(RV).- (con audio) Esperanza, perdón, sanación y amor a cuantos lo necesitan. En particular, a los pobres y oprimidos, caminando con ellos en busca de una vida humana auténtica en Cristo Jesús. Con su cordial bienvenida a los participantes en la Plenaria del Pontificio Comité para los Congresos Eucarísticos Internacionales, este sábado, el Papa Francisco saludó en especial a Mons. José Palma, Arzobispo de Cebú, en Filipinas que acogerá la próxima cita eucarística internacional, en enero de 2016. Citando el Concilio Vaticano II, con las palabras de San Agustín, tras reiterar la centralidad de la Eucaristía en la Iglesia, el Obispo de Roma destacó también cuán significativo es el tema del 51 Congreso Eucarístico Internacional: «Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria» (Col 1,27).
Tema que pone de relieve el vínculo entre la Eucaristía, la misión y la esperanza cristiana, para toda la familia humana que tanto la necesita:
«Hoy hay una gran falta de esperanza en el mundo, por ello la humanidad necesita escuchar el mensaje de nuestra esperanza en Jesucristo. La Iglesia proclama este mensaje con ardor renovado, utilizando nuevos métodos y nuevas expresiones. Con el espíritu de la ‘nueva evangelización’, la Iglesia lleva este mensaje a todos y, en especial, a los que, aun habiendo siendo bautizados, se han alejado de la Iglesia y viven sin referencia a la vida cristiana».
«El 51 Congreso Eucarístico Internacional ofrece la oportunidad de experimentar y comprender la Eucaristía como un encuentro transformador con el Señor en su palabra y en su sacrificio de amor, para que todos puedan tener vida, y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10)», señaló también el Papa Francisco, subrayando su importancia en las personas, en las familias y en la sociedad y la misión de dejarnos transformar para transformar el mundo con el amor de Cristo:
«Es ocasión propicia para redescubrir la fe como fuente de gracia que trae alegría y esperanza en la vida personal, familiar y social.
El encuentro con Jesús en la Eucaristía será fuente de esperanza para el mundo si, transformados por el poder del Espíritu Santo a imagen de Aquel que encontramos, acogeremos la misión de transformar el mundo, dando la plenitud de la vida que nosotros mismos hemos recibido y experimentado, brindando esperanza, perdón, sanación y amor a cuantos lo necesitan. En particular a los pobres, a los desheredados y oprimidos, compartiendo sus vidas y anhelos y caminando con ellos en busca de una vida humana auténtica en Cristo Jesús.
«Queridos hermanos y hermanas, encomiendo desde ahora el próximo Congreso Eucarístico Internacional a la Virgen María», dijo el Papa al concluir su discurso: «la Virgen proteja y acompañe a cada uno de ustedes, sus comunidades, y haga fecundo el trabajo que están haciendo ante el importante evento eclesial de Cebú. Les pido que por favor recen por mí y a todos los bendigo de corazón».
(CdM - RV)
Tema que pone de relieve el vínculo entre la Eucaristía, la misión y la esperanza cristiana, para toda la familia humana que tanto la necesita:
«Hoy hay una gran falta de esperanza en el mundo, por ello la humanidad necesita escuchar el mensaje de nuestra esperanza en Jesucristo. La Iglesia proclama este mensaje con ardor renovado, utilizando nuevos métodos y nuevas expresiones. Con el espíritu de la ‘nueva evangelización’, la Iglesia lleva este mensaje a todos y, en especial, a los que, aun habiendo siendo bautizados, se han alejado de la Iglesia y viven sin referencia a la vida cristiana».
«El 51 Congreso Eucarístico Internacional ofrece la oportunidad de experimentar y comprender la Eucaristía como un encuentro transformador con el Señor en su palabra y en su sacrificio de amor, para que todos puedan tener vida, y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10)», señaló también el Papa Francisco, subrayando su importancia en las personas, en las familias y en la sociedad y la misión de dejarnos transformar para transformar el mundo con el amor de Cristo:
«Es ocasión propicia para redescubrir la fe como fuente de gracia que trae alegría y esperanza en la vida personal, familiar y social.
El encuentro con Jesús en la Eucaristía será fuente de esperanza para el mundo si, transformados por el poder del Espíritu Santo a imagen de Aquel que encontramos, acogeremos la misión de transformar el mundo, dando la plenitud de la vida que nosotros mismos hemos recibido y experimentado, brindando esperanza, perdón, sanación y amor a cuantos lo necesitan. En particular a los pobres, a los desheredados y oprimidos, compartiendo sus vidas y anhelos y caminando con ellos en busca de una vida humana auténtica en Cristo Jesús.
«Queridos hermanos y hermanas, encomiendo desde ahora el próximo Congreso Eucarístico Internacional a la Virgen María», dijo el Papa al concluir su discurso: «la Virgen proteja y acompañe a cada uno de ustedes, sus comunidades, y haga fecundo el trabajo que están haciendo ante el importante evento eclesial de Cebú. Les pido que por favor recen por mí y a todos los bendigo de corazón».
