lunes, 15 de septiembre de 2014

Homilía íntegra en castellano del Papa Francisco en el centenario de la Primera Guerra Mundial

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Ante la locura de la guerra, pasar del «¿Y a mí qué?» al llanto
Homilía del Papa Francisco en el Cementerio Militar de Redipuglia, con ocasión del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial (13-9-2014)
Tras contemplar la belleza del paisaje de toda esta zona, en la que hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan… al encontrarme aquí, en este lugar, cerca de este cementerio, solamente acierto a decir: la guerra es una locura.
Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye. Destruye incluso lo más hermoso que Dios ha creado: el ser humano. La guerra lo trastorna todo, incluso la relación entre hermanos. La guerra es una locura; su plan de desarrollo es la destrucción: ¡querer crecer mediante la destrucción!
La codicia, la intolerancia, la ambición de poder… son motivos que llevan adelante la decisión bélica, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso distorsionado. La ideología es una justificación, y cuando no hay una ideología, está la respuesta de Caín: «¿Y a mí qué?», «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (cf. Gen 4, 9). La guerra no se detiene ante nadie: ancianos, niños, madres, padres… «¿Y a mí qué?».
Sobre la entrada de este cementerio, se alza el lema mordaz de la guerra: «¿Y a mí qué?». Todas estas personas, que aquí reposan, tenían sus proyectos, tenían sus sueños…, pero sus vidas quedaron truncadas. ¿Por qué? Porque la humanidad dijo: «¿Y a mí qué?».
Hoy también, tras el segundo fracaso de otra guerra mundial, cabe quizá hablar de una tercera guerra combatida «por entregas», con crímenes, matanzas, destrucciones…
Si fuéramos honrados, la primera página de los periódicos debería llevar como titular: «¿Y a mí qué?». Caín diría: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?».
Esta actitud es precisamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: él está en el más pequeño de nuestros hermanos; él, el Rey, el Juez del mundo, es el hambriento, el sediento, el forastero, el enfermo, el preso… Quien se ocupa del hermano, entra en el gozo del Señor; quien, en cambio, no lo hace; quien con sus omisiones dice: «¿Y a mí qué?», queda fuera.
Aquí y en el otro cementerio hay muchas víctimas. Hoy nosotros las recordamos. Hay lágrimas, hay duelo, hay dolor. Y desde aquí recordamos a las víctimas de todas las guerras.
Hoy también hay muchas víctimas… ¿Cómo es posible? Es posible porque hoy también, detrás de los bastidores, hay intereses, planes geopolíticos, codicia de dinero y de poder; ¡y está la industria armamentista, que al parecer es muy importante!
Y esos planificadores del terror, esos organizadores del enfrentamiento, al igual que los fabricantes de armas, llevan escrito en su corazón: «¿Y a mí qué?».
Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón por ellos y llorar.
Con ese «¿Y a mí qué?» que llevan en su corazón, los negociantes de la guerra acaso ganen mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar. Caín no lloró. No logró llorar. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí, en este cementerio. Se la ve aquí. Se la ve en la historia que discurre desde 1914 hasta nuestros días. Y se la ve también en nuestros días.
Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos vosotros y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese «¿Y a mí qué?» al llanto. Por todos los caídos de la «matanza inútil», por todas las víctimas de la locura de la guerra, de todos los tiempos. El llanto. Hermanos: la humanidad necesita llorar, y esta es la hora del llanto.

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