martes, 16 de diciembre de 2014

La vista del crucifijo debe reanimarnos en la confianza






Si alguna vez, en las luchas interiores, sintieren flaquear la confianza, mediten los pasajes del Evangelio que acabo de indicar. Miren demoradamente el Crucifijo.
Contemplen esa Cruz ignominiosa, sobre la cual expira el Salvador. Miren su pobre cabeza coronada de espinas, que pende inerte sobre el pecho; consideren los ojos vidriosos, la faz lívida donde se coagula la preciosísima sangre. Miren los pies y las manos traspasadas, el cuerpo rasgado. Fíjense sobre todo en el Corazón amantísimo que acaba de ser abierto por la lanza del soldado: de él corren unas pocas gotas de agua ensangrentada. ¡Nos dio todo! ¿Cómo será posible desconfiar de ese Salvador?
Él espera nuestra retribución.
En nombre de su amor, en nombre de su martirio, en nombre de su muerte, tomen la resolución de evitar de ahora en adelante el pecado mortal.
La debilidad es grande, bien lo sé, pero Él los ayudará. A pesar de toda la buena voluntad, tal vez tengan caídas y reincidencias en el mal, pero el Señor es misericordioso. Sólo pide que no se dejen adormecer en el pecado, que no se empantanen en los malos hábitos. Prométanle confesarse pronto y nunca pasar la noche teniendo sobre la conciencia un pecado mortal.
¡Felices ustedes, si mantuvieran valerosamente esa santa resolución! Jesús no habrá derramado por ustedes, en vano, su preciosa sangre. Tranquilícense con respecto a sus disposiciones interiores. Tendrán así el derecho de afrontar con serenidad el angustioso problema de la predestinación: llevarán sobre la frente la señal de los elegidos. 
(De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Laurent) 


Comentario: 

Los santos no son quienes nunca cayeron en pecado, sino más bien son quienes jamás se cansaron de levantarse una y otra vez de él.
No vivamos en pecado mortal, y si hemos tenido la desgracia de cometer un pecado grave o mortal, confesémonos enseguida con el sacerdote, haciendo antes un acto de contrición perfecta para ya ponernos en gracia de Dios hasta que vayamos al sacerdote.
Y aunque caigamos mil veces, otras tantas debemos levantarnos. Y si nuestras caídas nos sirven para hacernos humildes, ¡tanto mejor! Porque está aquel dicho popular que dice: “Puros como ángeles, y soberbios como demonios”. ¿De qué nos serviría no caer nunca en pecado siendo unos soberbios? Por eso a veces Dios permite que caigamos del pedestal en que nos creemos situados, y que cometamos los pecados más vergonzosos, para hacernos humildes, porque palpamos nuestra nada y miseria, y entonces no hay peligro de que nos ensoberbezcamos.
Ojalá no pequemos ya mortalmente. ¡Pero atención! atribuyámoslo más a Dios que nos cuida siempre, que a nosotros, porque si bien tenemos buena voluntad, también es cierto que si Dios nos dejara un instante de su mano, caeríamos en las culpas más graves.
Pensemos en estas cosas para no creernos santos, sino que si ya no pecamos mortalmente es por gracia de Dios, y quizás los demás no tienen esta gracia, y debemos compadecerlos.
Siempre la humildad es buena para todo, ya sea que seamos culpables o inocentes, lo que Dios quiere de nosotros es que nos mantengamos en la humildad.

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