viernes, 5 de diciembre de 2014

(113) Católicos y política –XVIII. ¿Qué debemos hacer?. 5


–¿Terminamos con la oración en la política o no? Ya está bien. 
–Terminamos. Pero me temo que aunque escribiera diez artículos más sobre el tema, tal como está el patio, no sería bastante.
La oración de la Iglesia es, por el favor de Dios, la causa principal de la salud política de un pueblo.Consiguientemente, la causa principal de las enfermedades sociales públicas es la falta de oración. Como hemos comprobado con varios ejemplos, la oración de la Iglesia no sólo abre a los dones espirituales de Dios, sino también a sus bendiciones temporales. «Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor» (Sal 143,15). «Dichoso el pueblo que sabe aclamarte [y clamar a ti]: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro» (88,16).
Quiso Dios que los Sacramentarios fundamentales de la Liturgia latina se formaran precisamente cuando los Concilios declararon la doctrina católica de la gracia; por ejemplo, en el concilio de Orange (529). Por eso las oraciones litúrgicas tienen hasta hoy la humildad y la confianza, la audacia y la alegría que nacen de la verdadera teología de la gracia. Transcribo del Liber Ordinum –el que se usaba en la España visigótica, en tiempos de San Leandro (+600), San Isidoro (+636) o San Ildefonso (+667)–, la oración de una misa sobre los enemigos (Missa de hostibus):
«Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, observa, te lo pedimos, la soberbia de nuestros enemigos y mira nuestra humildad. Contempla el rostro de tus santos y muestra que Tú no abandonas a los que en ti confían y que humillas en cambio a los que presumen de sí mismos y se glorían de su propia fuerza. Tú eres el Señor Dios nuestro, que desde el principio disipas las guerras, y el Señor es tu nombre. Extiende tu brazo, como en otro tiempo, y destruye con tu fuerza la fuerza de nuestros enemigos. Que en tu cólera se desvanezca la fuerza de ellos, para que tu casa permanezca en la santidad y todos los pueblos reconozcan que Tú eres Dios y que no hay otros dioses fuera de ti. Amén».
Estas liturgias antiguas son muy conscientes de la impotencia del hombre, de las miserias del mundo presente y de la misma Iglesia, y del poder de Cristo Rey para salvar a su pueblo. Son, en fin, muy realistas, muy verazmente situadas in hac lacrimarum valle. Por eso, siendo tan humildes y suplicantes, dieron cumplimiento a la palabra de Cristo: «yo he vencido al mundo» (Jn 16,33), y alcanzaron de Dios, concretamente en España, la paz y la unidad católica de la nación. Por el contrario, la Iglesia local que desfallece en la oración de súplica por el bien temporal del pueblo, y que pone su confianza en el hombre –partidos, congresos, políticos cristianos, manifestaciones, campañas, coaliciones declaradas o encubiertas con apóstatas y paganos– va experimentando una derrota tras otra.
Todos de rodillasLa tradición de la liturgia judía y cristiana asocia en la oración las actitudes espirituales y las corporales. El rey Salomón rezaba «arrodillado ante el altar de Yavé, con las manos elevadas al cielo» (1Re 8,54). Y ante Jesús «ha de doblarse toda rodilla en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,5-11). Así es como la Iglesia, ante todo orando, consiguió de Dios providente la formación de los pueblos cristianos, y dió cumplimiento a la profecía del Señor: «ante mí se doblará toda rodilla» (Is 45,24).
San Justino (+163) dice: «¿quién de vosotros ignora que la oración que mejor aplaca a Dios es la que se hace con gemido y lágrimas, con el cuerpo postrado en tierra o las rodillas dobladas?» (Diálogo con Trifón 90,5). San Gregorio Magno predica al pueblo cristiano reunido en una statio: «vemos, muy queridos hermanos, qué inmensa muchedumbre os habéis congregado aquí; y cómo os arrodilláis en tierra, y golpeáis vuestro pecho, y clamáis en voces de súplica y de alabanza, y bañáis vuestras mejillas con lágrimas» (Hom. sobre Evangelios I,27,7).
