lunes, 8 de diciembre de 2014

Verdades olvidadas

La recompensa eterna.
Hemos llegado, señores, al final de esta serie de conferencias cuaresmales. Como os anuncié ayer, en ésta mi última intervención, os voy a hablar del cielo. Voy a haceros un resumen de la teología del cielo, siguiendo, paso a paso, al Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, que interpreta maravillosamente, con su lucidez y profundidad habituales, los datos que nos proporciona la divina revelación en torno a la ciudad de los bienaventurados.
En nuestro lenguaje corriente y familiar, la palabra cielo la tomamos en sentidos muy diferentes. Los principales son tres: el atmosférico, el astronómico y el teológico. Vamos a echar un vistazo rápido a los dos primeros, para detenernos después en el tercero, que es el único que alude al cielo de nuestra fe.
El cielo atmosférico, señores, es uno de los espectáculos más bellos que podemos contemplar en este mundo. Cuando salimos a la calle en una mañana espléndida de primavera solemos exclamar entusiasmados: “¡Qué día más hermoso, qué cielo tan azul!”
Es cierto –lo sabíamos muy bien, aunque no nos lo hubiera recordado Argensola– que
...ese cielo azul que todos vemos
¡ni es cielo, ni es azul!
Cierto que no, Y, sin embargo, a pesar de que ese cielo azul que todos vemos no es el cielo de nuestra fe, algo nos dice y algo nos recuerda de él. Porque todo lo bello eleva el espíritu y le habla de la suprema y eterna belleza, de la cual las bellezas creadas no son sino huellas, vestigios, simples derivaciones y resonancias, a distancia infinita de la divina realidad.
¡Qué hermoso un amanecer en lo alto de una montaña! Allá en la provincia de Salamanca tenemos los dominicos un santuario famoso: el de Nuestra Señora de Peña de Francia. Situado en lo más alto de una ingente montaña, a mil setecientos metros de altura sobre el nivel del mar, se domina desde ella un panorama deslumbrador; pero nada iguala al espectáculo de la salida del sol en una tibia mañana del mes de agosto, sobre todo cuando el astro rey tornasola con reflejos inimitables aquel inmenso mar de nubes que se extiende en las estribaciones de la montaña cubriendo totalmente la hondonada del valle.
Otro espectáculo deslumbrador que nos proporciona el cielo atmosférico es una puesta de sol en la inmensidad del mar. En estos momentos me estoy acordando de las costas gallegas, de las rías de Pontevedra y de Vigo que tan maravillosamente describe Rosalía de Castro. Cuando al caer de una tarde veraniega, el sol se hunde poco a poco en el mar como para tomar un baño de placer, no hay pintor humano que pueda apoderarse con los colores de su paleta de aquella riquísima gama de colores, que el crepúsculo vespertino multiplica después con infinito alarde de matización.
Señores: el cielo atmosférico no es el cielo de nuestra fe. Y, sin embargo, nos habla, en cierto modo, de él, porque nos acerca a Dios, en cuya posesión y goce furtivos consiste el verdadero cielo.
Quizá más bello todavía, y desde luego mucho más impresionante que el cielo atmosférico, es el cielo de los astros: el llamado cielo astronómico. El espectáculo de una noche serena, cuajada de estrellas, es de los más deslumbradores que en este mundo cabe contemplar. Precisamente la contemplación de una noche estrellada arrancó a nuestro Fray Luis de León aquellas estrofas sublimes:
Morada de grandeza
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?
¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?
¡Ay!, despertad, mortales;
mirad con atención a vuestro daño.
Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
¿podrán vivir de sombras y de engaño?
