tanto en Bérgamo como en Padua, en la fiesta de
la Ascensión. En su sencillez respiran elevadas miras y gran aliento para
desprenderse de las vanidades de la tierra y para rectificar las grandes y las
pequeñas intenciones de nuestra vida cotidiana.
A ello debe movernos a todos el gran ejemplo que San Gregorio
nos da en sus setenta y dos años de vida de perfección sacerdotal y episcopal y
la purísima doctrina cristiana que él transmitió fielmente a sus hijos.
Gran riqueza del cristiano el no contentarse solamente con el
ejercicio de las virtudes morales sino dar a todas las acciones gracia de unión
con Cristo y participación viva en su gracia.
La virtud es tan bella —decía el santo— que invita a todos a
seguirla y a encaminar las propias acciones hacia ella. Así actúan tantos
hombres valientes y virtuosos; así actúan todavía muchos cristianos; unos
sirviendo a la patria, otros ejerciendo la justicia, otros viviendo con
temperancia. No se puede decir que vivan mal ni que sus acciones sean
desaprobadas por Dios que reconoce como queridas hijas suyas a todas las
virtudes. Aprobadas por tanto, pero no premiadas con la vida eterna. Digo no
premiadas con la vida eterna porque se premian con cosas temporales, como
sucedió a los antiguos romanos que fueron favorecidos por Dios para ser los
dueños del mundo por las varias virtudes que tuvieron y ejercitaron.
Sólo a la pureza de intención le está reservado el premio de la
vida eterna y ésta consiste en una cosa tan razonable y justa como hacer todas
nuestras acciones para dar gusto a Dios, para servir a Dios.
Qué gran consuelo hay en las palabras de San Pablo: Sive
manducatis, sive bibitis, sive aliud quid faciatis, omnia in gloriam Dei facite
(1Co 10, 31).
Estas mismas cosas decía San Gregorio a sus hijos, y otras más
sencillas y significativas aún para su corrección y para su edificación.
Y todo esto a propósito de la Ascensión de Nuestro Señor al
Cielo y de nuestra ascensión con Él, en que se resumen las bellezas de nuestra
vida de valientes cristianos para el presente y para el futuro.
Llegado a este punto, el evangelista San Lucas termina con las
palabras más resumidas y preciosas de su narración: «después los condujo fuera,
junto a Betania, y levantando las manos los bendijo. Mientras los bendecía, se
separó de ellos y se elevó al cielo. Y ellos adorándole volvieron a Jerusalén
con gran alegría y estaban continuamente en el templo para alabar y bendecir a
Dios. Amén» (Lc 24,52).
Queridos hermanos e hijos: Aquí nos detenemos para continuar la
sagrada y solemne celebración. Sigamos en buena compañía con nuestro nuevo santo
Gregorio Barbarigo, para que él una su plegaria a la nuestra.
Que después de la misa nos siga él hasta el balcón exterior de
la Basílica, donde, renovando la antigua costumbre de nuestros antecesores
Pontífices, daremos en nombre de Jesús nuestra bendición Urbi et Orbi.
Al atardecer os esperamos en la Basílica Vaticana gustando
también nosotros la paz y el gozo de los Apóstoles cuando descendieron del Monte
Olivete donde Jesús se había elevado al cielo con sus Santos.
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