lunes, 8 de septiembre de 2014

La Natividad de la Santísima Siempre Virgen María, Madre de Dios




La Inmaculada Concepción con San Joaquín y Santa Ana
La Inmaculada Concepción con San Joaquín y Santa Ana
Hoy es el día del nacimiento de la Santísima Virgen, canta la Iglesia: Nativitas est hodie sanctae Mariae Virginis. Celebremos este dichoso día con toda la solemnidad posible: Nativitatem hodiernam solemniter celebromus: celebrémosle con la mayor alegría, cum jucunditate. Tu nacimiento, ó Virgen Madre de Dios, llenó de alegría al universo mundo: Nativitas tua, Dei genitrix Virgo, gaudium annuntiavit universo mundo. Nos hizo el cielo en este día un magnifico presente, un presente de inestimable valor, dice San Bernardo: Pretiosum hodie munus coelum nobis largitus est. Este fue propiamente el día en el cual se comenzaron a disipar las espesas tinieblas en que por más de cinco mil años yacía sepultado el mundo, rayando la primera luz en el nacimiento de aquella brillante aurora, esperada por tantos siglos, y objeto tan largo tiempo de las ansias y de los deseos de tantos patriarcas y profetas. Celebremos todos el nacimiento de la Madre de Dios, dice San Juan Damasceno, por la cual fue como reintegrado todo el género humano, siendo ella la que convirtió en alegría la tristeza que nos causó nuestra primera madre Eva. Dei Genitricis natalem complectamur, per quam mortalium genus redintegratum est; per quam prmogeniae matris Eva moeror in laetitam matatus est. (Serm. de Natal. B. V.). Así como la aurora es el fin de la noche, dice el abad Ruperto, de la  misma manera este nacimiento fue el fin de nuestros males, y el principio de nuestra dicha y de nuestro consuelo: Sicut aurora finis praeteritae noelis est, sic Nativitas Virginis finis dolorum et consolationum fuit mitium. (Lib. 6 in Cant.). ¿Dónde hay alegría más pura, más santa ni más llena, que la que causa este dichoso día a toda la Iglesia por el nacimiento de aquella que habían anunciado los oráculos de los Profetas, como dice San Jerónimo: Vaticinium Prophetarum (in Michaes, VI); nacimiento que fue como prenda de las promesas de Dios, en frase de San Juan Damasceno: Pignus promissionis; y como seguridad del futuro nacimiento de todo un Dios: Genitate votum naseituri Dei?
Parece, añade el mismo Santo, que desde la creación del mundo andaban en competencia los siglos sobre cuál de ellos había de tener la gloria de honrarse con el nacimiento de la Santísima Virgen: Certabant saecula quodnam ortu Virginis gloriaretur. Llegó, en fin, aquel dichoso tiempo determinado desde la eternidad en los archivos de la divina Providencia, aquel tiempo tan esperado y tan suspirado después de tantos siglos; el año cinco mil ciento y ochenta y tres de la creación del mundo; el año de dos mil novecientos cuarenta y uno del diluvio universal; el año de mil novecientos y noventa y nueve del nacimiento de Abrahán; el año de mil cuatrocientos y noventa y cuatro de la salida de Moisés y del pueblo de Israel del cautiverio de Egipto; y el año mil y diez y seis después que David fue ungido y consagrado por rey: hacia la semana sesenta y cinco, según la profecía de Daniel, y en la olimpiada ciento y noventa; el año setecientos treinta y tres de la fundación de Roma, y veinte y seis del imperio de Octaviano Augusto; en la sexta edad del mundo, aquella bienaventurada Niña, predestinada por los decretos eternos para ser Madre del Verbo encarnado, habiendo sido concebida sin pecado por singular privilegio, a los nueve meses de su inmaculada concepción nació en Nazaret, ciudad de Galilea, a treinta leguas de Jerusalén, el día 8 de septiembre.
Hasta entonces no había visto el mundo nacimiento más recomendable, así por la nobleza de la sangre y circunstancias de sus padres, como por la santidad y por el mérito de aquella tierna niña que nacía para consuelo de todo el universo, y para admiración de toda la corte celestial. Su padre San Joaquín era de sangre real, hijo de Barpanter y descendiente de David por Natan. Esta rama de la familia real era originaria de Judea; pero habiendo decaído de su antiguo esplendor en mucha pobreza de bienes de fortuna por singular disposición de la divina Providencia, que quería fuesen los parientes más cercanos del Salvador de la misma condición que él, se había como desnaturalizado de su propio país, y arraigando su casa en Nazaret, estaba reputada por familia de Galilea. Su madre santa ana era hija de Matan, sacerdote de Belén, de la tribu de Leví, y de la familia de Aarón, de manera que en la persona de su hija María se hallaban dichosamente unidas la sangre real y la familia sacerdotal, de la cual era Aarón entre los judíos. No hubo dos esposos, dicen San Juan Damasceno, más nacidos el uno para el otro; el mismo humor, las mismas inclinaciones y el mismo parecer en todo, acreditando así que era obra de Dios aquel dichoso matrimonio. Siendo Dios el único objeto de sus deseos, y dirigiéndose todos sus afectuosos suspiros a la venida del prometido Mesías, Vivian casi siempre en dulce y sosegado retiro, ocupando en oración todo el tiempo que tenían libre. Eran, dicen Santa Brígida, dos astros resplandecientes, que aunque encubiertos con las nubes de una vida oscura y abatida, deslumbraba su claridad a los mismo ángeles, y a todo el cielo enamoraba su piedad y su pureza.