(CdM - RV)
Carta del Papa al Prelado del Opus Dei con motivo de la beatificación de Álvaro del Portillo
(RV).- En Madrid, España, fue beatificado Monseñor Álvaro del Portillo, primer sucesor de Josemaría Escrivá de Balaguer en la guía delOpus Dei, fallecido en 1994. Presidió la ceremonia el Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Mañana, Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, celebrará una Misa de agradecimiento.
Texto de la carta del Papa Francisco
Querido hermano:
La beatificación del siervo de Dios Álvaro del Portillo, colaborador fiel y primer sucesor de san Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei, representa un momento de especial alegría para todos los fieles de esa Prelatura, así como también para ti, que durante tanto tiempo fuiste testigo de su amor a Dios y a los demás, de su fidelidad a la Iglesia y a su vocación. También yo deseo unirme a vuestra alegría y dar gracias a Dios que embellece el rostro de la Iglesia con la santidad de sus hijos.
Su beatificación tendrá lugar en Madrid, la ciudad en la que nació y en la que transcurrió su infancia y juventud, con una existencia forjada en la sencillez de la vida familiar, en la amistad y el servicio a los demás, como cuando iba a los barrios para ayudar en la formación humana y cristiana de tantas personas necesitadas. Y allí tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que selló definitivamente el rumbo de su vida: el encuentro con san Josemaría Escrivá, de quien aprendió a enamorarse cada día más de Cristo. Sí, enamorarse de Cristo. Éste es el camino de santidad que ha de recorrer todo cristiano: dejarse amar por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitir que sea él el que guíe nuestra vida.
Me gusta recordar la jaculatoria que el siervo de Dios solía repetir con frecuencia, especialmente en las celebraciones y aniversarios personales: «¡gracias, perdón, ayúdame más!». Son palabras que nos acercan a la realidad de su vida interior y su trato con el Señor, y que pueden ayudarnos también a nosotros a dar un nuevo impulso a nuestra propia vida cristiana.
En primer lugar, gracias. Es la reacción inmediata y espontánea que siente el alma frente a la bondad de Dios. No puede ser de otra manera. Él siempre nos precede. Por mucho que nos esforcemos, su amor siempre llega antes, nos toca y acaricia primero, nos primerea. Álvaro del Portillo era consciente de los muchos dones que Dios le había concedido, y daba gracias a Dios por esa manifestación de amor paterno. Pero no se quedó ahí; el reconocimiento del amor del Señor despertó en su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega y generosidad, y a vivir una vida de humilde servicio a los demás.
Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera.
Perdón. A menudo confesaba que se veía delante de Dios con las manos vacías, incapaz de responder a tanta generosidad. Pero la confesión de la pobreza humana no es fruto de la desesperanza, sino de un confiado abandono en Dios que es Padre. Es abrirse a su misericordia, a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor que no humilla, ni hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos levanta de nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y alegría. El siervo de Dios Álvaro sabía de la necesidad que tenemos de la misericordia divina y dedicó muchas energías personales para animar a las personas que trataba a acercarse al sacramento de la confesión, sacramento de la alegría. Qué importante es sentir la ternura del amor de Dios y descubrir que aún hay tiempo para amar.
Ayúdame más. Sí, el Señor no nos abandona nunca, siempre está a nuestro lado, camina con nosotros y cada día espera de nosotros un nuevo amor. Su gracia no nos faltará, y con su ayuda podemos llevar su nombre a todo el mundo. En el corazón del nuevo beato latía el afán de llevar la Buena Nueva a todos los corazones. Así recorrió muchos países fomentando proyectos de evangelización, sin reparar en dificultades, movido por su amor a Dios y a los hermanos. Quien está muy metido en Dios sabe estar muy cerca de los hombres. La primera condición para anunciarles a Cristo es amarlos, porque Cristo ya los ama antes. Hay que salir de nuestros egoísmos y comodidades e ir al encuentro de nuestros hermanos. Allí nos espera el Señor. No podemos quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos recibido para donarlo y compartirlo con los demás.
¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la experimenten también.
Querido hermano, el beato Álvaro del Portillo nos envía un mensaje muy claro, nos dice que nos fiemos del Señor, que él es nuestro hermano, nuestro amigo que nunca nos defrauda y que siempre está a nuestro lado. Nos anima a no tener miedo de ir a contracorriente y de sufrir por anunciar el Evangelio. Nos enseña además que en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro de santidad.
Pido, por favor, a todos los fieles de la Prelatura, sacerdotes y laicos, así como a todos los que participan en sus actividades, que recen por mí, a la vez que les imparto la Bendición Apostólica.Que Jesús los bendiga y que la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,
Texto de la carta del Papa Francisco
Querido hermano:
La beatificación del siervo de Dios Álvaro del Portillo, colaborador fiel y primer sucesor de san Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei, representa un momento de especial alegría para todos los fieles de esa Prelatura, así como también para ti, que durante tanto tiempo fuiste testigo de su amor a Dios y a los demás, de su fidelidad a la Iglesia y a su vocación. También yo deseo unirme a vuestra alegría y dar gracias a Dios que embellece el rostro de la Iglesia con la santidad de sus hijos.
