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Germana Cousin, Santa |
El pueblo de Pibrac, a unos kilómetros de Toulouse, se
levanta en las vertientes de una colina por cuya falda
corre un arroyo llamado el Courbet. No muy lejos, en
la llanura que domina este arroyo, en medio de un
paisaje muy descubierto cuya vista se extiende hasta los Pirineos
al sur, se encuentra una casa rústica de ladrillos y
adobes donde nació Germana Cousin en 1579. Su llegada al
mundo pareció señalar el fin tan deseado de las guerras
de religión, que habían ensangrentado durante años el reino, y
especialmente el Languedoc.
Maitre Laurent, el padre de Germana, honrado labrador,
gozaba en el pueblo de cierta consideración, puesto que llegó
a ser cónsul, o sea alcalde, en 1573 y 1574.
Era modesta su alquería, pero la explotación de varias fincas
le proporcionaba una renta decente. Entre los años 1575 y
78 casó en terceras nupcias con la que iba a
ser madre de nuestra Santita, con Marie Laroche. Nació Germana
enclenque, escrofulosa e impedida de la mano derecha; desde los
años más tiernos quedó huérfana. Hugo, su hermanastro, nacido de
la primera mujer, quedaba por amo de la casa. Le
llevaba a Germana unos treinta años, Su mujer, Armanda Rajols,
despiadada, mandona, regentaba sus cosas con dura mano; trataba reciamente
a la pobre tullida, que no valía para las labores
de casa y sólo podía prestar insignificantes servicios, como hilar
el copo o guardar las ovejas; la mantenía arrinconada como
pestífera con el fin de evitar que a nadie se
le pegara su repugnante escrófula. Hacía con Germana las veces
de madre una pobre sirvienta llamada Juana Aubian, quien descubría
sus llagas, las lavaba y curaba, llevando a la chiquilla
a su lado al amor de la lumbre, partiendo con
ella la comida y la cama hasta que la juzgaron
bastante crecida para que se echara a dormir sola debajo
de las escaleras del establo contiguo a las habitaciones de
la casa. La bondadosa Juana Aubian era una mujer profundamente
caritativa: no sabía leer ni escribir, pero poseía esa intuición
de las cosas sobrenaturales que el Señor deposita en las
almas sencillas y puras. Ella fue quien instruyó a Germana
en las verdades de la fe y abrió su corazón
al amor de Dios, hablándole de las maravillas que el
Salvador obra en favor de los desventurados.
Puesto que no valía
para ser empleada en las faenas del campo, Germana fue
arrinconada como pastora, sin que los suyos pudieran sospechar que,
al igual de los patriarcas, de Genoveva, la pastora de
Nanterre, o de Juana de Arco, la pastora de Domrémy,
este título iba a ser mas adelante su gloria y
la característica de su santidad, aunque la suya debía de
realizarse dentro de los estrictos límites de una vida del
todo oculta en Dios. Los vecinos de Pibrac sólo sabían
de ella que era tullida y atormentada por los duros
tratos de su madrastra: probaba ser sonriente y bondadosa, y
tan dedicada a la oración y frecuentación de la iglesia,
que le habían puesto el apodo de la beata. En
el campo, mientras vigilaba su rebaño se la veía postrarse
de rodillas tan pronto como se oía el tañido del
Angelus; a veces dejaba pacer a su rebaño y echaba
a correr hasta la iglesia: no se le desmandaban sus
ovejas, que seguían paciendo la hierba alrededor del huso, que
quedaba clavado en la tierra todo el tiempo que duraba
su ausencia. Fue notorio el hecho de que nunca se
las atacaron los lobos, a pesar de que la selva
de Bouconne cercana era la guarida de fuertes bandas, que
solían encarnizarse contra rebaños, niños y hasta labradores. Una secreta
virtud parecía salir de su huso y tenerlos a raya.
Esta
era la vida de Germana durante todo el año: en
los fuertes calores del verano como en las recias heladas
del invierno, cuidadosa y silenciosa, vigilaba su rebaño. Cuando cerraba
la noche se recogía con él y se pasaba las
noches durmiendo debajo de las escaleras del establo, junto a
sus ovejas, tan cerca del Niño Dios en el aprisco
de Belén como los pastores de Navidad. Por la mañana,
cuando salía a los pastos, se llevaba en el delantal
una ración de pan, no el mejor de casa por
cierto: se le reservaban los mendrugos, y ella misma los
iba a recoger en el arca, pan de la humillación
voluntaria de la pequeña Cenicienta, que no aspiraba a más
que al último lugar en casa. Este pan que se
le consentía, como las migajas caídas de la mesa de
los ricos, Germana lo compartía con los más pobres. En
aquel entonces se viajaba a pie; ¡cuántos vagabundos, peregrinos y
menesterosos en busca de pan iban y venían por los
caminos pidiendo delante de las puertas y a la entrada
de los pueblos! Germana los veía acercarse desde lejos, se
iba hacia ellos y, abriendo su delantal, compartía con ellos
el consuelo del pan y de su sonrisa. Quiso El
Señor manifestar con un prodigio notorio cuán agradable era delante
de Él la caridad de Germana.
