En Brescia, en la región de la Lombardía, beata María Magdalena Martinengo, abadesa de la Orden de Clarisas Capuchinas, insigne por su abstinencia.
María Magdalena Martinengo da Barco nació en el seno de una noble familia en la ciudad italiana de Brescia, en 1687. Cuando tenía cinco meses perdió a su madre. Desde muy niña, se mostró inclinada a la devoción y a la mortificación y tuvo algunas experiencias en las que es difícil distinguir lo espiritual de lo patológico. Su deseo de «imitar todo lo que habían hecho los santos» no constituía un programa recomendable a ninguna edad.
A los dieciocho años, ingresó en el convento capuchino de Santa María de las Nieves de su ciudad natal. En 1706 hizo la profesión. Tres veces fue maestra de novicias y, durante algún tiempo, desempeñó el humilde cargo de portera. En 1732 y en 1736, fue elegida superiora y desempeñó su oficio con el mismo celo que los otros. Dios premió su generoso y desinteresado amor con experiencias místicas extraordinarias y con el don de milagros. La beata profesaba particular devoción a la coronación de espinas y, después de su muerte, se descubrió que llevaba bajo el velo, alrededor de la cabeza, una rejilla de puntas aceradas. Esta no era sino una de las mortificaciones más «ordinarias» de María Magdalena, cuyos detalles resultarían poco edificantes, ya que, según escribió un benedictino, muchas de sus mortificaciones se asemejaban a las «proezas de un fakir». Pero la beata las practicaba como una manera de expresar su amor al Redentor crucificado que había sufrido por ella y porque «un solo corazón es demasiado poco para amarle». Además, a la mortificación supo unir el cumplimiento de sus deberes de maestra de novicias y superiora, el amor del silencio y una gran mansedumbre en la conversación. Su muerte ocurrió en 1737, cuando tenía cincuenta años de edad. Fue beatificada en 1900.
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