Su beatificación tendrá lugar en Madrid, la ciudad en la que nació y en la que transcurrió su infancia y juventud, con una existencia forjada en la sencillez de la vida familiar, en la amistad y el servicio a los demás, como cuando iba a los barrios para ayudar en la formación humana y cristiana de tantas personas necesitadas. Y allí tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que selló definitivamente el rumbo de su vida: el encuentro con san Josemaría Escrivá, de quien aprendió a enamorarse cada día más de Cristo. Sí, enamorarse de Cristo. Éste es el camino de santidad que ha de recorrer todo cristiano: dejarse amar por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitir que sea él el que guíe nuestra vida.
Me gusta recordar la jaculatoria que el siervo de Dios solía repetir con frecuencia, especialmente en las celebraciones y aniversarios personales: «¡gracias, perdón, ayúdame más!». Son palabras que nos acercan a la realidad de su vida interior y su trato con el Señor, y que pueden ayudarnos también a nosotros a dar un nuevo impulso a nuestra propia vida cristiana.
En primer lugar, gracias. Es la reacción inmediata y espontánea que siente el alma frente a la bondad de Dios. No puede ser de otra manera. Él siempre nos precede. Por mucho que nos esforcemos, su amor siempre llega antes, nos toca y acaricia primero, nos primerea. Álvaro del Portillo era consciente de los muchos dones que Dios le había concedido, y daba gracias a Dios por esa manifestación de amor paterno. Pero no se quedó ahí; el reconocimiento del amor del Señor despertó en su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega y generosidad, y a vivir una vida de humilde servicio a los demás.
Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera.
Perdón. A menudo confesaba que se veía delante de Dios con las manos vacías, incapaz de responder a tanta generosidad. Pero la confesión de la pobreza humana no es fruto de la desesperanza, sino de un confiado abandono en Dios que es Padre. Es abrirse a su misericordia, a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor que no humilla, ni hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos levanta de nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y alegría. El siervo de Dios Álvaro sabía de la necesidad que tenemos de la misericordia divina y dedicó muchas energías personales para animar a las personas que trataba a acercarse al sacramento de la confesión, sacramento de la alegría. Qué importante es sentir la ternura del amor de Dios y descubrir que aún hay tiempo para amar.
Ayúdame más. Sí, el Señor no nos abandona nunca, siempre está a nuestro lado, camina con nosotros y cada día espera de nosotros un nuevo amor. Su gracia no nos faltará, y con su ayuda podemos llevar su nombre a todo el mundo. En el corazón del nuevo beato latía el afán de llevar la Buena Nueva a todos los corazones. Así recorrió muchos países fomentando proyectos de evangelización, sin reparar en dificultades, movido por su amor a Dios y a los hermanos. Quien está muy metido en Dios sabe estar muy cerca de los hombres. La primera condición para anunciarles a Cristo es amarlos, porque Cristo ya los ama antes. Hay que salir de nuestros egoísmos y comodidades e ir al encuentro de nuestros hermanos. Allí nos espera el Señor. No podemos quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos recibido para donarlo y compartirlo con los demás.
¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la experimenten también.
Querido hermano, el beato Álvaro del Portillo nos envía un mensaje muy claro, nos dice que nos fiemos del Señor, que él es nuestro hermano, nuestro amigo que nunca nos defrauda y que siempre está a nuestro lado. Nos anima a no tener miedo de ir a contracorriente y de sufrir por anunciar el Evangelio. Nos enseña además que en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro de santidad.
Pido, por favor, a todos los fieles de la Prelatura, sacerdotes y laicos, así como a todos los que participan en sus actividades, que recen por mí, a la vez que les imparto la Bendición Apostólica.Que Jesús los bendiga y que la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,
Franciscus
A la Compañía se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también de sufrir por Él, Francisco a 200 años de la Reconstitución de la Compañía de Jesús
(RV).- (Actualizado con audio) La tarde del sábado 27 de septiembre en la Iglesia del Gesù, en Roma, el Santo Padre Francisco presidió la Celebración de las Vísperas y Te Deum con ocasión del bicentenario de la Reconstitución de la Compañía de Jesús.
El Obispo de Roma invitó a los jesuitas a recordar “nuestra historia”: a la Compañía ‘se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir por Él’. “La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca”, advirtió el Papa.
Reflexionando en lo fatigoso que puede ser remar, el Santo Padre señaló que los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros": ¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! “Rememos juntos”, fue la enérgica invitación de Francisco. “Pero mientras remamos - también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar tanto: ‘¡Señor, sálvanos!’, ‘¡Señor salva a tu pueblo!’. “El Señor, observó, aun si somos hombres de poca fe nos salvará”.
Más adelante en su homilía el Pontífice precisó a los jesuitas que sólo el discernimiento salva del verdadero desarraigo, de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida del horizonte, de la esperanza, que es sólo Jesús.
