sábado, 13 de diciembre de 2014

El increíble acontecimiento que ocurre en cada confesionario

 Un sacerdote y un penitente, y Jesús en medio, consolando, abrazando, diciéndote emocionado: eres especial para mí, y te amo
No me hago ilusiones. Me sé pecador, como otros, como cualquiera. Esta es mi condición: soy hijo de Dios y a menudo camino con el alma manchada, sucia, pestilente.

Aun así, me considero afortunado. Las gracias sobreabundan, para los que quieren recibirlas. Por eso suelo confesarme cada quince días. Sé que el más leve pecado ofende a Dios, lo entristece. Y yo quiero tenerlo contento. También me duelen mis pecados.

Sé que Dios nos quiere santos, porque desea vernos felices. Sabe que los santos, por la gracia que portan, son inmensamente felices. Viven cada instante en la presencia de Dios. Lo saben a su lado, en ellos. Esta certeza les da la serenidad y la fortaleza que necesitan para compartir sus experiencias y seguir adelante. Sorprende el Amor que Dios les da, para amar y vivir el Evangelio.

Pero, ¿quién puede ser santo en estos días? Un sacerdote amigo me dijo estas palabras consoladoras: “Santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”.

Lo he pensado mucho. Trato de levantarme cada vez que caigo y le pido al buen Dios me conceda la gracia de su Amor.   Sé que teniendo su amor, será más difícil que caiga. El que ama hace lo correcto, lo que le agrada a Dios. Ese amor lo guarda y protege. Le muestra el camino y lo ayuda a perseverar. Cuando amas a Dios no quieres ofenderlo, sino amarlo más. Vives “pedacitos de cielo” estando en la tierra.

Un amigo que encontré en la fila del banco hace unos días me dijo emocionado: “Me he encontrado con Dios. Decidí cambiar mi vida. Hice una confesión sacramental que me liberó de mis cargas. Fue como si tomara una piedra enorme, muy pesada y me la quitara de los hombros. ¡Qué alivio!”.

No es el primero que me lo comenta. He sabido de muchos que vivieron alejados de Dios, por años. La tristeza de sus pecados les consumía. Hasta que llegó el día de la gracia. Se confesaron con un sacerdote y empezaron una nueva vida.

Les comprendo perfectamente. Es increíble lo que ocurre en cada confesionario. Un sacerdote y un penitente. Y Jesús en medio, consolando, abrazando, diciéndote emocionado: “Eres especial para mí.  Y te amo desde una eternidad”.

Lo que me ilusiona de cada confesión es saber que limpio mi alma, que Dios me perdona y olvida todo el mal que hice. Haz la prueba. Es una gran oportunidad que se te brinda.

 Estas palabras pronunciadas por el sacerdote me llenan de júbilo y agradecimiento: “Tus pecados han sido perdonados. Vete y no peques más”.

Salgo del confesionario renovado, feliz, con el alma limpia, agradecido por esta nueva oportunidad de vida. Y le pido a Dios las fuerzas, la gracia que necesito, para no pecar más.

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