lunes, 1 de diciembre de 2014

Soltar el corazón


Soltar los frenos que el desgaste y las malas experiencias del camino le van imponiendo





El corazón tiene sus frenos. Y menos mal, pues a veces se desliza hacia pendientes empinadas y necesita detenerse. Pero existe también el peligro contrario. El de ir el corazón con el freno puesto, sin jamás correr por la vida, aunque tenga por delante una avenida franca. 

Las autopistas alemanas, en algunos tramos, no tienen límites de velocidad. Más aún, algunas veces la autoridad recomienda no ir por debajo de los 140 km/h. Pienso que en la vida debería haber una recomendación similar para el amor, un límite inferior por debajo del cual nadie debería circular. Como es obvio, para circular a tal velocidad de amor es preciso soltar todos los frenos del corazón.

El primero es el egoísmo. Es el “freno de mano”. Recuerdo que una vez salí de casa, me subí al auto y me fui hasta la oficina con el freno de mano puesto. Todo el tiempo sentí el coche extraño sin saber por qué. ¡Claro: el coche iba frenado! Y sólo me percaté del problema cuando empezó a oler mal. Así es el egoísmo. Limita la velocidad del corazón a 20 o 30, pudiendo ir a 200 o 300 kilómetros de amor por hora. Además, el egoísmo consume demasiado. Con el freno puesto, el corazón da pocos kilómetros de amor por litro de esfuerzo. Así no se puede entrar en las grandes autopistas del amor; se prefieren las estrechas callejuelas de la tacañería.

El segundo freno es el miedo. Es el “freno de pie” del corazón. De hecho, cuando se enseña a conducir, si el auto es de transmisión automática, la primera regla es no utilizar los dos pies: uno sobre el acelerador y otro sobre el freno. Hay personas que jamás aceptan esta regla y llevan siempre un pie pisando el freno: “Por si acaso…”, dicen. Algo parecido les sucede a quienes tienen miedo de entregarse, de abrirse, de exponerse. Tal vez han tenido ya algún “accidente” y su corazón ha resultado herido o, por lo menos, lastimado. Desgraciadamente, lo que vale para las apuestas también vale para el corazón: “el que no arriesga, no gana”. Y corazón que no se entrega, se seca.

Un tercer freno es la discordia. Es el “freno de motor” del corazón. Quienes conducen autos de transmisión manual o “de cambios o marchas”, saben muy bien lo que significa frenar con motor: al ir a cierta velocidad se mete una marcha inferior (normalmente tercera o segunda), el motor se revoluciona y el auto se frena. Lo mismo hace la discordia en el corazón propio y ajeno. “Discordia” significa, etimológicamente, “disparidad de corazones”. La discordia divide en lugar de unir; opone en lugar de asentir; resta en lugar de sumar. Se diría que la discordia no es sólo un freno; a veces es la mismísima reversa del amor. Y hay gente que en esto se entretiene como su pasatiempo favorito: crea polémica, atiza pleitos, siembra cizaña, inflama rencillas. De este modo no sólo frena el propio corazón sino también el de los demás.

         Hay épocas del año que interpelan nuestro corazón y lo invitan a soltar los frenos que el desgaste y las malas experiencias del camino le van imponiendo. Épocas que incentivan la aceleración del corazón a impulsos de nuevas descargas de generosidad, de confianza y de concordia. La generosidad suelta el freno del egoísmo; la confianza, el del miedo; y la concordia, al sincronizar los corazones, libera el freno de la discordia.

Si es verdad que el corazón necesita frenos, también hay que saber soltarlos y, llegado el momento, meter el acelerador del amor a fondo. En cualquier caso, parafraseando las palabras del Papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium” sobre la Iglesia, es preferible un corazón accidentado por amar de más que un corazón enfermo por amar de menos.


Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los librosVicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente coordina la pastoral familiar del Movimiento Regnum Christi y trabaja apostólicamente en Roma.   

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