La Reconstitución de la Compañía de Jesús fue obra de Pío VII en 1814 con la bula “Sollicitudo omnium ecclesiarum”, luego de la supresión por parte del Papa Clemente XIV en 1773. La conmemoración ha sido celebrada el 7 de agosto. Con este motivo, iniciado oficialmente el 3 de enero de 2014, fiesta del Santo Nombre de Jesús, y que concluye precisamente este sábado el 27 de septiembre, aniversario de la aprobación de la Compañía en 1540, el Superior General, padre Adolfo Nicolás SJ, envió una carta a todos los jesuitas en la que pide que “durante 2014 se haga el estudio histórico en profundidad y en la oración personal y comunitaria, en la reflexión y el discernimiento”, para que la atención no se centre sólo en el pasado, sino que este sea entendido “con el fin de proceder en el futuro”.
Raúl Cabrera, Radio Vaticano
Texto completo de las palabras del Papa a los jesuitas
(RADIO VATICANA) La Compañía distinguida con el nombre de Jesús ha vivido tiempos difíciles, de persecución. Durante el generalato del p. Lorenzo Ricci "los enemigos de la Iglesia llegaron a obtener la supresión de la Compañía" (Juan Pablo II, Mensaje al p. Kolvenbach, 31 de julio de 1990) por parte de mi predecesor Clemente XIV. Hoy, recordando su reconstitución, estamos llamados a recuperar nuestra memoria, recordando los beneficios recibidos y los dones particulares (cf Ejercicios Espirituales, 234). Hoy quiero hacerlo aquí con ustedes.
En tiempos de tribulaciones y turbación se levanta siempre una polvareda de dudas y de sufrimientos, y no es fácil seguir adelante, proseguir el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles y de crisis llegan tantas tentaciones: detenerse a discutir las ideas, a dejarse llevar por la desolación, concentrarse en el hecho de ser perseguidos y no ver nada más.
Leyendo las cartas del p. Ricci me impactó una cosa: su capacidad para no dejarse sujetar por estas tentaciones y de proponer a los jesuitas, en el tiempo de la tribulación, una visión de las cosas que los arraigaba aún más a la espiritualidad de la Compañía.
El p. General Ricci, que escribía a los jesuitas de entonces, viendo las nubes que se espesaban en el horizonte, los fortalecía en su pertenencia al cuerpo de la Compañía y a su misión. He aquí: en un tiempo de confusión y turbación hizo discernimiento. No perdió el tiempo para discutir ideas y quejarse, sino que se hizo cargo de la vocación de la Compañía.
Y esta actitud ha llevado a los jesuitas a experimentar la muerte y resurrección del Señor. Antes de la pérdida de todo, incluso de su identidad pública, no opusieron resistencia a la voluntad de Dios, no opusieron resistencia al conflicto, tratando de salvarse a sí mismos. La Compañía -y esto es hermoso- vivió el conflicto hasta el final, sin reducirlo: vivió la humillación con Cristo humillado, obedeció. Nunca se salva uno del conflicto con la astucia y con estratagemas para resistir. En la confusión y ante la humillación, la Compañía prefirió vivir el discernimiento de la voluntad de Dios, sin buscar una salida al conflicto de modo aparentemente tranquilo.
No es jamás la aparente tranquilidad la que satisface nuestros corazones, sino la verdadera paz que es un don de Dios. Nunca se debe buscar la "negociación de compromiso" fácil, ni se deben practicar fáciles "irenismos". Sólo el discernimiento nos salva del verdadero desarraigo, de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida de nuestro horizonte, de nuestra esperanza, que es Jesús, que es sólo Jesús. Y así el p. Ricci y la Compañía en fase de supresión privilegió la historia, en lugar de una posible "historieta" gris, sabiendo que es el amor el que juzga la historia y que la esperanza - aun en la oscuridad - es más grande que nuestras expectativas.
El discernimiento debe hacerse con intención recta, con ojo simple. Por esta razón, el p. Ricci llega, precisamente en esta ocasión de confusión y desconcierto, a hablar de los pecados de los jesuitas. No se defiende sintiéndose una víctima de la historia, sino que se reconoce pecador. Mirarse a sí mismos reconociéndose pecadores evita ponerse en condiciones de considerarse víctimas ante un verdugo. Reconocerse como pecadores; reconocerse realmente pecadores significa ponerse en la actitud justa para recibir consuelo.
