viernes, 26 de septiembre de 2014

Meditación para la Misa dominical.



 ¿Quiénes son los verdaderos hijos de Dios?

 Estimados hermanos y amigos:
 Lentamente nos estamos acercando al fin del ciclo litúrgico -o año eclesiástico- que estamos conmemorando, el cual finalizará dentro de dos meses, cuando empecemos a conmemorar el tiempo de Adviento. San Mateo, en los capítulos de su Evangelio previos a la narración de la Pasión, muerte y Resurrección de Nuestro Salvador, se esforzó en hacer lo posible para que sus lectores se prepararan a vivir en la presencia de Nuestro Padre común cuando concluya la instauración de su Reino definitivamente entre nosotros, completamente purificados. Esta es una de las enseñanzas que la Iglesia intentará impartirnos, tanto durante el tiempo que resta para finalizar el presente ciclo litúrgico, como durante parte de las semanas que anteceden al Nacimiento de Jesús.
 Son varias las enseñanzas que se desprenden de la parábola evangélica que la Iglesia nos invita a meditar este Domingo (MT. 21, 28-32). Podríamos meditar sobre la importancia que tiene el trabajo bien hecho, puesto que el primer hijo del acendado de la parábola, simbolizado por la gente considerada de mala reputación por los saduceos, fue el que cumplió puntualmente la voluntad de su padre, aunque, inicialmente, se negó a hacerlo.
 Si recordamos la parábola que meditamos el Domingo XXV Ordinario del presente ciclo litúrgico (MT. 20, 1-16), vemos que, en el citado texto, los primeros que fueron llamados a trabajar, simbolizaban a los judíos, los cuales fueron los primeros que tuvieron la dicha de conocer a Nuestro Padre común, y, los que fueron a trabajar a la viña a diferentes horas del día, simbolizaban tanto a los que los fariseos y saduceos consideraban gente de ínfima reputación, como a los extranjeros. En el texto mateano que meditamos en esta ocasión, el primer hijo simboliza a los pecadores, y los miembros de la clase directora del antiguo pueblo de Dios quedan relegados a un segundo plano, porque, aunque deberían haber sido un ejemplo de fe tanto para sus hermanos de raza como para los extranjeros que se cristianizaron, se negaron a reconocer a Jesús como Mesías -o Ungido- por Dios, para conducirnos a su presencia.
 A la hora de interpretar la Biblia, cometemos un grave error, si no llevamos a cabo nuestro cometido, comprendiendo, tanto las circunstancias históricas, como las formas de expresarse, que los Hagiógrafos -o Autores- Sagrados utilizaron para escribir el mensaje que el Espíritu Santo les inspiró. Si interpretamos la Palabra de Dios ateniéndonos a nuestra mentalidad actual, lo único que lograremos, es encontrarnos con un Dios despreciable, y con los sobrevivientes de una cultura que deja mucho que desear, si damos por supuesto que la Biblia es el libro del amor, en que debemos inspirar nuestro comportamiento.
 A pesar de lo expuesto en el párrafo anterior, si los textos bíblicos no tienen una aplicación para los cristianos del siglo XXI, perderán su utilidad para nosotros.
 Si examinamos nuestro comportamiento, puede sucedernos que nos sintamos identificados con la gente de mala reputación que, aunque inicialmente se negó a aceptar a Jesús con tal de vivir inmersa en la recolección del fruto de sus pecados, no tardó mucho tiempo en abrazar el Evangelio. Los saduceos, -los miembros de la clase sacerdotal, los creyentes de hélite-, debieron sentir que la ira los empujaba a matar a Jesús, cuando Nuestro Señor les dijo que ni nada más ni nada menos que las prostitutas y los publicanos, -los recaaudadores de impuestos considerados traidores a su raza por trabajar para los colonizadores romanos-, eran mejores hijos de Dios que ellos.
 Quizá nosotros hemos tenido que renunciar a algún hábito o hacer algún cambio en nuestra vida para poder abrazar la fe que profesamos. Si nuestra fe no se reduce a acordarnos de Dios cuando necesitamos sus favores únicamente, y nos dedicamos a difundir la Palabra de Dios, seguro que hemos tenido problemas, ora con quienes no han comprendido nuestro mensaje, ora con los fanáticos que intentan obligarnos a que vivamos nuestra religiosidad únicamente a nivel interior, sin manifestarla por medio de las obras que llevamos a cabo.
 En otro caso, puede sucedernos que seamos como el segundo hijo del propietario de la parábola de Jesús. Quizá nos pasamos la vida entre celebraciones eucarísticas, y horas de oración y de lectura de la Biblia, pero no cumplimos la voluntad de Dios, nos negamos totalmente a hacer el bien, y, cuando alguien habla mal tanto de Dios como de la Iglesia en nuestra presencia, le damos la razón, intentando que no se nos tache de fanáticos, en ningún concepto.