Había años que San Joaquín y Santa Ana vivían con aquella paz, con aquella unión, y entregados a aquellos devotos ejercicios que tanto edificaban a todos, cuando quiso el Señor que saliese aquel misterioso retoño de la vara de Jesé, de que habla el profeta Isaías; que amaneciese aquella aurora tan deseada que había de preceder por breve tiempo al Sol divino, el suspirado Mesías. Es opinión común que ya San Joaquín y Santa Ana iban declinando a la vejez sin haber tenido sucesión, y sin esperanzas de tenerla; de suerte, que aquella esterilidad, considerada entonces como maldición de Dios, y reputada por las más ignominiosa desgracia que podía suceder a una familia, quitándola toda esperanza de tener alguna afinidad con el Mesías prometido, humillaba mucho tiempo había a los dos santos casados; y como por una parte su avanzada edad, y por otra su modo de vivir en prefecta continencia, según afirma Santa Brígida, los tenía destituidos de toda esperanza de sucesión, se contentaban con derramar su corazón en la presencia de Dios, pidiéndole solamente aquello que fuese de su mayor gloria. Se cree generalmente que el Señor reveló a los dos santos esposos que tendrían una hija, la cual había de ser bendita entre todas las mujeres, y Dios se había de valer de ella para la salvación del pueblo de Israel; pero sea lo que fuere, lo cierto es que tuvieron a la Santísima Virgen, la cual nació milagrosamente, dice San Juan Damasceno, de una madre estéril; y librando a sus padres de la ignominia de la esterilidad, los hizo las dos personas más dichosas y más respetables del mundo. (Serm. 1 de Nativ.). Quid autem est, pregunta este Santo, cur Virgo Mater ex sterili orta sit? Pero ¿por qué razón fue conveniente que naciese de madre estéril esta Virgen Madre? Porque lo era, responde el mismo, que una cosa tan nueva y nunca vista debajo del sol naciese también por un camino extraordinario, y que naciese milagrosamente la que ella misma era el mayor milagro.Quoniam scilicet oportebat, ut ad id quod solum novum sub sole erat, ac miraculorum ómnium caput, via per miracula sterneretur. Era muy puesto en razón que la naturaleza cediese a la gracia, y a la Gloria que la dejase todo su fruto. Natura gratiae cedit ac tremula stat, progredi non sustinens. Quoniam itaque futurum erat ut Dei Genitrix ac Virgo ex Anna oriretur, natura gratiae foetum anteire minime ausa est, verum tantisper expectavit, dum gratia fructum suum produxisset. Habiendo de nacer de Santa Ana la Virgen Madre de Dios, no se atrevió la naturaleza a concurrir, digámoslo así, por respeto a lo que había de ser obra de la gracia; se detuvo en cierta manera, como para dar lugar a que la gracia produjese el fruto que la pertenecía.
Fácilmente se deja comprender el gozo de aquel afortunado padre y de aquella dichosa madre en el momento que nació aquella bienaventurada Hija. Alumbrados con cierta luz sobrenatural, desde luego conocieron que Dios la había criado únicamente para sí, y que ellos no eran más que depositarios de aquel tesoro. El milagroso nacimiento de aquella Niña fue para ellos presagio cierto de su mérito y de su excelencia. ¡Oh dichosos padres, exclama San Juan Damasceno, que disteis a luz una virgen que será Madre de Dios sin dejar de ser hija vuestra:Virginem enim Dei Matrem mundo peperistis! ¡Dichoso el vientre, o Virgen santa, que te llevó, y dichosos los pechos que mamaste! Dénse priesa todos los fieles, exclama el devoto Sergio de Hierápolis (lib. 1 de Deipara), por venir a saludar a la que acaba de nacer, porque antes de su nacimiento estaba predestinada para ser Madre de Dios, y con ella renace y se renueva el mismo mundo. Venid, pueblos; venid, naciones, de cualquiera condición que fuéreis; venid a celebrar el nacimiento de esta Virgen, con la cual, por decirlo así, nació nuestra salvación (orat. 1 de Nativ.): Hodie mundi salus inchoavit; jubílate Deo omnis terra; cantate, et exultate, et psallite. Así exclama San Juan Damasceno. ¿Cuándo hubo motivo más justo de regocijo? ¿en qué otro día hemos de explicar más nuestro alborozo, puesto que en el nacimiento de la Santísima Virgen, como dice san Ildefonso, comenzó en cierta manera el nacimiento de Jesucristo? (Serm. 3 de Nativ.). In nativitate Virginis, felix Christi est inchoata Nativitas. Hasta aquí solo había mirado Dios la tierra como región de llantos, destinada para habitación de miserable delincuentes; pero desde el mismo instante en que María se dejó ver en el mundo, ya hay en él un objeto en que se complace mucho el mismo Dios, y ya no le puede mirar con ojos siempre irritados.