Podemos volver a recorrer brevemente este camino de discernimiento y de servicio que el padre General señaló a la Compañía. Cuando en 1759 los decretos de Pombal destruyeron las provincias portuguesas de la Compañía, el P. Ricci vivió el conflicto sin lamentarse y sin dejarse llevar a la desolación, sino invitando a la oración para pedir el espíritu bueno, el verdadero espíritu sobrenatural de la vocación, la perfecta docilidad a la gracia de Dios. Cuando en 1761 la tormenta avanzaba en Francia, el padre General pidió poner toda la confianza en Dios. Quería que se aprovecharan las pruebas sufridas para una mayor purificación interior: éstas nos conducen a Dios y pueden servir para su mayor gloria; a continuación, recomienda la oración, la santidad de la vida, la humildad y el espíritu de obediencia. En 1760, después de la expulsión de los jesuitas españoles, sigue llamando a la oración. Y, por último, el 21 de febrero de 1773, apenas seis meses antes de la firma del Breve Dominus ac Redemptor, ante la absoluta falta de ayuda humana, ve la mano de la misericordia de Dios, que invita a los que somete a la prueba a no confiar en otro que no sea sólo Él. La confianza debe crecer precisamente cuando las circunstancias nos derrumban. Lo importante para el padre Ricci es que la Compañía sea fiel hasta el último al espíritu de su vocación, que es la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
La Compañía, incluso ante su propio final, se mantuvo fiel a la finalidad para la que fue fundada. Por ello, Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad. Que la llama de la mayor gloria de Dios nos atraviese también hoy, quemando toda complacencia y envolviéndonos en una llama que llevamos dentro, que nos concentra y nos expande, nos engrandece y nos hace pequeños.
Así la Compañía vivió la prueba suprema del sacrificio que injustamente se le pedía, haciendo propio el ruego de Tobit, que con el alma llena de aflicción, suspira, llora y luego reza: "Tú eres justo, Señor, y todas tus obras son justas. Todos tus caminos son fidelidad y verdad, y eres tú el que juzgas al mundo. Y ahora, Señor, acuérdate de mí y mírame; no me castigues por mis pecados y mis errores, ni por los que mis padres cometieron delante de ti. Ellos desoyeron tus mandamientos y tú nos entregaste al saqueo, al cautiverio y a la muerte, exponiéndonos a las burlas, a las habladurías y al escarnio de las naciones donde nos has dispersado". Y concluye con el ruego más importante: "No apartes de mí tu rostro, Señor". (Tb 3,1-4.6d).
Y el Señor respondió enviando a Rafael para quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que volviera a ver la luz de Dios. Dios es misericordioso, Dios corona de misericordia. Dios nos ama y nos salva. A veces el camino que lleva a la vida es estrecho y angosto, pero la tribulación, si se vive a la luz de la misericordia, nos purifica como el fuego, nos da tanto consolación e inflama nuestro corazón aficionándolo a la oración. Nuestros hermanos jesuitas en la supresión fueron fervientes en el espíritu y en el servicio del Señor, gozosos en la esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración (cf. Rom 12:13). Y ello dio honor a la Compañía, no ciertamente los encomios de sus méritos. Así será siempre.
Recordemos nuestra historia: a la Compañía "se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir por Él" (Filipenses 1,29). Nos hace bien recordar esto.
La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es fatigoso remar. Los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros" (Pío VII, Sollecitudo omnium Ecclesiarum): ¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! ¡Rememos juntos! Pero mientras remamos - todos remamos, también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar tanto: "¡Señor, sálvanos!", "¡Señor salva a tu pueblo ". El Señor, aun si somos hombres de poca fe nos salvará. ¡Esperemos siempre en el Señor! ¡Esperemos siempre en el Señor!
La Compañía reconstituida por mi predecesor Pío VII estaba integrada por hombres valientes y humildes en su testimonio de esperanza, de amor y de creatividad apostólica, la del Espíritu. Pío VII escribió que quería reconstituir la compañía para "socorrer oportunamente las necesidades espirituales del mundo cristiano sin distinción de pueblos y de naciones" (ibid). Por ello dio la autorización a los jesuitas, que todavía existían aquí y allí, gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa, a "permanecer unidos en un solo cuerpo." ¡Que la Compañía permanezca unida en un solo cuerpo!
Y la Compañía fue enseguida misionera y se puso a disposición de la Sede Apostólica, comprometiéndose generosamente "bajo el estandarte de la cruz por el Señor y su Vicario en la tierra" (Fórmula Instituti, 1). La Compañía reanudó su actividad apostólica con la predicación y la enseñanza, los ministerios espirituales, la investigación científica y la acción social, las misiones y la atención a los pobres, a los que sufren y los marginados.
Hoy la Compañía afronta con inteligencia y laboriosidad también el trágico problema de los refugiados y de los prófugos; y se esfuerza con discernimiento en integrar el servicio de la fe y la promoción de la justicia, en conformidad con el Evangelio. Confirmo hoy lo que Pablo VI nos dijo en nuestra trigésimo segunda Congregación General y que yo mismo escuché con mis propios oídos: "Por doquier en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y extremos, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, ha habido y hay confrontación entre las exigencias ardientes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, allí han estado y están los jesuitas ".
En 1814, en el momento de la reconstitución, los jesuitas eran un pequeño rebaño, una "mínima Compañía", que sin embargo se sentía investido, después de la prueba de la cruz, con la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra. Así debemos sentirnos nosotros hoy, por lo tanto: en salida, en misión. La identidad jesuita es la de un hombre que adora sólo a Dios y ama y sirve a sus hermanos, mostrando con el ejemplo, no sólo en qué cree, sino también en qué espera y quién es Aquel en quien ha puesto su confianza (cf. 2 Tim 1, 12). El jesuita quiere ser un compañero de Jesús, uno que tiene los mismos sentimientos de Jesús.