 ¿Qué clase de cristianos somos?
 ¿Vivimos orando y leyendo la Biblia, y no pensamos en hacer el bien, para poner en práctica lo aprendido en nuestras horas de estudio?
 ¿Vivimos consagrados a la realización de obras benéficas, y no nos dedicamos a orar, porque no tenemos tiempo para ello?
 ¿Nos avergüenza mostrarnos ante el mundo como cristianos, porque nos falta el ejemplo de fe de gente como nosotros que nos motive?
 Como católico que soy, creo el mensaje que predica la Iglesia Católica, pero he visto algo en muchas denominaciones cristianas que nos falta a nosotros. Hay muchas denominaciones cuyos seguidores acuden a sus iglesias o salones con sus versiones de la Biblia, y leen la Palabra de Dios, tanto individual, como colectivamente. Esto no sucede entre los católicos, pues, si muchos de nuestros hermanos tienen una versión de la Biblia, pocos son los que la leen. Esto sucede porque la instrucción de los católicos durante muchos siglos se ha hecho de tal manera que los tales han aceptado la predicación de los sacerdotes sin plantearles dudas, y porque muchos conciben nuestra fe como el hecho de estar encerrados en una burbuja que les aísla del mundo en que vivimos. Muchos católicos no leen la Biblia porque no ven en ella un mensaje creíble, interesante ni útil.
 Aunque no vivimos en los tiempos más gloriosos del Catolicismo, no debemos olvidar que, a partir de la realidad que vivimos, tanto a nivel personal, social como de miembros de la Iglesia, tenemos un vasto campo para ejercitar los dones y virtudes que el Espíritu Santo nos ha concedido, por medio de la vivencia de la fe que profesamos.
 ¿Cuál es el ejemplo que debemos imitar para vivir como Dios quiere? Tenemos muchos ejemplos de fe que imitar, porque en el mundo hay cristianos que, aunque no presumen del bien que hacen, tratan de amoldarse al cumplimiento de la voluntad de Dios. También tenemos el ejemplo de fe de los Santos, quienes nos demuestran que, efectivamente, es posible para quien lo desee, cumplir la voluntad de Nuestro Padre común.
 Los buenos cristianos tratan de seguir el ejemplo que nos da Jesús en los Evangelios. ¿Por qué se nos insiste tanto en la Biblia como por medio de la predicación de la Iglesia en que sigamos el ejemplo de Nuestro Señor, si su conducta nos parece tan elevada que no la imitamos porque somos muy inferiores a Nuestro Salvador, y vivimos en un mundo en que cada día somos más perezosos y temerosos a la hora de realizar esfuerzos cuyo resultado se materializa a largo plazo? ¿No tendríamos los católicos más éxito si predicáramos una religión facilona y cómoda como la que anuncian quienes pretenden hacernos creer que la fe sin obras nos puede salvar?
 ¿Os es fácil a los padres criar y educar a vuestros hijos?
 ¿Os es fácil a los trabajadores afrontar vuestros problemas laborales, en el caso de que los tengáis?
 ¿Podéis los estudiantes superar vuestros exámenes con calificaciones altas sin estudiar?
 De la misma forma que debemos esforzarnos por superarnos en todos los campos en que nos desarrollamos a nivel personal, si queremos ser buenos cristianos, lo mejor que podemos hacer, es amoldarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de Jesús, de quien San Pablo nos dice en la segunda lectura correspondiente a esta celebración eucarística: (FLP. 2, 2. 5).
 San Pablo nos explica cómo renunció a todo lo que era un estorbo para su crecimiento espiritual, para poder amoldarse al cumplimiento de la voluntad de Dios (FLP. 3, 7-8).
 ¿Hasta qué punto se amoldó San Pablo al cumplimiento de la voluntad de Cristo?
 ¿Quiso ser San Pablo un pobre cristiano, con una fe débil, de los que sólo se acuerdan de Dios, cuando necesitan ser favorecidos?
 El Santo Apóstol, responde la pregunta que nos hemos planteado, en los siguientes términos: (FLP. 3, 10-11).
 San Pablo quería conocer a Cristo. ¿No conocía San Pablo a Nuestro Salvador cuando le consagró su vida? ¿Cómo debemos interpretar las palabras del citado predicador: "Quiero conocer a Cristo?". San Pablo no quería tener un conocimiento superficial de Cristo, pues quería conocer a Nuestro Redentor profundamente.
 San Pablo no quería conocer a Cristo exclusivamente por medio de un minucioso proceso de formación espiritual, sino que quería experimentar personalmente la Resurrección de Nuestro Salvador, aunque ello significara que tenía que soportar todos los desprecios y maltratos que le infligieron, tal como se nos demuestra, tanto en los Hechos de los Apóstoles, como en la segunda Carta de nuestro Apóstol a los cristianos de Corinto.