Clamor de la Iglesia en la aflicción. En el siglo XII, o quizá antes, en tiempos de grandes calamidades, comienzan a practicarse en algunas Iglesias ciertas oraciones públicas con ritos especiales, como es el clamor in tribulatione. Según la gravedad del mal público, menor o mayor, la Iglesia local organizaba un clamor parvus o bien, en las calamidades peores, un clamor magnus. Los ritos eran diversos, aunque con líneas comunes. Por ejemplo, en el monasterio benedictino de Farfa, próximo a Roma, después del Paternoster de la misa solemne, los ministros cubren el suelo ante el altar con un amplio cilicio –tejido hirsuto de pelos, oscuro, que se usaba en los funerales–, y colocan sobre él un crucifijo, el evangeliario y reliquias de santos. Todos se postran en tierra, y el celebrante, ante las especies eucarísticas consagradas y las reliquias de los santos, recita en alta voz la oración In spiritu humilitatis:
«En espíritu de humildad y con el ánimo contrito [Sal 50,19], Señor Jesús, Redentor del mundo, nos acercamos a tu santo altar, a tu sacratísimo Cuerpo y Sangre, y en tu presencia nos confesamos culpables de nuestros pecados, por los cuales somos justamente oprimidos. A ti, Señor, acudimos. Postrados, Señor Jesús, ante ti clamamos, pues hombres malos y soberbios, confiando en su fuerza, nos atacan por todas partes… Levántate, pues, en nuestra ayuda, Señor Jesús; confórtanos y ven en nuestro auxilio; vence a los que nos combaten, humilla la soberbia de quienes nos persiguen… Tú sabes, Señor, quiénes son ellos. Sus nombres, cuerpos y corazones son conocidos por ti antes de que nacieran. Por eso, oh Dios, aplícales tu justicia con tu fuerza poderosa, haz que reconozcan la maldad de sus obras y líbranos por tu misericordia. No nos desprecies, Señor, cuando a ti clamamos en la aflicción, sino más bien, por la gloria de tu Nombre, ven a visitarnos en la paz, sacándonos de la angustia presente» (cf. A. de Santi, La preghiera liturgica nelle pubbliche calamità, «La Civiltà Cattolica» 1917,2: 54-55).
Preces en postración. Un rito semejante, pero distinto, se celebra también en los siglos XIII-XVI. En el misal de Salisbury se le da el bello nombre de preces in postratione. El Papa Nicolás III, en 1280, para pedir defensa ante los turcos y la liberación de Jerusalén, ordena en la Bula Salutaria que en todas las misas, después del rito de la paz y del Paternoster, se postren todos, y después de un salmo y el Kyrie eleison, se rece: «–Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. –Gobiérnalo y hágase la paz por tu poder. –Señor, escucha mi oración. –Y mi clamor llegue hasta ti», etc.
Las procesiones penitenciales, semejantes a las que se hacían con ocasión de las antiguas estaciones, recitando las letanías de los santos, adquieren a partir del siglo XV una fisonomía nueva y propia, y son a veces impulsadas por los mismos Papas. Calixto III (+1458), por ejemplo, con ocasión de las invasiones turcas en Hungría, escribe en 1456 una encíclica a todos los obispos de la Iglesia , y prescribe en ella que todos los primeros domingos de mes se hagan procesiones generales, a las que nadie debe faltar, ni siquiera las monjas de clausura. Éstas harán la procesión en su claustro, rezando los siete salmos penitenciales y las letanías de los santos. La Misa compuesta para esta ocasión, se halla en el Misal de San Pío V, de 1570.
Ante Cristo en la Eucaristía. A medida que en estos siglos crece el culto a la Eucaristía fuera de la Misa, estas reuniones y procesiones penitenciales de oración suplicante van siendo centradas por la Iglesia cada vez más en la devoción a la Eucaristía. El Papa Pío II, por ejemplo, en un consistorio de 1463, convoca urgentemente a los príncipes cristianos en defensa de la Cristiandad frente a los turcos. Y une a esa llamada a las armas una convocatoria a la oración: «como Moisés oraba en la cima del monte, mientras los suyos luchaban contra los amalecitas, así nosotros, puestos ante el mismo Señor nuestro Jesucristo, presente en la divina Eucaristía, imploraremos salud y victoria para nuestros soldados combatientes» (A. de Santis, ob. cit. 66).
El Rosario. Se comprende muy bien que el pueblo cristiano, cuando se ve en las mayores angustias, se acoja al amparo de la Virgen María y solicite su intercesión infalible, ya que Cristo en la Cruz se la dió como Madre (Jn 19,27). Entre las oraciones a la Santísima Virgen que han tenido una difusión universal la más antigua es Sub tuum præsidium, hallada en un papiro del siglo III: «bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Se da ya en esa oración el sentido principal de tantas otras oraciones que «los desterrados hijos de Eva, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas», venimos dirigiendo hace siglos a la Virgen, que es dulzura y esperanza nuestra: «ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos» (Salve Regina).