Santa Ana con la santa Niña María en sus brazos
Santa Ana con la santa Niña María en sus brazos
Algunos días después que Santa Ana se levantó del parto, la santa Niña fue llevada al templo, donde precediendo las oraciones acostumbradas, se la impuso el nombre de María, asegurando San Ambrosio, San Bernardo, y otros muchos Santos Padres, que este nombre se la dio por el mismo cielo, revelándoselo el Señor a Santa Ana y a San Joaquín, como el más propio para explicar la grandeza, la dignidad y la excelencia de aquella bendita Niña: Dignitas Virginis annuntiatur ex nomine, dice el Crisólogo.
Atorméntense los ingenios, agótense todos los artificios, todos los esfuerzos de la elocuencia para componer un genetlíaco, o un panegírico magnifico y pomposo para celebrar el nacimiento de algún príncipe. Con efecto, ¿qué se puede decir de un niño que acaba de nacer? ¿Ensalzar su nobleza? Esto no es elogiarle a él, sino a sus abuelos y ascendientes. No hay asunto más estéril ni más pobre que su persona en aquellos primeros días. Por lo que toca a lo de adelante, todo lo que se puede asegurar con la mayor certeza es, que se verá sujeto a mil trabajos y miserias; pero se ignora si será bueno o malo, discreto o tonto; en una palabra, hasta ahora nada ha hecho, y se ignora lo que hará. No así en María: aunque acaba de nacer, es cierto que ya ha hecho mucho, y no podemos ignorar que ha de hacer aún mucho más. Entra María en el mundo colmada de merecimientos, y sabemos que ha de colmar el mundo de felicidades y dichas.
No hay duda que el alma de la Virgen fue el alma más hermosa que Dios crio antes que fuese criada el alma de Jesucristo; pudiéndose decir que esta fue la más excelente obra que salió de las manos del Criador: Opus quod solu opifex spuergreditur, dice San Pedro Damiano. A la hermosura de aquella bella alma correspondía la del cuerpo. Se sabe que desde el mismo instante en que aquella purísima alma fue unida a aquel hermosísimo cuerpo, fue también santificada, y el cuerpo concurrió con sus órganos a todas las funciones de la vida racional. Siendo María concebida sin pecado en el primer instante, recibió con la gracia el perfecto uso de la razón, y desde entonces fue ilustrado su entendimiento con todas las luces de la sabiduría, y enriquecido con la cabal comprensión de todas las verdades morales naturales. Pero ¿cuál fue la medida de aquella gracia que recibió, y cuál el primer empleo de aquella razón tan divinamente ilustrada? Fue tan abundante aquella gracia, dice San Vicente Ferrer, que excedió a la de todos los santos y a la de todos los espíritus celestiales: Virgo sanctificata fuit in xtero super omnes sanctos, et omnes angelos. En aquel  primer instante en que todos los santos son objeto de horror a los ojos de Dios, María lo fue de admiración a las celestiales inteligencias, y de complacencia a los cariños del mismo Dios.
Esta fue la Santísima Virgen desde el primer instante de su inmaculada concepción; y habiéndose multiplicado en todos los instantes aquel inmenso caudal de gracias, de luces, de sabiduría y de virtudes, concibamos, si fuere posible, cuál sería el tesoro de merecimientos con que se  hallaría enriquecida el día de su nacimiento. Pues ¿qué asunto más digno de nuestras admiraciones, de nuestros respectos, de nuestros elogios, y añadamos también, del culto de toda la Iglesia, que el nacimiento de esta santa Niña? Y ano nos debe causar admiración que el Ángel quince años después la encuentre y la salude como llena de gracia; ni que los santos Padres, hablando de la gracia con que se halló en el último momento de su vida, es decir, sesenta y dos años y nueve meses después de su concepción y nacimiento, se valgan de expresiones tan fuertes y tan significativas. Tuvo mucha razón San Epifanio para decir que fue inmensa aquella gracia; San Agustín que fue inefable, y Dionisio Cartusiano que fue como infinita: Mariae sanctitas est infinita. San Juan Crisóstomo llama a María el tesoro de toda la gracia. San Jerónimo dice que toda se derramó en ella; y San Bernardino de Sena se adelanta a asegurar que recibió toda la que es capaz de recibir un apura criatura: Tanta gratia Virginis data est, quanta uni, et pura creaturae pari possibile est.
