martes, 9 de diciembre de 2014

El Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación

«El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44)






3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación
Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.
Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).
Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.
Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que contendían los judios entre sí con respecto a Cristo.- Por ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»
Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atetenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno». Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre». ¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).
Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medidá de la pureza, espiendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo. Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44).
Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?
Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».- Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en ei santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.
Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda conviértese en eoo de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.

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