La Bula de Pío VII que reconstituyó la Compañía fue firmada el 7 de agosto de 1814 en la Basílica de Santa María la Mayor, donde nuestro santo padre Ignacio celebró su primera Eucaristía, en la Nochebuena de 1538. María, Nuestra Señora, Madre de la Compañía, estará conmovida por nuestros esfuerzos por estar al servicio de su Hijo. Ella nos custodie y nos proteja siempre.
El Obispo de Roma invitó a los jesuitas a recordar “nuestra historia”: a la Compañía ‘se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir por Él’. “La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca”, advirtió el Papa.
Reflexionando en lo fatigoso que puede ser remar, el Santo Padre señaló que los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros": ¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! “Rememos juntos”, fue la enérgica invitación de Francisco. “Pero mientras remamos - también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar tanto: ‘¡Señor, sálvanos!’, ‘¡Señor salva a tu pueblo!’. “El Señor, observó, aun si somos hombres de poca fe nos salvará”.
Más adelante en su homilía el Pontífice precisó a los jesuitas que sólo el discernimiento salva del verdadero desarraigo, de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida del horizonte, de la esperanza, que es sólo Jesús.
La Reconstitución de la Compañía de Jesús fue obra de Pío VII en 1814 con la bula “Sollicitudo omnium ecclesiarum”, luego de la supresión por parte del Papa Clemente XIV en 1773. La conmemoración ha sido celebrada el 7 de agosto. Con este motivo, iniciado oficialmente el 3 de enero de 2014, fiesta del Santo Nombre de Jesús, y que concluye precisamente este sábado el 27 de septiembre, aniversario de la aprobación de la Compañía en 1540, el Superior General, padre Adolfo Nicolás SJ, envió una carta a todos los jesuitas en la que pide que “durante 2014 se haga el estudio histórico en profundidad y en la oración personal y comunitaria, en la reflexión y el discernimiento”, para que la atención no se centre sólo en el pasado, sino que este sea entendido “con el fin de proceder en el futuro”.
Raúl Cabrera, Radio Vaticano
Texto completo de las palabras del Papa a los jesuitas
(RADIO VATICANA) La Compañía distinguida con el nombre de Jesús ha vivido tiempos difíciles, de persecución. Durante el generalato del p. Lorenzo Ricci "los enemigos de la Iglesia llegaron a obtener la supresión de la Compañía" (Juan Pablo II, Mensaje al p. Kolvenbach, 31 de julio de 1990) por parte de mi predecesor Clemente XIV. Hoy, recordando su reconstitución, estamos llamados a recuperar nuestra memoria, recordando los beneficios recibidos y los dones particulares (cf Ejercicios Espirituales, 234). Hoy quiero hacerlo aquí con ustedes.
En tiempos de tribulaciones y turbación se levanta siempre una polvareda de dudas y de sufrimientos, y no es fácil seguir adelante, proseguir el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles y de crisis llegan tantas tentaciones: detenerse a discutir las ideas, a dejarse llevar por la desolación, concentrarse en el hecho de ser perseguidos y no ver nada más.
Leyendo las cartas del p. Ricci me impactó una cosa: su capacidad para no dejarse sujetar por estas tentaciones y de proponer a los jesuitas, en el tiempo de la tribulación, una visión de las cosas que los arraigaba aún más a la espiritualidad de la Compañía.
El p. General Ricci, que escribía a los jesuitas de entonces, viendo las nubes que se espesaban en el horizonte, los fortalecía en su pertenencia al cuerpo de la Compañía y a su misión. He aquí: en un tiempo de confusión y turbación hizo discernimiento. No perdió el tiempo para discutir ideas y quejarse, sino que se hizo cargo de la vocación de la Compañía.
Y esta actitud ha llevado a los jesuitas a experimentar la muerte y resurrección del Señor. Antes de la pérdida de todo, incluso de su identidad pública, no opusieron resistencia a la voluntad de Dios, no opusieron resistencia al conflicto, tratando de salvarse a sí mismos. La Compañía -y esto es hermoso- vivió el conflicto hasta el final, sin reducirlo: vivió la humillación con Cristo humillado, obedeció. Nunca se salva uno del conflicto con la astucia y con estratagemas para resistir. En la confusión y ante la humillación, la Compañía prefirió vivir el discernimiento de la voluntad de Dios, sin buscar una salida al conflicto de modo aparentemente tranquilo.
No es jamás la aparente tranquilidad la que satisface nuestros corazones, sino la verdadera paz que es un don de Dios. Nunca se debe buscar la "negociación de compromiso" fácil, ni se deben practicar fáciles "irenismos". Sólo el discernimiento nos salva del verdadero desarraigo, de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida de nuestro horizonte, de nuestra esperanza, que es Jesús, que es sólo Jesús. Y así el p. Ricci y la Compañía en fase de supresión privilegió la historia, en lugar de una posible "historieta" gris, sabiendo que es el amor el que juzga la historia y que la esperanza - aun en la oscuridad - es más grande que nuestras expectativas.