La Natividad de la Santísima Siempre Virgen María
La Natividad de la Santísima Siempre Virgen María

Y a la verdad, si los pueblos acostumbran hacer tantos regocijos cuando nacen hijos a sus soberanos y a sus príncipes, porque también a ellos les nacen reyes y monarcas que los gobiernen y los manden, ¿qué mucho es que el nacimiento de María llenase de regocijo al cielo y a la tierra, como canta la Iglesia, pues en ella nació la Reina de los Ángeles y de los hombres; nuestra única esperanza después de Jesucristo, dice San Epifanio; nuestra fiadora con Dios, dice San Agustín; nuestra medianera con el Mediador, dice San Bernardo; el remedio de todos los males, dice San Buenaventura; nuestra paz, nuestra alegría, nuestra buena madre, dice San Efrén; y, en fin, nuestro consuelo, nuestra alegría y nuestra vida, como canta toda la Iglesia?
María descendió de reyes y de patriarcas; pero lo que la engrandece más a los ojos de Dios no es el esplendor de su dignidad, no su grandeza, no su poder, no el ruido de sus gloriosas hazañas; su santidad fue la que la hizo tan recomendable en su concepción, y está sola es la que constituye toda dicha y toda su gloria en su alegre nacimiento. Nace no ya rodeada de esplendor como los grandes del mundo; no ya entre el fausto, la pompa, la majestad como los reyes de la tierra: sin ese aparato, sin ese esplendor mundano es su nacimiento, aunque al parecer tan oscuro, con grandes ventajas preferible al nacimiento de todos los grandes y de todos los monarcas del mundo. Todos ellos fueron concebido en pecado; todos nacieron en desgracia de Dios, hijos de ira y objetos de odio: sola María nace ya objeto de las divinas complacencias, hija muy amada del Altísimo, colmada de sus más abundantes bendiciones, y enriquecida con todos los dones de su espíritu. Esta es la verdadera grandeza, y así honra el Rey de la gloria a la que quiere honrar.
Creced, santa Niña, creced así para mayor gloria del mismo Dios que os crio, como para mayor dicha de aquellos en cuyo favor y beneficio habéis nacido. Algún día daréis Vos su nacimiento al mismo Dios, de quien ahora le recibís. Creced, pues, para disponerle su digno tabernáculo. Cuando se encierre en vuestro purísimo vientre os conferirá el más augusto carácter, elevándoos a su divina maternidad. Vivid y creced para dignidad tan eminente, y para el mayor y más glorioso destino. Por medio de Vos quiere venir a nosotros para liberarnos de la esclavitud. Vivid y creced para nuestra salvación, y para que naciendo de Vos nuestro Salvador, quedéis constituida Madre de todos los fieles.
Nos admiraríamos justamente de que una fiesta tan santa y que tanto nos interesa no se celebrase en la Iglesia desde sus primitivos siglos, si no se supiese la razón que tuvieron aquellos primeros fieles, sin duda más devotos de María y más celosos de su culto que nosotros, par ano dar motivo de creer a los gentiles y a las naciones groseras, criadas por la mayor parte en la idolatría, que los cristianos adoraban como diosa a la Madre de su Dios. Este era el motivo que tenían los verdaderos fieles en aquellos nebulosos tiempos para no manifestar su celo por el culto de la Santísima Virgen en fiestas ruidosas y solemnes, contentándose con rendirla sus respetos reverentes con una tierna devoción y con un culto reservado. Pero luego que la Iglesia del Señor gozó de paz, y que los pastores pudieron instruir públicamente a su rebaño, floreció en todo el mundo cristiano el culto público y solemne de la Santísima Virgen; se celebraron sus fiestas con magnificencia; convinieron griegos y latinos en este punto de religión, no  obstante el desgraciado cisma; y el nacimiento de la Santísima Virgen fue una de las principales fiestas entre los cristianos. Ortum Virginis didici in Ecclesia, dice San Bernardo: et ab Ecclesia indubitanter haberi festivum atque sanctum: firmissime cum Ecclesia sentiens, cam accepisse in utero ut sancta prodiret. La Iglesia es la que me ha enseñado a celebrar la Natividad de la Santísima Virgen con toda la devoción y con toda la solemnidad posible. Creo firmemente con toda la Iglesia que habiendo sido santificada en el vientre de su Madre, es objeto digno de nuestro culto desde el primer instante que nació.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.

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