Se aproximaba el término
de su vida. Armanda, que tenía barruntos de la prodigalidad
de la joven para con la gentuza, viéndola cierto día
marcharse de casa con una provisión que abultaba más que
acostumbraba, resolvió seguirla con un garrote en la mano, con
ánimo de confundirla delante de testigos presenciales de su fechoría,
hizo que parara delante de unos vecinos, tirándola bruscamente del
delantal. y ocurrió el milagro: a los pies de la
joven, desparramadas en el suelo, se le caían como llovidas
del cielo unas flores silvestres. Los testigos contemporáneos tuvieron cuidado
de añadir: "Y no era la estación de las flores".
Armanda, aterrorizada por el prodigio celeste, quería volver a mejores
sentimientos. "Vuelve con nosotros, te acomodaremos una buena habitación, comerás
con nosotros". pero Germana rechazaba con suavidad sus propuestas. Tenía
afición a su camaranchón: ¿acaso no era el mísero alojamiento
en el que Jesucristo Nuestro Señor le había comunicado su
consuelo y su alegría?
Tan estupendo milagro ocurrió algunos años
antes de su muerte; pero ya había sido glorificada por
Dios delante de los vecinos del lugar. El párroco de
Pibrac, don Guillermo Carné, se hacía lenguas de la santidad
de la joven, tan devota a los oficios y tan
caritativa con todos. Sabedor de las luces que Dios le
deparaba en los misterios de la fe, le dio permiso
para que diera la doctrina a los niños. Fue Germana
una maravillosa catequista; acudían a ella las criaturas en los
campos para oírla hablar de Dios, valiéndose de las cosas
visibles para poner al alcance de sus oyentes los altos
secretos de la realidad invisible, no de otra manera que
Nuestro Señor cuando enseñaba a los corazones puros y sencillos
en un maravilloso lenguaje de parábolas. A todos les inculcaba
su ardiente amor a la Eucaristía, puesto que solía comulgar
cada domingo, sin faltar en ninguna de las fiestas de
la iglesia. Un día, pues, dirigiéndose a la parroquia cuando
se preparaba a vadear el arroyo, se encontró con que
las aguas salidas de madre le impedían el paso. Las
gentes se reían de la beata. Pero Germana, con santo
atrevimiento, se prepara a cruzar las aguas como solía. Y
ocurrió el milagro: las aguas arremolinadas y sucias se apartan,
dejándola pasar a pie enjuto. Volvió a reproducirse el prodigio
después de la misa. La noticia se difunde en la
comarca y cunde la voz de que la pequeña pastora
del tío Lorenzo es una santa. En una canción popular
muy divulgada aparece Germana: se la llama la violeta de
Pibrac. Pero la Santa no hace caso de lo que
dicen de ella; sigue con su vida oculta, aguantando con
admirable paciencia sus miserias y trabajos, fiel a su condición
humilde, de secreto martirio, hasta su muerte.
Un sacerdote de
la diócesis de Auch, al hacer de noche el viaje
a Toulouse, y dos religiosos que habían encontrado asilo en
las ruinas de un antiguo castillo cercano a Pibrac, afirmaron
que en medio de la noche habían visto doce formas
blancas dirigirse hacia la llanura y levantarse después hacia el
cielo haciendo escolta a una joven vestida de blanco y
coronada de flores silvestres. Al entrar de madrugada en el
pueblo, se enteraron de que había muerto en la noche
una joven tullida tenida en fama por sus virtudes. Había
muerto Germana Cousin en aquella noche de junio de 1601,
sin ruido, sola, tal como había vivido, debajo de las
escaleras del establo.
Fue enterrada en la iglesia de Pibrac,
frente al púlpito, en la concesión que poseía su familia.
En 1644, al enterrar una allegada de Germana, el sepulturero
Guillermo Cassé descubre aterrorizado un cuerpo en perfecto estado de
conservación casi a ras del suelo. Era el cuerpo de
una joven que parecía haber sido enterrada el día anterior.