El discernimiento debe hacerse con intención recta, con ojo simple. Por esta razón, el p. Ricci llega, precisamente en esta ocasión de confusión y desconcierto, a hablar de los pecados de los jesuitas. No se defiende sintiéndose una víctima de la historia, sino que se reconoce pecador. Mirarse a sí mismos reconociéndose pecadores evita ponerse en condiciones de considerarse víctimas ante un verdugo. Reconocerse como pecadores; reconocerse realmente pecadores significa ponerse en la actitud justa para recibir consuelo.
Podemos volver a recorrer brevemente este camino de discernimiento y de servicio que el padre General señaló a la Compañía. Cuando en 1759 los decretos de Pombal destruyeron las provincias portuguesas de la Compañía, el P. Ricci vivió el conflicto sin lamentarse y sin dejarse llevar a la desolación, sino invitando a la oración para pedir el espíritu bueno, el verdadero espíritu sobrenatural de la vocación, la perfecta docilidad a la gracia de Dios. Cuando en 1761 la tormenta avanzaba en Francia, el padre General pidió poner toda la confianza en Dios. Quería que se aprovecharan las pruebas sufridas para una mayor purificación interior: éstas nos conducen a Dios y pueden servir para su mayor gloria; a continuación, recomienda la oración, la santidad de la vida, la humildad y el espíritu de obediencia. En 1760, después de la expulsión de los jesuitas españoles, sigue llamando a la oración. Y, por último, el 21 de febrero de 1773, apenas seis meses antes de la firma del Breve Dominus ac Redemptor, ante la absoluta falta de ayuda humana, ve la mano de la misericordia de Dios, que invita a los que somete a la prueba a no confiar en otro que no sea sólo Él. La confianza debe crecer precisamente cuando las circunstancias nos derrumban. Lo importante para el padre Ricci es que la Compañía sea fiel hasta el último al espíritu de su vocación, que es la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
La Compañía, incluso ante su propio final, se mantuvo fiel a la finalidad para la que fue fundada. Por ello, Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad. Que la llama de la mayor gloria de Dios nos atraviese también hoy, quemando toda complacencia y envolviéndonos en una llama que llevamos dentro, que nos concentra y nos expande, nos engrandece y nos hace pequeños.
Así la Compañía vivió la prueba suprema del sacrificio que injustamente se le pedía, haciendo propio el ruego de Tobit, que con el alma llena de aflicción, suspira, llora y luego reza: "Tú eres justo, Señor, y todas tus obras son justas. Todos tus caminos son fidelidad y verdad, y eres tú el que juzgas al mundo. Y ahora, Señor, acuérdate de mí y mírame; no me castigues por mis pecados y mis errores, ni por los que mis padres cometieron delante de ti. Ellos desoyeron tus mandamientos y tú nos entregaste al saqueo, al cautiverio y a la muerte, exponiéndonos a las burlas, a las habladurías y al escarnio de las naciones donde nos has dispersado". Y concluye con el ruego más importante: "No apartes de mí tu rostro, Señor". (Tb 3,1-4.6d).
Y el Señor respondió enviando a Rafael para quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que volviera a ver la luz de Dios. Dios es misericordioso, Dios corona de misericordia. Dios nos ama y nos salva. A veces el camino que lleva a la vida es estrecho y angosto, pero la tribulación, si se vive a la luz de la misericordia, nos purifica como el fuego, nos da tanto consolación e inflama nuestro corazón aficionándolo a la oración. Nuestros hermanos jesuitas en la supresión fueron fervientes en el espíritu y en el servicio del Señor, gozosos en la esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración (cf. Rom 12:13). Y ello dio honor a la Compañía, no ciertamente los encomios de sus méritos. Así será siempre.
Recordemos nuestra historia: a la Compañía "se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir por Él" (Filipenses 1,29). Nos hace bien recordar esto.
La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es fatigoso remar. Los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros" (Pío VII, Sollecitudo omnium Ecclesiarum): ¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! ¡Rememos juntos! Pero mientras remamos - todos remamos, también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar tanto: "¡Señor, sálvanos!", "¡Señor salva a tu pueblo ". El Señor, aun si somos hombres de poca fe nos salvará. ¡Esperemos siempre en el Señor! ¡Esperemos siempre en el Señor!
La Compañía reconstituida por mi predecesor Pío VII estaba integrada por hombres valientes y humildes en su testimonio de esperanza, de amor y de creatividad apostólica, la del Espíritu. Pío VII escribió que quería reconstituir la compañía para "socorrer oportunamente las necesidades espirituales del mundo cristiano sin distinción de pueblos y de naciones" (ibid). Por ello dio la autorización a los jesuitas, que todavía existían aquí y allí, gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa, a "permanecer unidos en un solo cuerpo." ¡Que la Compañía permanezca unida en un solo cuerpo!
Y la Compañía fue enseguida misionera y se puso a disposición de la Sede Apostólica, comprometiéndose generosamente "bajo el estandarte de la cruz por el Señor y su Vicario en la tierra" (Fórmula Instituti, 1). La Compañía reanudó su actividad apostólica con la predicación y la enseñanza, los ministerios espirituales, la investigación científica y la acción social, las misiones y la atención a los pobres, a los que sufren y los marginados.