Los Santos amaban la contemplación del firmamento tachonado de estrellas. Esos puntitos luminosos esparcidos por la inmensidad del firmamento como polvo de brillantes, les hablaban altamente de Dios. San Juan de la Cruz pasaba, con frecuencia, las noches contemplando extasiado las estrellas desde el ventanillo de su celda. San Ignacio de Loyola, contemplando una noche serena, desde la azotea de la casa profesa de Roma, les decía a sus hijos de la Compañía: “¡Oh, cuán vil me parece la tierra cuando contemplo el cielo!” A Santa Teresita del Niño Jesús le gustaba, ya desde pequeña, contemplar el cielo estrellado, donde le parecía ver escrito su nombre.
A simple vista se pueden contemplar de ocho a doce mil estrellas, según la potencia visiva del observador. Pero lo más admirable del cielo astronómico es precisamente lo que no se puede ver a simple vista: el número incalculable de las estrellas, su tamaño colosal, la formidable energía que en ellas se acumula, sus movimientos vertiginosos, las distancias fabulosas que las separan, la pasmosa organización de esa gigantesca maquinaria, que, cual reloj de maravillosa precisión, no se adelanta ni retrasa un segundo a todo lo largo de los siglos.
La Creación, señores, es un gigantesco reloj en movimiento. Con relación a otros astros, la tierra camina a paso de tortuga; y, recorriendo su elíptica alrededor del sol, camina nada menos que a 30 kilómetros por segundo. ¡Y es paso de tortuga!, porque algunas estrellas caminan a velocidades de miles de kilómetros por segundo. Y a esas velocidades fantásticas se entrecruzan en el espacio sin que se produzca jamás un choque ni la menor colisión.
Señores: un ilustre matemático francés, Moigno, nos dice que si se presentan dos cuerpos de diferentes tamaños, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, y los hacemos evolucionar el uno junto al otro, la ciencia puede organizar ese movimiento de tal manera que nunca tropiecen. Si son tres, el problema es ya de los más arduos. Si entran cuatro, la ciencia se declara en quiebra: no lo sabe organizar. Y, sin embargo, señores, millones y millones de estrellas y de astros, de diferente tamaño, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, andan dando vueltas, a velocidades vertiginosas, por la inmensidad del firmamento, entrecruzando sus elípticas, sin que se produzca jamás un choque, sin que estalle una catástrofe cósmica, sin que se perturbe en lo más mínimo “ese silencio imponente de los espacios infinitos” que asombraba a Pascal. Es el brazo omnipotente de Dios que está jugando con las estrellas como los niños con pompitas de jabón.
Asusta pensar en las distancias astronómicas que la ciencia moderna, con sus aparatos perfectísimos, ha logrado medir con admirable precisión. La estrella más cercana a nosotros es el Alfa de Centauro. No se ve en Europa, pero sí en América: está en el otro hemisferio. Es nuestra vecina, y, sin embargo, dista de nosotros más de cuatro años luz. Eso quiere decir que la luz, que camina a la espantosa velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, tarda más de cuatro años en llegar a nosotros. Si tuviéramos que recorrer esa distancia en un avión a la velocidad de 1.000 kilómetros por hora, tardaríamos en llegar al Alfa del Centauro, la estrella más cercana a nosotros, cerca de cinco millones de años. Y es nuestra vecina, señores. Está ahí, detrás de la puerta. Hay estrellas que distan de nosotros varios millones de años luz, que recorridos con el avión que acabamos de hablar arrojaría una cantidad fabulosa de millonadas de siglos. ¡Qué grandeza, qué inmensidad la de Dios, que desde el principio de la Creación viene sosteniendo y gobernando esos mundos inmensos sin cansancio ni menoscabo de su brazo omnipotente!
Y si del mundo de lo inmensamente grande pasamos al de lo inmensamente pequeño, nos encontramos con prodigios tan grandes o mayores todavía. Porque nos dice la ciencia astronómica, señores, que el sol, la estrella central de nuestro sistema planetario, está lanzando al espacio continuamente nada menos que 250 millones de toneladas de fotones –átomos de luz– por minuto. Pero que nadie se asuste creyendo que los días del astro rey están contados en virtud de esa pérdida enorme y continua de energía. Que nadie tema por la muerte del sol; porque, aunque es una estrella pequeñísima comparada con otras muchas estrellas del firmamento, es, sin embargo, tan grande, que puede permitirse el lujo de ir perdiendo cada minuto 250 millones de toneladas, al menos durante 200.000 siglos, según ha calculado la ciencia astronómica moderna.
