¡Queridos hermanos y hermanas!
La fiesta del Corpus Domini es inseparable a la del Jueves Santo, de
la Misa de Caena Domini, en la que celebramos solemnemente la
institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo
se revive el misterio de Cristo que se ofrece a nosotros en el pan
partido o en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus
Domini, este misterio se ofrece a la adoración y a la meditación del
Pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento es llevado en procesión por
las calles de las ciudades y de los pueblos, para manifestar que Cristo
resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el Reino de los
Cielos.
Lo que Jesús nos ha dado en la intimidad del Cenáculo, hoy lo
manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no está reservado a
algunos pocos, sino que está destinado a todos.
(...) En la Eucaristía sucede la transformación de los dones de esta
tierra -el pan y el vino- con el fin de transformar nuestra vida e
inaugurar así la transformación del mundo. (...)
En la Última Cena, en la vigilia de su pasión, agradeció y alabó a
Dios y, de esta manera, con la potencia de su amor, transformó el
sentido de la muerte a la que iba a enfrentarse.
El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de
Eucaristía -acción de gracias-
expresa esto: que la transformación de la sustancia del pan y del vino
en el Cuerpo y Sangre de Cristo, es fruto del don que Cristo ha hecho de
sí mismo, don de un Amor más fuerte que la muerte, Amor Divino que lo
ha hecho resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la
Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de la vida.
(...)
Todo procede de Dios, de la omnipotencia de su Amor Uno y Trino,
encarnado en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por
esto sabe agradecer y alabar a Dios incluso frente a la traición y a la
violencia, y en este modo cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que
la división, la comunión de Dios mismo. La palabra "comunión", que
nosotros usamos para designar la Eucaristía, reasume en sí mismo la
dimensión vertical y la horizontal del don de Cristo. Es muy bella y
elocuente la expresión
recibir la comunión referida al
hecho de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos
en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida
que se da a nosotros y por nosotros.
Desde Dios, a través de Jesús, hasta llegar a nosotros: una única
comunión se transmite en la Santa Eucaristía. Lo hemos escuchado, de las
palabras del apóstol Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: “ La
copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?
Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos
un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan.(1 Cor 10,16-17).
(...)
Así la eucaristía, mientras que nos une a Cristo, nos abre a los
demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos,
sino que somo una sola cosa en Él. La comunión eucarística me une a la
persona que tengo al lado, y con la que, quizás, ni siquiera tengo una
buena relación, y también nos une a los hermanos que están lejos, en
todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por
tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, como
testifican los grandes Santos sociales, que fueron siempre grandes almas
eucarísticas.
Quien reconoce a Jesús en la Hostia Santa, lo reconoce en el
hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es forastero, desnudo,
enfermo, encarcelado; y está atento a todas las personas, se compromete,
de modo concreto, por todos los que tienen necesidad.
Del don del amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra especial
responsabilidad de cristianos en la construcción de una sociedad
solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestra época, en la que
la globalización nos hace, cada vez más, dependientes los unos de los
otros, el Cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se
construya sin Dios, es decir, si en el Verdadero Amor, lo que daría
lugar a la confusión, al individualismo, y la opresión de todos contra
todos.
El Evangelio mira desde siempre a la unidad de la familia humana,
una unidad no impuesta por las alturas, ni por intereses ideológico o
económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos
hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del
cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente
por el Sacramento del Altar que la comunión, el amor es la vía de la
verdadera justicia.
Volvemos ahora al acto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en
ese momento? Cuando Él dijo: Este es mi cuerpo que he dado por vosotros,
esta es mi sangre derramada por vosotros y por todos los hombres, ¿Qué
sucede? Jesús en este gesto anticipa el suceso del Calvario. Él acepta
por amor toda la pasión, con su sufrimiento y su violencia, hasta la
muerte de cruz; aceptándola de este modo, la transforma en una acto de
donación.
Esta es la transformación que el mundo necesita, porque lo redime
desde el interior, lo abre a las dimensiones del Reino de los cielos..
Pero esta renovación del mundo, Dios quiere realizarla siempre a través
de la misma vía seguida por Cristo, este camino, que es Él mismo. No hay
nada de mágico en el Cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a
través de la lógica humilde y paciente de la semilla de grano que se
parte para dar la vida, la lógica de la fe que mueve las montañas con el
suave poder de Dios. (...)
Mediante el pan y el vino consagrados, en los que están realmente
presentes su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a
Él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la
gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de donación,
como semillas de grano unidos a Él y en Él. Así se siembran y van
madurando en los surcos de la historia, la unidad y la paz, que son el
fin al que tendemos, según el diseño de Dios.
Llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen
María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos
simples semillas de grano, custodiamos la firme certeza de que el amor
de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia
y que la muerte.
Sabemos que Dios prepara para todos los hombres, cielos nuevos y
tierra nueva, en la que reinan la paz y la justicia, y en la fe
entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra verdadera patria. También esta
tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra amada ciudad de Roma,
nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el
Resucitado, que dijo "yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del
mundo" (Mt 28, 20).
¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene
nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque se hace de noche. Buen
Pastor, verdadero Pan, ¡Oh Jesús! ¡Piedad de nosotros; aliméntanos,
defiéndenos, llévanos a los bienes eternos, en la tierra de los vivos!
Amén.
Atrio de la Basílica Papal de San Juan de Letrán. Jueves, 23 de
junio del 2011. HOMILIA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN LA PROCESION DEL
CORPUS CHRISTI
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