La noticia se difunde en el pueblo. Los ancianos reconocen
a Germana Cousin: su cuello lleva todavía las señales de
sus lamparones, la mano derecha no se parece a la
otra. Entonces vuélvense a contar los milagros ocurridos en vida
de Germana; queda expuesto su cuerpo en la iglesia y
se produce el primer milagro póstumo: la señora del castillo
de Beauregard fue curada de un absceso del seno que
ponía en peligro la vida de su recién nacido. En
testimonio de gratitud hizo donación de un ataúd de plomo,
en el que quedó depositada la preciosa reliquia del cuerpo
de la Santa.
Iba a empezar una serie de milagros
tan manifiestos, tan frecuentes y sonados, que hacen de Santa
Germana una de las más grandes taumaturgas de todos los
tiempos: paralíticos y ciegos, personas atacadas de abscesos infecciosos o
de incurables llagas purulentas, enfermos y tullidos que se acercaban
al sepulcro de Germana, se encontraban súbitamente curados durante la
santa misa. Los expedientes en los que constan los primeros
milagros fueron consultados en 1661 por don Jean Dufour, arcediano
de la catedral de Toulouse, y más tarde, en 1700,
por el párroco de la Dalbade; no obstante, tardaba el
proceso de beatificación a pesar de las curaciones milagrosas, que
no cesaban. Un legajo de documentos fue confiado en 1739
a un misionero apostólico en Mesopotamia para que lo entregase,
a su paso por Roma, a la Sagrada Congregación de
Ritos; dichos documentos debieron de extraviarse, puesto que nunca fueron
remitidos a Roma. En 1793, en pleno período revolucionario, los
miembros del Comité de Salvación Pública, queriendo llevar a cabo
un designio sacrílego de sustraer los "cadáveres” a la devoción
de las muchedumbres, se encarnizaron sobre el cuerpo de Germana,
arrojándole en un foso de cal viva, mientras se mandaba
el ataúd de plomo a Toulouse para que sirviera para
la fabricación de balas. Pasada la oleada revolucionaria, se descubrió
por segunda vez el cuerpo: apareció casi intacto, a pesar
de haber permanecido durante años bajo la acción de la
cal viva, Entonces se volvió a tratar del proceso de
beatificación.
En enero de 1845 el expediente era entregado, por
fin, a la Sagrada Congregación de Ritos. Gregorio XVI dio
su firma dos días antes de morir para aprobar los
trabajos de la Comisión apostólica. Fue Pío IX quien tuvo
la alegría de proclamar Beata a Germana en 1854, y
Santa en 1867. Al terminar el siglo no se contaban
menos de cuatrocientos milagros realizados por la intercesión de la
Santa. Para el proceso de beatificación sólo se retuvieron los
cuatro más conocidos: en 1845 la casa de las religiosas
del Buen Pastor, de Bourges, a quienes faltaba hasta el
pan, debe a su intervención dos multiplicaciones milagrosas de pan
y harina; en 1828 Jacquette Cathala, niña de siete años,
fue instantáneamente curada de un raquitismo incurable; Felipe Lucas, niño
de doce años, igualmente de una fístula en la cadera.
Entre los numerosos milagros realizados por la intercesión de la
Santa de Pibrac mentaremos el de que fue favorecida María
Teresa de España en febrero de 1845. La esposa de
don Carlos, que vivía exilada en Bourges, padecía de un
hipo tan alarmante con congestión de la garganta, que los
médicos habían abandonado toda esperanza de salvarla. Doña María Teresa
se puso al cuello una medalla de la Santa, se
durmió y despertó al día siguiente totalmente curada.
Las fiestas
de la canonización se celebraron con un esplendor incomparable tanto
en la capilla Sixtina como en la ciudad de Toulouse,
en medio de un alborozo general, que destaca la gran
popularidad que disfruta la Santa de Pibrac. Hoy en día
la aldea de Santa Germana sigue siendo un centro de
peregrinación donde acuden los fieles todos los domingos. Cuando se
celebra la gran peregrinación anual el 16 de junio, la
muchedumbre no cabe en la pequeña parroquia. Una basílica empezada
a levantar a principios de siglo está todavía sin acabar.
El actual párroco, superior de la Congregación de los Misioneros
de los Campos, confía en que su terminación ha de
ser obra de la devoción a la Santa, cuyo resplandor
sigue iluminando las tierras de Languedoc, a las que tanto
ha amado. Todo resulta maravilloso en la historia de Santa
Germana. Dios ha revestido a la flor de los campos
y el lirio de los valles de la gloria de
los santos para manifestar una vez más al mundo cómo
se complace en revelar a los humildes sus secretos misterios,
ocultos en su seno desde los orígenes de la creación.
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