El Avemaría se forma a lo largo de la Edad Media, y el Rosario que la multiplica viene a ser hasta nuestro tiempo el Oficio divino más difundido en el pueblo cristiano. Es la principal oración suplicante de la Iglesia en las pruebas de su tormentosa historia. Los Papas han apoyado siempre su rezo con insistencia. León XIII publicó nueve exhortaciones apostólicas sobre el Rosario (1883-1897), los Papas siguientes continuaron impulsándolo, y Pablo VI, por ejemplo, escribió sobre él dos de sus siete encíclicas, Mense maio (1965) y Christi Matri (1966).
Al Rosario se atribuyó muy especialmente la victoria decisiva sobre los turcos en la batalla de Lepanto (1571). Y el Papa San Pío V, conmemorando el día de esa victoria, el 7 de octubre, estableció la fiesta litúrgica de Nuestra Señora del Rosario. El Senado veneciano puso en el Palacio de los Dogos estas inscripción: «ni fuerzas, ni armas, ni jefes: la Señora del Rosario es la que nos ha ayudado en la victoria». En el siglo pasado, en 1917, en las apariciones de Fátima, la Madre de Cristo pide una y otra vez a los videntes y al pueblo cristiano que «continúen rezando el rosario todos los días en honor de Nuestra Señora del Rosario para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque solo Ella lo podrá obtener».
Las Cuarenta Horas. La devoción de las Cuarenta Horas consiste en adorar a Cristo en la Eucaristía de modo ininterrumpido, día y noche, durante cuarenta horas, recordando el tiempo que permaneció muerto. Esta devoción, partiendo de tradiciones muy antiguas, llega a su forma plena en el siglo XVI.
San Agustín (+430) considera que «desde la muerte de Cristo hasta el amanecer de su resurrección hay cuarenta horas… Nadie, por necio y menguado de alcances que sea, osará afirmar que estos números carecen de misterioso significado en la Escritura» (Ciudad de Dios IV,6, 10; +De Trinitate 4,6). Cristo muere el viernes, a la hora de nona, hacia las 3 de la tarde (Lc 23,44), y tres días después, al amanecer del domingo, hacia las 7 horas, resucita (Mt,28,1). Ha estado, pues, cuarenta horas muerto. Adorando su pasión y su muerte, nos atrevemos a pedirle a Dios todo lo que necesitamos.
La devoción de las Cuarenta Horas alcanza su plenitud a principios del siglo XVI, especialmente en Milán, y en seguida en Roma, cuando ese tiempo continuado de adoración se hace precisamente ante la Eucaristía. Es promovida por grandes santos –Antonio María Zaccaria, Felipe Neri, Carlos Borromeo, Benito José Labre– y también, desde el principio, por los Papas. Recordemos la encíclica Graves et diuturnæ del Papa Clemente VIII (1592), y su Instrucción sobre las Cuarenta Horas de la misma fecha. La implantación de las Cuarenta Horas alcanzó una difusión tan universal en la Iglesia que el Código de Derecho Canónico de 1917, vigente hasta 1983, dispone que
«en todas las iglesias parroquiales y demás donde habitualmente se reserva el Santísimo Sacramento, debe tenerse todos los años, con la mayor solemnidad posible, el ejercicio de las Cuarenta Horas en los días señalados, con el consentimiento del Ordinario local. Y si en algún lugar, por circunstancias especiales, no se puede hacer sin grave incomodidad ni con la reverencia debida a tan augusto Sacramento, procure dicho Ordinario que al menos en ciertos días, por espacio de algunas horas seguidas, se exponga el Santísimo Sacramento en la forma más solemne» (c. 1275).
Esta tradición de oraciones comunitarias suplicantes, que es continua en toda la historia de la Iglesia, está casi perdida en no pocas Iglesias locales de hoy. Quedan las témporas de acción de gracias y de petición, un día al año. Quedan comunidades religiosas contemplativas, la Adoración Nocturna y asociaciones semejantes. Quedan las eventuales manifestaciones multitudinarias de cristianos, en forma secularizada, a favor o en contra de una causa política. Pero como veremos en el próximo artículo, con el favor de Dios, se ha ido perdiendo en gran medida la oración comunitaria del pueblo cristiano, que ha de pedir al Señor, especialmente en los tiempos más difíciles, no sólo los bienes espirituales, sino también los bienes temporales que necesita.

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