 ¿No es preferible para nosotros entregarnos a los placeres tan irresistibles que podemos gozar en este mundo, en lugar de querer compartir tanto los padecimientos como la muerte de Jesús? Obviamente, ni San Pablo quería morir por morir, ni nosotros hemos llegado a la conclusión de que queremos renunciar a la vida que Dios nos ha dado, así pues, vista de un modo positivo la expresión paulina de anhelar compartir los padecimientos y la muerte de Cristo, la misma significa que queremos que se cumplan en nosotros las siguientes palabras del Mesías: (MT. 5, 48).
 ¿No es demasiado exigente el hecho de obligarnos a ser tan perfectos como Dios?
 No debemos cometer el error de obligarnos a ser perfectos como Dios, porque ello no podemos obtenerlo con nuestros humanos medios, pero sí debemos esperar que Dios concluya nuestro proceso de santificación.
 Muchos de nuestros hermanos en la fe tienen pereza a la hora de perfeccionar su espiritualidad. Ello sucede, ora porque se creen demasiado inferiores a Jesús como para realizar dicho intento, ora porque piensan que, tal esfuerzo, no les merecerá la pena, porque su fe, o bien es muy débil, o bien es inexistente. Esto sucede en gran medida también porque muchos predicadores nos presentan el crecimiento espiritual como una interminable vía de sacrificios cuyo resultado no se ve a corto plazo, la cual no es nada atractiva, en un mundo en que nos gustan mucho las metas que se alcanzan haciendo esfuerzos mínimos.
 A la hora de hacer sacrificios, podemos caer en dos errores garrafales, los cuales son:
 1. Hacer tales obras para sobornar a Dios, con tal de que nos conceda grandes favores, al realizar acciones que, muchas veces, no se pueden comparar con la grandeza de lo que queremos obtener, y,
 2. Creer que nos hemos ganado las dádivas que Dios nos concede al aceptar nuestros sobornos, de manera que podemos dejar de creer en la gratuidad con que Nuestro Santo Padre se nos entrega para santificarnos, al pensar que nos merecemos los favores que nos ha hecho, porque nos los hemos ganado.
 ¿Por qué le ofrecemos a Dios el sacrificio de asistir a la Eucaristía?
 ¿Tan débil es nuestra fe, que no somos capaces de celebrar la Cena del Señor gustosamente, y tenemos que hacerlo obligadamente, para ver si Dios nos concede lo que queremos que nos otorgue, de manera que nos parecemos a un comprador de lotería, que, al gastar una moneda, intenta hacerse millonario?
 Si no nos gusta celebrar la Eucaristía, ello sucede porque nuestra fe es débil o inexistente, o porque no hemos podido -o querido- encontrar a quien nos explique la grandeza de vincularnos a Jesús hasta tal punto, que llegamos a ser coherederos del Reino de Dios, es decir, compartimos la grandeza -o realeza- de Nuestro Salvador, porque somos hijos de Dios, porque, el Unigénito de Nuestro Padre común, con su muerte y Resurrección, adquirió para nosotros esa gloria.
 Es verdad que cuando celebramos la Eucaristía no tenemos por qué sentir ninguna sensación especial que nos otorgue la seguridad de que se está gestando un cambio en nuestra vida. Ello sucede porque nuestro crecimiento espiritual, que se aumenta por medio de la celebración de este Sacramento, debe caracterizarse, tanto por la formación, la acción que nos conceda oportunidades de practicar lo aprendido durante una vida de estudio, y la oración que, al comunicarnos con Dios y sus Santos, aumente nuestra fe, al hacernos conscientes de que la Iglesia es el Reino de Dios, una sociedad que está viva, y que, aunque no nos percatamos de ello, sigue creciendo, porque Dios no dejará jamás de llevar a cabo su obra salvadora.
 Comulgar a Nuestro Señor en la Eucaristía, significa que adquirimos una gran seguridad referente a nuestra salvación, pero también significa, tanto la alegría, como el compromiso de que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo, es decir, si comulgamos, se espera de nosotros que contribuyamos a la realización de nuestra labor en la viña del Señor, ora realizando nuestros trabajos de tal manera que quienes nos vean sepan que actuamos en conformidad con la fe que profesamos, ora contribuyendo a la salvación de la humanidad con nuestro esfuerzo, por medio del apoyo que le debemos a la realización de las obras de la Iglesia, de la que somos hijos, y le debemos la gratitud y respeto que le debemos a nuestras madres, la cual espera que le demos al mundo el conocimiento y amor con que nos acogió cuando fuimos bautizados, es decir, cuando fuimos admitidos entre sus hijos.

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