¡Qué cosa tan grande es el cielo astronómico, señores! ¿Qué otra cosa puede darnos una idea tan impresionante de la inmensidad de Dios, que está jugando con todo eso, vuelvo a repetir, como los niños con pompitas de jabón? Con razón dice el salmo, aludiendo al cielo astronómico, que “los cielos cantan la gloria de Dios”.
Pero ese cielo tan deslumbrador no es nuestro cielo, no es el cielo de la fe. El cielo de la fe, la patria de las almas inmortales está incomparablemente más arriba todavía. Ya es hora de que comencemos a exponer la teología del verdadero cielo. Hasta aquí me he limitado a ambientar un poco la grandeza del cielo cristiano hablándoos del cielo de los astros; ahora voy a comenzar la explicación de la teología del cielo de las almas, del cielo sobrenatural que nos aguarda más allá de esta vida.
Para poner orden y claridad en mis palabras, voy a dividir mi exposición en dos partes. En la primera os hablaré de la gloria accidental del cielo; en la segunda, de la gloria esencial. Y en la gloria accidental, todavía voy a establecer un subdivisión: primero la gloria accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.
Vamos a empezar por lo de inferior categoría, por lo más imperfecto: la gloria accidental del cuerpo. Y os advierto, antes de comenzar la descripción del cielo teológico, que no voy a deciros absolutamente nada que no se apoye directamente en la divina revelación. No voy a proyectar ante vosotros una película fantástica, pero soñada. No son datos de una imaginación enfermiza o calenturienta; no son sueños de un poeta. Son datos revelados por Dios. Los podéis leer en la Sagrada Escritura: ¡los ha revelado Dios! Lo único que voy a hacer es daros la interpretación teológica de esos datos revelados, debida al genio portentoso del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino. Pero, fundamentalmente, lo que os voy a decir no lo ha inventado Santo Tomás ni ningún otro teólogo. Son datos revelados por Dios en las Sagradas Escrituras.
Decimos en teología, señores, y es cosa clara y evidente, que la gloria del cuerpo no será más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma. En la persona humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente secundaria. El alma puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo; el cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el alma.
En este mundo estamos completamente desorientados. Concedemos más importancia a las cosas del cuerpo que a las del alma. Se pone el cuerpo enfermo y le atendemos en el acto con medicinas y tratamientos y sanatorios y operaciones quirúrgicas, y todo lo que sea menester para recuperar la salud. Y son legión, señores, los que tienen enferma el alma, y quizá del todo muerta por el pecado mortal, ¡y ríen y gozan, y se divierten y viven completamente tranquilos, como si no les ocurriera absolutamente nada! ¡Qué aberración, señores! Cuando veamos las cosas a la luz del más allá, veremos que las cosas del cuerpo no tienen importancia ninguna; lo esencial es lo del alma, lo que ha de durar eternamente.
En el cielo funcionan las cosas rectamente. La gloria del cuerpo no será más que una redundancia, una simple derivación de la gloria del alma. El alma bienaventurada, incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya actualmente, en el momento de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse el hecho colosal de la resurrección de la carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza. Ocurrirá algo así como lo que pasa en un farolillo de cristales multicolores cuando encendemos una luz dentro de él: aparece todo radiante, lleno de luz y de colorido. El cuerpo, al resucitar, al ponerse en contacto con el alma glorificada, se pondrá también incandescente de gloria, lleno de luz y de hermosura, según el grado de gloria que Dios le comunique a través de su propia alma. Por eso os decía que la gloria del cuerpo será una simple consecuencia de la gloria del alma. Y sabemos por la Sagrada Escritura, porque lo ha revelado Dios, que el cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.

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