Hoy la Compañía afronta con inteligencia y laboriosidad también el trágico problema de los refugiados y de los prófugos; y se esfuerza con discernimiento en integrar el servicio de la fe y la promoción de la justicia, en conformidad con el Evangelio. Confirmo hoy lo que Pablo VI nos dijo en nuestra trigésimo segunda Congregación General y que yo mismo escuché con mis propios oídos: "Por doquier en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y extremos, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, ha habido y hay confrontación entre las exigencias ardientes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, allí han estado y están los jesuitas ".
En 1814, en el momento de la reconstitución, los jesuitas eran un pequeño rebaño, una "mínima Compañía", que sin embargo se sentía investido, después de la prueba de la cruz, con la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra. Así debemos sentirnos nosotros hoy, por lo tanto: en salida, en misión. La identidad jesuita es la de un hombre que adora sólo a Dios y ama y sirve a sus hermanos, mostrando con el ejemplo, no sólo en qué cree, sino también en qué espera y quién es Aquel en quien ha puesto su confianza (cf. 2 Tim 1, 12). El jesuita quiere ser un compañero de Jesús, uno que tiene los mismos sentimientos de Jesús.
La Bula de Pío VII que reconstituyó la Compañía fue firmada el 7 de agosto de 1814 en la Basílica de Santa María la Mayor, donde nuestro santo padre Ignacio celebró su primera Eucaristía, en la Nochebuena de 1538. María, Nuestra Señora, Madre de la Compañía, estará conmovida por nuestros esfuerzos por estar al servicio de su Hijo. Ella nos custodie y nos proteja siempre.
El Papa renueva su especial afecto a la Gendarmería vaticana y agradece su fiel y generoso servicio
(RV).- El Papa Francisco celebró esta mañana a las 7,00 en la Capilla del Gobernatorato la Santa Misa para los componentes del Cuerpo de la Gendarmería vaticana.
Mientras ayer, a las 18,30 Mons. Angelo Becciu, Sustituto de la Secretaría de Estado, en la recepción que se llevó a cabo en el jardín cuadrado de los Museos Vaticanos, con ocasión de la Fiesta de su patrono, San Miguel Arcángel, en el 198º aniversario de la fundación de la Gendarmería, leyó el Mensaje del Papa Francisco.
Dirigiéndose al Cardenal Giuseppe Bertello, Presidente del Gobernatorato del Estado de la Ciudad del Vaticano y al Dr. Domenico Giani, Comandante del Cuerpo de la Gendarmería, el Pontífice escribe que esta fiesta le ofrece la ocasión de dirigirse “con especial afecto a todos los gendarmes, renovando los sentimientos de profunda gratitud por su fiel y generoso servicio desarrollado con discreción, profesionalidad y tanto amor a la Iglesia y al Papa”.
El Papa Francisco escribe que desea “asegurar al entero Cuerpo de la Gendarmería” su “constante benevolencia, junto a su aliciente a proseguir su apreciada obra con serenidad, paciencia y espíritu de servicio”.
“Queridos gendarmes – concluye Francisco su mensaje – confíen siempre en la bondad y en la fidelidad del Señor que permanentemente está junto a nosotros y jamás nos traiciona. Encomiéndense confiados a la protección materna de la Virgen María y de su patrono San Miguel Arcángel. Sobre cada uno de ustedes y sobre sus familias les imparto de corazón la bendición apostólica”.
Mientras ayer, a las 18,30 Mons. Angelo Becciu, Sustituto de la Secretaría de Estado, en la recepción que se llevó a cabo en el jardín cuadrado de los Museos Vaticanos, con ocasión de la Fiesta de su patrono, San Miguel Arcángel, en el 198º aniversario de la fundación de la Gendarmería, leyó el Mensaje del Papa Francisco.
Dirigiéndose al Cardenal Giuseppe Bertello, Presidente del Gobernatorato del Estado de la Ciudad del Vaticano y al Dr. Domenico Giani, Comandante del Cuerpo de la Gendarmería, el Pontífice escribe que esta fiesta le ofrece la ocasión de dirigirse “con especial afecto a todos los gendarmes, renovando los sentimientos de profunda gratitud por su fiel y generoso servicio desarrollado con discreción, profesionalidad y tanto amor a la Iglesia y al Papa”.
El Papa Francisco escribe que desea “asegurar al entero Cuerpo de la Gendarmería” su “constante benevolencia, junto a su aliciente a proseguir su apreciada obra con serenidad, paciencia y espíritu de servicio”.
“Queridos gendarmes – concluye Francisco su mensaje – confíen siempre en la bondad y en la fidelidad del Señor que permanentemente está junto a nosotros y jamás nos traiciona. Encomiéndense confiados a la protección materna de la Virgen María y de su patrono San Miguel Arcángel. Sobre cada uno de ustedes y sobre sus familias les imparto de corazón la bendición apostólica”.
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